No sé qué tan conscientes seamos de que nuestra presencia sobre el planeta ha sido y es un largo proceso de depredación y degradación de nuestros entornos en favor de modelos de producción que arrasan sin compasión en busca del desarrollo desmedido o la riqueza ilimitada.
Nuestra civilización es dañina conscientemente. No se impone barreras para minimizar los perjuicios que le causamos a la casa en la que nos alojamos temporalmente. Los seres humanos perdimos el respeto por todas las formas de vida y menospreciamos aquellas existencias que nos acompañan en esta aventura sobre el planeta.
Hablamos de conciencia ecológica como un asunto de los demás, pero no ha anidado en cada uno de nosotros la razón mínima de responsabilidad para con el ambiente. No pensamos con humildad en un futuro colectivo sino que perversamente animamos el futuro individual. No somos conscientes de la palabra humanidad —es decir, que tenemos compromisos particulares—, pero sobre todo de que tenemos que fomentar y practicar responsabilidades colectivas que redunden en el bienestar de todos y no en el de unos pocos.
En este momento tormentoso que vive la humanidad y que nos ha obligado al confinamiento doloroso y aterrador ha servido para reafirmar que el planeta nos habla, nos implora, nos ha dado señales que desoímos por intolerancia, por soberbia o por ambición personal. Entonces, maravillados, hemos visto cómo las otras especies han vuelto a los hábitats que les habíamos usurpado en nuestras desbocadas ansias de poseer sin medida.
Cuando este momento pase, cuando volvamos a las actividades cotidianas que nos permitan la nueva normalidad, ojalá los seres humanos, escapados de la muerte, tengan otra mirada sobre nuestra tierra, la valoren, la respeten y hayamos aprendido la lección de la obligación que tenemos de un mundo mejor para todos en el que respetemos a los seres vivos que comparten con nosotros la magia de la existencia.
Pero no hay que esperar mucho de nuestra especie pues hay algo interno que parecería no permitirnos ser mejores. Cuando las sonrisas se puedan abrir paso en nuestro rostro sin el temor que hoy nos acobarda, y ese temblor de miedo que hoy tenemos haya pasado, quizá recordando lo vivido le demos un trato más amable a este mundo que nos tocó en suerte para vivir, pero lo dudo.