En este tiempo convulso que ha derivado de una crisis global desatada por la pandemia, muchos de los aspectos que nos definen como sociedad (entre sistemas, gobiernos, ideologías, tendencias), sobre todo entre las múltiples formas de interpretar lo que hemos sido como humanidad, vemos que el más cuestionado, por la forma en que se han desarrollado los más recientes eventos (nuestra respuesta a la situación de emergencia en que nos ha puesto la pandemia), sin duda es la educación. Y sí, habría “mucha tela que cortar” respecto de la educación en toda la extensión del planeta, pero en este caso específico de la reflexión que les comparto, quiero referirme con particular atención sobre nuestra educación en Colombia.
Y trataré de superar los lugares comunes de los últimos artículos sobre el tema, que entre “berrinches” algunos (como en el caso de la estudiante que se quejaba por “la millonada” que había invertido su papá para que terminarán con “clases virtuales”) especulaciones otros, o análisis desde perspectivas situadas desde experiencias muy personales, se ha intentado mantener sotto voce la “ineptitud” de la virtualidad como un escenario posible para la educación.
Dejo claro desde ahora que no voy a hacer una defensa a ultranza de la virtualidad por mi experiencia como formador y asesor en esta metodología, sino precisamente tratando de entender las perspectivas diferentes que más allá de las quejas emergentes, lo que hacen es desnudar las múltiples realidades que se encuentran a diario en el ámbito educativo, y que no es solo labor de los gobiernos atender a las patentes deficiencias que se han “delatado” en este tiempo de pandemia, sino también de enfocar la crítica hacia el protagonismo del mayor número de agentes quienes participamos de la educación como uno de los escenarios sociales más importantes que es urgente atender.
Como un primer punto de referencia en mi reflexión planteo el evidente y generalizado desconocimiento de lo que representa la educación como función social, no solo en la opinión publica (que de suyo es una consecuencia de lo que ha sido nuestra educación como país) sino en la definición del imaginario y la mentalidad de quienes conformamos este colectivo de nacionales que nos percibimos como “colombianos”. La educación para nosotros pasa de ser un sistema (para quienes ejercemos la profesión de la docencia en cualquiera de sus niveles y estamentos), llega a ser un rubro (particularmente para quienes nos gobiernan), una obligación y un “requisito” para muchos de los que somos padres, y un “mal necesario” para muchos de los jóvenes que siguen sufriendo el actual modelo academicista que “a trancas y mochas” terminan “pasando”, nivel por nivel, hasta que pueden posicionarse en alguno de los bandos anteriores y repetir así el inexorable ciclo vital mientras se cometen los mismos errores, se cambian las denominaciones, pero se perpetúan las incongruencias que han sostenido al sistema hasta hoy.
De allí que, en casi ninguno de los casos anteriores, la educación es asumida (o percibida siquiera) como un escenario de oportunidad para que se construya lo humano, tal como lo propondría Werner Jaeger en la Paideia: como un principio mediante el cual se conserva y transmite la peculiaridad física y espiritual que nos hace humanos. Ahí, ya el problema es de gravedad superlativa, e insisto, es uno de los aspectos que ha delatado esta pandemia. No hemos aprendido a transmitir lo humano, porque no hemos aprendido adecuadamente a entender lo humano, a vivir lo humano, a ser humanos… No hemos aprendido: pero aun así “enseñamos”.
Y de este primer problema, se deriva el segundo, que denuncia nuestra precariedad como especie (incluso frente a los demás animales) y es que, al no saber transmitir la humanidad, hemos pretendido sustituirla con formas y apariencias que terminan siendo una prolongación de los problemas que nos siguen aquejando. Y una de las más vergonzosas formas de sustitución de la humanidad es sin duda la tergiversación y el uso infantil que en la mayoría de los casos hacemos de las tecnologías.
Hemos visto el “caos” que ha generado el confinamiento, y la forma patética en que se ha reducido el ejercicio de la educación para hacerlo ver como una práctica de “transmisión” en el que se ha querido hacer ver que “las tecnologías no sirven”. Pero esto es completamente falso: no son las tecnologías las que han fallado, sino nosotros, porque estas (las tecnologías) son un producto humano, y somos nosotros quienes las operamos y aplicamos. A cada quien lo que le corresponde.
Es en esta falla del uso en el que se ha cometido el error de la “sustitución” porque hemos creído que las tecnologías “nos harían las cosas más fáciles”, que en la práctica significa que “harían las cosas por nosotros”. Y en la mayoría de los casos, insisto desde la realidad que conozco de primera mano en nuestro país, se han asumido más como un “plan B” para los que estuvieron aplazando la obligación de asumir el uso de las tecnologías como parte del cambio generacional que ha pedido la humanidad desde que inició la era digital (de eso hace ya tres décadas), y para otros, se han adquirido las tecnologías como parte de la “oferta” en el servicio. Solo con pocas y notables excepciones, algunas instituciones se han “atrevido” a pensar la educación desde entornos alternativos como la virtualidad, que aún sigue siendo difícil de asimilar en esta sociedad.
Las quejas que surgen sobre las tecnologías, orbitan en el terreno de los comentarios dañinos que generalizan la ineficacia de las metodologías virtuales, cuando lo que sigue fallando en la educación, y que no se ha revisado con suficiente justicia en el sistema, es el ejercicio de quienes educamos. En múltiples ocasiones les he dicho a mis estudiantes de posgrado que en su mayoría son las nuevas generaciones de educadores de este país, que se puede ser más “presencial” desde la virtualidad, o más “distante” en la presencialidad de nuestro ejercicio profesoral. En mis tiempos de estudiante de pregrado, tuve varios profesores que eran fáciles de seguir en su metodología, pero casi imposibles de apreciar en su ejercicio: su trabajo concentraba en fotocopias, diapositivas (en el mejor de los casos) y quices. Algunos, terminábamos el semestre y luego de casi cinco meses de interactuar por casi seis horas semanales, aún no sabían nuestros nombres.
En esta línea de crítica a las prácticas que se dan dentro del sistema, señalo también los profesores que asumen una enconada y mal fundada animadversión por la integración de las tecnologías, que comparo con aquellos que predican las prácticas ludopáticas, “vendiendo” la errónea idea de que las tecnologías son la “clave mágica” para hacer el aprendizaje “dinámico” y “motivador” pero que solo es una forma eufemística de “divertido”.
Aquellos profesores que ven las tecnologías como el “enemigo”, vituperando cuanto pueden la integración apropiada de los recursos y entornos digitales, no siempre lo hacen por un “espíritu crítico” de hacer valer la interacción directa entre personas (por lo que yo mismo abogo en mi labor como formador), sino por mantenerse en su zona de comodidad, y sostener una resistencia acérrima al cambio. Es aquí donde se mantienen las metodologías convencionales, monológicas y en ocasiones retrógradas que, en lugar de ser una solución para el profesor, se convierten en una oportunidad perdida para los estudiantes. Claro, es justo decir que hay muchos maestros que mantienen un compromiso con sus comunidades y sus estudiantes, y ejercen su docencia con vocación y eficacia, aún con metodologías convencionales o magistrales que, dicho sea de paso, una verdadera metodología magistral es, no solo propicia, sino significativa, porque quien la utiliza es “maestro” y como tal, “sabe” lo que enseña y comunica desde la elocuencia que le brinda su conocimiento profundo de las cosas.
En la orilla “opuesta” vemos a los profesores que sobrecargan el trabajo formativo de una agotadora “parafernalia” de recursos y actividades que pocas veces se ha valorado desde los criterios de pertinencia que exige la selección o la integración de las tecnologías digitales en los procesos educativos. Son aquellos que agobian al estudiante con recursos rimbombantes que carecen de lógica y saturan de ruido y color los entornos de aprendizaje, haciendo del momento formativo un espacio trillado y de verdadera trascendencia. Y esto, en parte, porque en nuestra cultura como país, hemos creído que adquirir un dispositivo es ya una “motivación”, pero omitimos los manuales, la relevancia de pensar la instrucción y lo fundamental de la planeación. Incluso algunos creen que planear es “hacer el libreto” de la clase, pero al final son tan malos “actores” que ni siquiera se han tomado en serio el proceso de construir su rol como profesores.
Por eso, las cosas no “marchan” como debiera. Por eso, gran parte de los profesores que han ejercido su rol como formadores en la presencialidad sin una conciencia crítica de su función como docentes, han sufrido ese “salto abrupto” a los entornos virtuales. Peor aún, hablan y lo critican desde el desconocimiento. Por eso, también, muchos de los profesores que se vieron “abocados” a “dar clases virtuales” han asumido el rol pasivo de “asesores en línea” y a las instituciones en “call centers” en los que la comunicación es unidireccional y ofrece pocas opciones: diapositivas repletas de párrafos extensos y la replicación de contenidos que se transfieren del formato impreso a los archivos PDF.
Sobre estas prácticas afirma Julio Cabero Almenara (connotado experto andaluz en educación e integración de tecnologías en procesos educativos): “Cuando incorporamos tecnologías, queremos hacer con ellas lo mismo que hacíamos sin ellas”. El mismo añade jocosamente: "Decir las mismas tonterías que decimos de forma presencial, con internet, tiene incluso el inconveniente de que se llegue a enterar más gente”.
A modo de corolario, más allá de ofrecer “buenos consejos” o agotarlos con más “tips” para unas buenas prácticas educativas (que pululan en miles de blogs y sitios web educativos desde hace años), mi invitación a todos, esto nos incluye a padres, gobernantes, líderes, intelectuales, profesores, jóvenes y ciudadanía en su conjunto, a que veamos más allá de los sesgos y midamos con rigor, las brechas que nos separan de esa educación “idealizada”. El sesgo y obstáculo más difícil es seguir creyendo que la buena educación, esa que todos esperamos, es “ideal”. Debemos no solo convencernos de que es una realidad pendiente y que se tiene que conseguir. Lo que sigue es disponernos a recorrer la ruta para alcanzarla, asumiendo el camino con el compromiso que se requiere: reconocer nuestras diferencias y peculiaridades como sociedad, y pensar en la educación que necesitamos.
Finalmente, el paso más importante que debemos dar en el inicio de este recorrido hacia esa educación deseada es dejar de ver el problema en la metodología, los recursos o en los escenarios, y situarnos en quiénes somos y cómo ejercemos nuestro rol en el proceso. Ese acto de conciencia nos permitirá asumir con responsabilidad lo que debemos cambiar para que la educación sea lo que siempre ha debido ser: el escenario propicio para construir lo que podemos ser como humanidad.