Hace dos meses comenzó el confinamiento en Colombia y al mismo tiempo el despliegue de universidades, colegios y demás instituciones educativas para hacerle frente y buscar normalidad a través de la educación virtual. Miles de profesores adaptaron sus escritorios de casa a improvisados estudios audiovisuales y los estudiantes comenzaron a tomar clases desde sus celulares, tablets y computadoras. En juego está la continuación del año escolar, el cumplimiento de los objetivos académicos de cada uno de los cursos y, por supuesto, el ingreso económico de las instituciones para sostener sus nóminas de funcionarios docentes y no docentes.
Lo que parece una adaptación rápida a la virtualidad podría ser el comienzo de una nueva era de la oferta de servicios de educación, que, si bien ya había comenzado en esta modalidad, recibió un impulso enorme gracias al COVID-19.
Después de dos meses, niños de primaria toman clases de educación física de manera remota, los estudiantes universitarios sustentan sus trabajos de grado por Zoom y luego reciben los diplomas en la puerta de su casa a través de servicio de correo postal. La calidad sobre el servicio educativo en esta modalidad tendrá grandes matices que no vale la pena discutir en este momento. Lo cierto es que todas las personas vinculadas a instituciones educativas están en medio de la virtualidad quieran o no.
Un aspecto relevante adherido a todo lo que está sucediendo es la posibilidad de recibir servicios educativos de cualquier origen. La clase de educación física, el laboratorio de mecánica de fluidos, la clase de danza o la asesoría del trabajo de grado puede ser ofrecida desde cualquier lugar del mundo mientras no existan barreras de idioma. Si la inercia de la inserción virtual de la educación se mantiene, tendremos lugar a un sinfín de ofertas académicas, no solamente a nivel de educación superior, sino también media.
El contexto actual supone un reto para las instituciones regionales que ahora no deben preocuparse solamente por sus vecinos en términos de mercado sino con instituciones de otras nacionalidades. Fácilmente un padre de familia podría preguntarse: ¿qué sentido tiene estudiar en la universidad regional si por menos dinero mi hijo podría recibir una educación de igual o mejor calidad en otra institución ubicada en cualquier lugar del mundo? No tardará mucho tiempo para que los hábiles departamentos de mercadeo de las universidades pongan sus ojos en un mercado que se acaba de expandir gracias a la pandemia. Tendremos publicidad de instituciones poco familiares en las regiones buscando atraer con los mismos o mejores argumentos que las universidades locales.
Lo anterior es solamente una de las lecciones que nos podría dar la pandemia. Así como las operadoras de telefonía dejaron de existir para darle paso a conmutadores electrónicos que hacían el mismo trabajo, hoy estamos ante el reto de una educación globalizada impulsada por el distanciamiento social. Los riesgos de incursionar en una educación de esta manera son enormes para aquellas instituciones que se atrevan a dar el salto, pero necesarios para perdurar en el tiempo. Hoy el campus agradable, y fresco no tiene el mismo valor que un año atrás. Los contenidos, la calidad de la virtualización, el impacto de los profesores y su relación con los medios de expresión, comunicación y enseñanza audiovisual son lo que exige el mercado y esto pone en competencia a universidades de todo el mundo. Una globalización de la oferta educativa.
Sin duda, escenarios como este rondan la cabeza de quienes dirigen las instituciones de educación superior. El reto es verlo como una oportunidad de compararnos con las grandes ligas y salir del rasero local que nos crea falsos estados de confort.