Explotar de la vergüenza
Opinión

Explotar de la vergüenza

Por:
junio 26, 2014
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13 de junio de 2014, Cali. Eran las cinco de la tarde y antes de sumergirme en ese pesado sueño diario, vi, como siempre, qué persona se sentaba a mi lado en el asiento; esta vez, un hombre sosteniendo una caja de icopor con salchipapas y salsa verde. Giré de nuevo la cabeza y dormí. No sé cuántos minutos pasaron pero todo ocurrió muy rápido: el hombre me dijo que lo disculpara mientras intentaba de manera forzosa lanzar el contenedor de comida por la ventana en la que yo estaba. Entre el sueño y el despertar, reaccioné impulsivamente y le dije que no; que si le molestaba tanto, que me lo diera y que yo lo guardaba en mi maletín y lo botaba en la casa. El hombre se quedó como en shock y con postura de estatua, no se movió ni un centímetro. Volví a dormir pero minutos después, abrí de nuevo los ojos; tenía que ver qué había hecho aquella persona luego del incidente, que se notaba a leguas que le había alterado. En efecto, seguía con la caja de icopor entre las manos; por temor a que desechara después el contenedor en la calle, le dije que me lo pasara y yo lo guardaba en una bolsa de plástico que tenía en mi mochila. Dijo que no, que se la diera que él lo guardaba. Así fue.

Recuerdo su mirada: como si hubiera visto un diablo. Sus ojos dejaban ver miedo y la pena pública que se reducían a la confrontación conmigo. Su cara se puso un poco roja. Si yo hubiera sido él en tal situación, habría explotado de la vergüenza.

En esa ocasión, apliqué algo que había pensado hacer desde hace rato en esta revolución individual y social a través de actos sencillos como el ya mencionado: dar ejemplo de actos cívicos para forjar nuestro papel como responsables de lo que le pasa a la sociedad, y mejorar las dinámicas que de ella parten.

Así como los tabúes del incesto, de la zoofilia, etc., generan en la sociedad todo tipo de límites, prohibiciones, rechazos y estigmas; pensé que podía inventarme uno nuevo para facilitar una vida y un ambiente más sanos. Desde luego, podía ser posible cuando recordaba que mis primos menores que yo hacían comentarios que me dejaban pensando muchas horas y a veces ni entendía lo que me querían decir. En todo caso, ellos se burlaban de mí. Apliqué entonces esa táctica infantil que me hacían sentir apocado e indignado, con un fin pedagógico hacia personas de mi edad.

En mi teoría, a través de los niños, los adultos podríamos recibir regaños que nos hicieran mejorar como ciudadanos. Apelando por ejemplo, a la vergüenza social y la sanción emotiva desde los chiquillos, tendríamos un cambio menos autoritario y más eficaz, en vez de ponernos a emitir leyes que castiguen en vez de prevenir, en este caso, la contaminación del ambiente de la ciudad o la naturaleza.

De manera contradictoria, yo hice de chiquillo —L'enfant terrible—, y el hombre del lado hizo de adulto tal cual lo era físicamente más no en su madurez mental, porque una persona lo suficientemente consciente y responsable de su vida y de la de los demás intentará, en lo posible, no lastimarse a sí mismo ni a su prójimo. Al parecer, esta vez, mi táctica funcionó.

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