En los años cincuenta era usual ver el cielo norteamericano lleno de objetos extraños, plateados, de forma increíblemente aerodinámica. Los cuentos de Asimov le hacían contrapeso a las historias de Stanislav Lew o a la serie B del cine norteamericana: la ciencia ficción espacial estaba disparada, era lo más popular. La razón de los avistamientos se explicaba por la guerra fría. Eran aviones espías, globos aerostáticos que antecedían a los drones, que se mandaban los soviéticos y los norteamericanos en su carrera para ver quien espantaba más al otro.
Nunca existió un riesgo de un conflicto real, de un bombardeo nuclear que acabaría con la humanidad. Los misiles que mandó Krushev a la Cuba de Fidel Castro en 1963 eran obsoletos, un bluff para que Keneddy retirara los misiles norteamericanos apostados en Turquía y apuntando a Moscú. La Unión Soviética estaba conforme llevando la doctrina de Lenin hasta Berlín, la Revolución Mundial era un sueño que no querían experimentar los rusos. Cuando se desintegró la Unión Soviética los cielos se limpiaron de objetos voladores extraños. Sin embargo muchos de ellos no eran aparatos tecnológicos creados por el hombre. Algunos eran de otros mundos.
Así al menos lo está afirmando el Pentágono, si bien no dicen que son criaturas extraterrestres, si reconocen que no pueden explicar sus formas redondas, su manera de volar sobrehumana. Por estos días de cuarentena, cuando la polución le da el paso a las estrellas, mirar al cielo de noche se ha transformado en una experiencia, sobre todo si se tiene un buen telescopio. Verán planetas -Venus se ve por estos días- satélites y, ¿por qué no? creer que una de esas cosas que se mueven de noche sea inteligencia de otro mundo