Luego de que el confinamiento severo pase, el virus quedará hasta que se desarrolle una vacuna o un tratamiento efectivo que pueda llegar a casi toda la población. Mientras tanto tendremos que aprender a vivir con él —así como hemos hecho con otros—, acostumbrarnos y acoplarnos al distanciamiento físico y social. Hasta ahora la única estrategia efectiva ha sido ralentizar la expansión de la infección, ¿pero están preparadas y capacitadas las ciudades latinoamericanas para garantizarnos esas nuevas prácticas cotidianas?
Alrededor del mundo hay urbanistas, planeadores, políticos, académicos y sociólogos que han abordado esta cuestión. Los niveles de hacinamiento y densificación tienen reducirse, algo que en los últimos 20 años fue la directriz del urbanismo. El sistema de transporte, público y privado tiene que brindar soluciones a las nuevas necesidades que no solo son de movilidad, sino de distanciamiento corpóreo. Los espacios públicos destinados al ocio y a la recreación tienen que replantearse para evitar grandes concentraciones de personas que faciliten la propagación del virus que seguirá latente. Los centros comerciales como nodos de la vida urbana tienen que reorganizarse para que los cines, las plazas de comida y sus espacios en general no faciliten ni inviten a la aglomeración. La ciudad como la conocemos debería cambiar de acuerdo a las nuevas condiciones de seguridad biológica y de salubridad mundial.
Entre las propuestas existentes están las “ciudades de 15 minutos”, cuya idea es que las personas se desplacen principalmente en bicicleta o caminando, y no tarden más de 15 minutos desde sus hogares hasta sus lugares de trabajo y esparcimiento. También hay quienes dicen que las ciudades se deben “desdensificar” e incorporar lo urbano y lo rural en nuevas dinámicas de mercado y recreación, emular las zonas campestres o los suburbios estadounidense, en franca oposición a lo que los urbanistas han planteado las últimas décadas que invitaba a la excesiva densificación de los centros urbanos construyendo edificios más alto e invirtiendo en zonas multifuncionales (oficinas, estudios, recreación, abastecimiento, vivienda). Otra parte de las voces han optado por irse en contra de la gentrificación y la turistificación, es decir, que el Estado intervenga las dinámicas de mercado del suelo y controle su precio, así como elevar los costes del turismo (vuelos, hoteles, viviendas de alquiler por días y noches, impuestos a extranjeros).
Sin embargo, la mayoría de estas posturas surgen de Europa y Estados Unidos, en el plano latinoamericano, además de enfrentarnos a eso, también lo debemos hacer a la desigualdad extrema y a la pobreza, que aunque se ha reducido esta última sigue siendo alarmante.
El primer elemento urbano que merece ser reflexionado son los grandísimos cinturones de miseria que envuelven a las ciudades: las comunas, los distritos, las villas, las favelas, son la representación física y urbana de la desigualdad y de la pobreza. Condiciones habitacionales pírricas donde los servicios públicos domiciliarios no se prestan con suficiente calidad y cantidad, donde el hábitat (calles, alumbrado, caminos, parques, mobiliario urbano) no brinda las posibilidades para su goce, uso y disfrute, y donde los derechos como educación, salud y transporte no están garantizados para todos ni con unos mínimos de pertinencia.
Y el segundo punto de discusión gira en torno al tamaño de las principales ciudades de la región: Ciudad de México, Sao Paulo, Buenos Aires, Bogotá, Rio de Janeiro, Lima. Estas áreas urbanas demandan demasiado tiempo para que sus habitantes se puedan desplazar de un lugar a otro, sus sistemas de transporte público masivo no son los más eficientes, en su mayoría tienen concentradas sus diferentes actividades en determinadas zonas de la ciudad. Y relacionándolo con el punto anterior, los desplazamientos cotidianos de muchos de sus habitantes desde los cinturones de miseria donde viven hasta la ciudad “planeada, formal, ordenada y construida” donde se la rebuscan en la economía informal exige entre 2 y 4 horas diarias en el sistema de transporte público. Estas condiciones deterioran la salud física, mental, afectiva y familiar de esas personas que por lo general viajan hacinadas y maltrechas en los vagones de metros o en los buses (articulados o sencillos).
Teniendo en cuenta lo anterior, las ciudades de América Latina tienen un reto impresionante después que el confinamiento deje su severidad. Se deberán hacer políticas públicas urbanas y socioeconómicas que permitan reconstruir el entorno urbano respondiendo a las necesidades viejas y nuevas, las de siempre y de antes del coronavirus y las que exigen que mantengamos la distancia física y social. ¿Las limitadas capacidades de los Estados y de las ciudades latinoamericanas podrán responder a esas situaciones socialmente problemáticas?¿La calidad de vida de los millones de pobres latinoamericanos podrá empeorar aún más? ¿La experiencia de vivir la ciudad latina se hará más peligrosa e insegura no solamente por el orden público sino por el riesgo biológico también?