Por estas fechas, hace ya un año, el joven venezolano John Michael Franco D’Luca venía en una flota atestada de pasajeros emergentes, con la cabeza arremolinada de pensamientos e incertidumbres.
Había salido de su natal San Felipe, municipio capital del Estado de Yaracuy, rumbo a Cúcuta, doce horas de trayecto, con destino final Bogotá, para un total de veinte cuatro horas de viaje. Era la primera vez que salía de su comarca.
Ni el bochorno ni el sudor borraron el fragante beso de su señora madre estampado en la frente, y tenía intacta su mirada dulce nublada de lágrimas: “Cúidate, hijo. Que Dios te bendiga siempre. Me llamas cuando llegues…”, fueron las últimas palabras atascadas de tristeza que oyó de su progenitora, antes de abordar el vehículo.
John, uno más de los miles de venezolanos reventados por la dictadura del hambre, el horror y la miseria de Nicolás Maduro y sus secuaces, traía en su billetera sesenta dólares. Era su único capital en este desafío a juro por la supervivencia.
Para reunir ese monto, vendió su computadora, la máquina tatuadora y una afeitadora eléctrica, dinero que complementó con algunos ahorros y un préstamo. En la capital solo tenía como referencia un primo que se había adelantado a la aventura meses atrás, y que convivía en un apartamento con su novia y dos venezolanos más.
Al principio, John prefirió no incomodarlo. Pagó un cuarto y se dio a la búsqueda de trabajo. Recorrió calles y golpeó puertas por doquier ofreciendo sus servicios de ilustrador y diseñador gráfico, pero sus pesquisas fueron en vano.
Así pasó un par de meses, de ida y vuelta, midiendo aceras, comiendo a medias, y en las noches con el sueño enrevesado que al final desembocaba en un mar de pesadillas. El dinero se le fue agotando: le quedaban $80.000 apenas para pernoctar una semana y birlar el hambre con fatiga. El curso de aguante ya lo había hecho de tiempo atrás en Venezuela.
“Por esos días duros me iba a las plazoletas de comida de los centros comerciales y esperaba a que la gente se parara de las mesas para rescatar lo que dejaban: trozos de hamburguesa, de carne o pollo, papas fritas, residuos de gaseosa y malteada. Los fines de semana era cuando más recaudaba sobras”, dice Franco D’Luca con ese acento prosódico y cantadito de los lugareños de Yaracuy, una de las provincias más antiguas de Venezuela.
De padre colombiano y madre yaracuyana de ascendencia italiana, el joven John se fue una mañana a la Registraduría de Teusaquillo a tramitar la cédula como residente colombiano, pero estaba greñudo, hecho un chamizo de lo flaco, ojeroso y mal trajeado, que de entrada el vigilante se interpuso en el ingreso creyéndolo un desadaptado.
Con la moral por el suelo se fue al parque de Teusaquillo, buscó una banca y se puso a llorar como un niño extraviado. Una señora que paseaba su perrito se acercó y le preguntó qué le sucedía. John, entre sollozos, le desgranó una a una sus desdichas, su desespero porque nadie lo ocupaba, y porque se le habían agotado sus recursos en una ciudad enorme y desconocida.
La dama en realidad era un ángel. Le consoló diciéndole que estaba muy joven para derrumbarse, que se armara de fortaleza, que si se iba por la buena, no tardaría la recompensa, porque esas eran pruebas de la vida para fortificar el alma y el pellejo. Sacó de su cartera dos billetes de $50.000, los enrolló y los depositó en sus manos.
El bote salvavidas de la samaritana le subió como palma la autoestima, y lo hizo desistir de ese pendejo orgullo de la juventud que es creer que uno tiene resuelta la vida sin contar con nadie. Entonces se armó de coraje, buscó una merienda y llamó a su pariente para reportarle que estaba en Bogotá dispuesto a dar la batalla.
Su nuevo hogar, un modesto apartamento en un sector de clase media ubicado en un conjunto residencial al respaldo de la Biblioteca Tintal, suroccidente de la ciudad. Sus ocupantes, gente honesta y trabajadora en medio de las dificultades. Allí comparte John Franco una habitación, y por ella aporta $275.000 mensuales.
En esa nueva etapa de su vida, gracias a la hospitalidad de su familiar, se ha desempeñado en oficios varios. Con su pana, como le dice, hizo alianza para echar a andar un carro de perros calientes por la zona comercial de Pío XII. John desde el apartamento preparando los insumos, y el primo voleando calle. No más de tres meses y pararon: el negocio no dio resultado.
Decidió entonces probar de nuevo en solitario con sus credenciales de ilustrador y diseñador gráfico, pero nada. En ese mismo sector vio en un restaurante un aviso que demandaba un domiciliario. Se apuntó: no solo tenía que repartir almuerzos sino promocionarlos a como diera lugar. Por cada corrientazo que lograba vender, le daban por comisión la miserableza de $1.000. Días de agobio cuando en una sola jornada no alcanzaba a reunir más de $5.000. Se rindió.
Por esos días de vacancia, un conocido que trabajaba en una salsamentaría lo recomendó con el dueño. John cayó bien, pero al poco tiempo el patrón decidió venderle el negocio a Rocío Burgos, una muchacha emprendedora de Boavita, Boyacá, que con su ojo clínico acogió al venezolano para que siguiera trabajando con ella.
Ese ha sido el empleo más estable y llevadero de Franco de D’Luca desde que llegó a Bogotá. Trabaja de 8:30 de la mañana a 7:30 de la noche. Recibe por día $40.000. Allí le dan desayuno y almuerzo. Y si en el transcurso de labores se antoja de un pedazo de queso o de jamón, de un yogur o de un paquete de rosquitas como medias nueves, no hay problema: Rocío es consecuente y generosa: “A ella le agradezco por haberme dado la oportunidad, por depositar su confianza en mí y recibir su buen trato”, expresa.
Para ahorrar, John no paga transporte de su domicilio al trabajo y viceversa. Bien de mañana se va a pie de El Tintal a Pío XII. Igual al regreso: un trayecto de aproximadamente cinco kilómetros en el que invierte media hora. Diez kilómetros al día, todos los días, domingos y festivos. “Bendito el trabajo en estos tiempos difíciles”, agradece.
Cada quince días le envía a doña Beatriz D’Luca, su mamá, entre $30.000 y $50.000, que al cambio es un platal en Venezuela. Detrás del amplio refrigerador de salsamentaría, en la esquina concurrida de Pío XII, localidad de Kennedy, Bogotá, John le da todos los días gracias a Dios y a la vida por el sustento y un techo asegurado, y para él, muy importante, ser ejemplo de los venezolanos de bien, gente luchadora que no se deja vencer, contrario de algunos de sus coterráneos que eligen el malandraje, como dicen en el bajo mundo.
Artista en potencia
Los días de pandemia pasan raudos en la salsamentaría y John, pañito en mano, se esmera porque todo esté limpio y en orden para aportar la mejor impresión en la clientela.
Conserva el mismo ánimo con el que debutó detrás de mostradores, pero confiesa que a ratos lo embarga la nostalgia, los recuerdos que jalan el terruño de su nacencia: los cuidados y atenciones de su señora madre, los juegos con su hermana Yeimi, las rondas por la aldea con sus amigos, los compañeros de universidad.
Pero esos inevitables ejercicios de añoranza los deja para la noche, cuando sus compañeros de vivienda ya están reclutados por el sueño, y él, acompañado de un café y en un claroscuro de su habitación, saca un papel o una cartulina para dibujar con plumilla o carboncillo.
Es que en el fondo de ese muchacho de pocas palabras, mediana estatura, cabello churco, tez morena y ojos que hablan de una recóndita timidez, está agazapado un artista en potencia.
Recién se había graduado con honores como diseñador gráfico, ilustrador y retratista, cuando no aguantó más la crisis económica y el lastre humillante de la dictadura, y pensó que su futuro con el arte estaba en Colombia. Ese fue el caballo que más tiró para decidirse por esa ruta. Y con todas las penurias y obstáculos que a la fecha ha superado, mantiene viva esa ilusión.
John, orgulloso, enseña al cronista parte de su trabajo. La tesis laureada que por iniciativa de las directivas de la universidad fue expuesta en la biblioteca, con asistencia y foros con estudiantes de bachillerato de colegios de San Felipe.
‘Retratos-Objetos’ es un estudio antropológico y sociológico del alma y la personalidad a través de elementos y prendas relacionadas con el diario vivir del ser humano. En este trabajo, Franco eligió el calzado como soporte de identidad y conexión vital con el usuario:
“Para este proyecto me remití a las ceremonias fúnebres de nuestros antepasados, cuando enterraban a sus muertos con sus pertenecías, sus vestiduras, vasijas, joyas, utensilios de labranza y demás elementos con los que convivieron. Había ahí un enlace alquímico y espiritual del hombre y sus objetos: una poderosa relación íntima. En esta exposición trabajé calzado de distintos estilos y materiales, con nombres específicos: Sofía, Carmen, Lucía, María, Carlos. Primero hice un estudio fotográfico de los zapatos, y con base en él me dispuse a dibujarlos en plumilla”, resume Franco.
El éxito que tuvo la muestra repercutió en que el rector de la universidad le ofreciera trabajo como docente en el alma mater. “Fue muy emocionante y quedé muy agradecido -agrega John-, pero desistí de la oferta porque el salario de los profesores es ínfimo, y yo ya estaba mentalizado en viajar a Colombia. Eso era lo que me trasnochaba”.
El duende artístico de Franco D’Luca ha ido creciendo desde la edad temprana. Beatriz, su señora madre, regentaba una piñatería en San Felipe, y Jairo, su padre, artesano empírico y de vocación por la plástica, era el que fabricaba los muñecos. Al lado del progenitor, el párvulo estuvo siempre rodeado de cartones, cartulinas, selladores, crayones y lápices de colores:
“Empecé diseñando barquitos y peces, porque me marcó la película Titánic. Quería explorar ese universo fascinante y misterioso del mar, ligado a la tragedia, como narra la historia. Pero también el mundo del cómic, y por iniciativa propia fui armando figuras del Ratón Mickey, Pokemón, el Hombre Araña, Dragon Ball, los Power Rangers, que pasaba a mi madre para que los vendiera. Esa fue mi entretención de chico. Ya de adolescente incursioné en el grafiti de mural. Y, en la universidad me atrajo la técnica del retrato en carboncillo, plumilla y grafito. También trabajo óleo”.
“Mi meta es lograr unos ahorros para montar mi taller de artes y ofrecer servicios de ilustración y diseño gráfico para publicidad y renglón editorial. Me gustaría incursionar en la novela gráfica y en el comic animado. Hay muchos proyectos por desarrollar en esta arte que vengo cultivando desde niño, que estudié y en el que tengo fincadas mis ilusiones. Así podré traer a mi madre y a mi hermanita para compensarles todos estos años de necesidades y sufrimientos. No soy ambicioso por el dinero, pero me gusta vivir bien y compartir ese privilegio con los que más amó”.
John Michael Franco D’Luca está próximo a cumplir 29 años. Los celebrará este domingo 7 de junio del año de la pandemia, en esta ocasión desde su corazón, consigo mismo, detrás del refrigerador de conservas y delicias, con su chaquetón blanco de despacho, el infaltable tapabocas, y la mirada amable que cautiva al cliente.
Seguramente, con esa visión y por los rieles de su capacidad y talento, John verá cristalizados sus sueños en un futuro próximo, y entonces tengamos la oportunidad de contar con él una nueva historia: la de D’Luca, marca inspiradora del consagrado artista.