Al final ya no lo podían ver ni siquiera sus amigos. Cruzarse con Chet Baker significaba regalar un fajo de dólares, escuchar una sarta de mentiras, morirse un poco. Llevaba veneno en su cuerpo. Mucho veneno. Hijo de una mamá sobreprotectora y un papá borracho, a mediados de los cuarenta, con apenas 19 años, se enroló en el ejército más para huir de casa que para pelear contra Hitler. En el ejército descubrió la trompeta. Cuando regresó a los Estados Unidos fue considerado, por encima de Miles Davis, como el mejor trompetista del país. Incluso era considerado el mejor cantante después de Nat King Cole. Sin embargo esto le jugó en contra. Es que era una exageración, nadie podía superar a Miles, nadie, por lo que lo acusaron de favorecerse del racismo. Sin embargo era encantador. Juzguen ustedes:
Las mujeres morían por él. Era encantador pero diabólicamente manipulador. En esa época, principios de los años cincuenta, se creía que la heroína era un inhibidor que permitía que el artista se explayara plácidamente. El jazz es improvisación, el arte de lo espontáneo, de la improvisación. Había que estar inspirado. Por eso se considera que un 95% de los jazzistas de la época eran heroinómanos. El más notable de todos era Charly Parker. Nadie era más veloz que él. Lo respetaban y Baker, siendo un adolescente tocó con él y se consagró. Y también aprendió sobre la aguja hipodérmica y sus venenos.
La caída de Chet fue estrepitosa. A comienzos de los sesenta ya era mercancía dañada en Estados Unidos. Una golpiza que le propinaron por no pagar sus drogas le deformó la boca. Se temió que nunca más volvería a tocar. Sanó, con paciencia volvió a aprender a tocar. Dominó de nuevo su instrumento pero jamás fue el mismo.
Así que se fue para Italia y allí, aunque cayó preso por drogas y grabó desde la cárcel un disco que hoy vale oro entre coleccionistas, siguió siendo una estrella. Todo lo que ganó con los discos se lo chutó, todo, que fue muy poco. Los empresarios, aprovechando su desorden, le robaron todas las regalías. Pero en Europa siempre fue respetado como un poeta maldito, sus shows eran un fracaso absoluto, el alcohol y la aguja hipodérmica minaron su talento y, a los 40 años, su piel lucía ajada, como si se la hubieran cincelado con una navaja. No tenía arrugas, tenía surcos profundos y amenazantes. Seguía siendo hermoso, como una ruina griega.
El rostro surcado de arrugas y la boca deformada después de una terrible golpiza
Chet vivía para chutarse. Las venas ya no las encontraba en sus brazos, tenía que apuñalarse el cuello. El cuerpo se le llenó de granos, ya nadie quería contratarlo. Darle dinero era invitarlo a drogarse. Se perdía durante días. En Amsterdam vivió sus últimos días. El 13 de mayo de 1988 en la madrugada un borracho lo encontró muerto en una acera. Había caído del balcón del hotel de mala muerte donde pasó sus últimos días. Sus hijos se enteraron de la muerte del padre en una casa humilde de Minnesota. Ni un dólar les llegaba de regalías. El entierro fue parco y sólo el tiempo consagró a Chet y su música. Hoy su manera de cantar, de tocar la trompeta, es sinónimo de la elegancia autodestructiva del jazz.
Este documental maravilloso nos muestra a un monstruo que está más vigente que nunca: