La frase “un mundo nuevo acaba de nacer y otro acaba de morir” es una de las expresiones más usadas para describir los tiempos del Coronavirus. La paralización de la economía mundial, la caída exorbitante de los precios del petróleo, la virtualización de las relaciones sociales y el confinamiento de millones de personas a lo largo del mundo parecen confirmar el interregno entre un viejo y un nuevo tiempo. El viejo orden se resiste morir en aquellos que buscan suturarle a cualquier costo y el nuevo insiste en nacer en aquellos que con sus plumas no dudan en indicar sus grietas.
Para buena parte de la población mundial era impensable que un agente microscópico, que ni siquiera tiene el estatus de ser vivo por la ciencia biológica, pudiera causar los trastornos que ha causado en el transcurso de cuatro meses. Las secuelas de una modernidad tardía se hacen presentes en el zeitgeist que está confrontando el Coronavirus: la fe en la razón y en la supresión de la incertidumbre, inherente al paradigma desarrollista, voló en mil pedazos con la manifestación de un virus que es la expresión de lo contingente y lo incierto propio de la naturaleza.
No fueron suficientes nuestros conocimientos, nuestra experiencia ni nuestras creencias como civilización. No serán suficientes frente a futuras enfermedades y pandemias ni a cualquier alteración de la naturaleza. Cinco mil quinientos veinte años de escritura, quinientos años de modernidad y doscientos años de industrialización nunca, jamás, podrán confrontar las ligerezas del orden natural y su cadena de contingencias. El coronavirus nos ha dado una lección muy importante de humildad: el hombre, íntegramente considerado, es ontológicamente una herida del orden natural y siempre va a ser un ser inferior a ese orden natural, aunque su razón ilustrada considere lo contrario.
A pesar de esta innegable verdad en tiempos del coronavirus: la del hombre como una herida del orden natural, somos aun incapaces de reconocer a la naturaleza como un orden activo y nos empecinamos en considerarla un orden pasivo. Esta obstinación ocurre porque la modernidad – incluidos nosotros en ella – es incapaz de concebir la realidad más allá de dicotomías donde siempre están presentes relaciones de dominio. Así, por ejemplo, la ilustración y el capitalismo con miras a mantener el control y evitar la contingencia desde los siglos XVI y XVII indicó que el sujeto debe ser sometido por el objeto y el hacer sometido por el ser.
La división asimétrica entre sujeto-objeto y hacer-ser debe ser entendida en el tiempo y el espacio. Nos encontramos confrontando a la naturaleza y, particularmente al coronavirus, con esa división espacio-temporal; lo interesante del asunto es que el coronavirus ha mostrado las grietas y los errores que nos ha llevado como especie concebir de esta forma la realidad. Concebimos a la sociedad como un orden donde la subjetividad es incapaz de cambiar la realidad objetiva y concebimos a la naturaleza como un orden inhumano, antagónico y hostil que debe ser dominado. Es muy común encontrar al interior de las redes sociales opiniones encontradas en torno al dilema vidas humanas versus economía y ver imágenes donde el personal medico es caricaturizado como parte de un ejercito que va a la guerra a luchar contra un enemigo letal e invisible.
Así visto el asunto, considero personalmente que el Coronavirus produjo una herida irreversible y en ese orden de ideas es una ventana de oportunidad hacia la construcción de un nuevo mundo. Un nuevo mundo que no va a ser socialista pero claramente no va a ser neoliberal. Esta afirmación se soporta en la lectura errada que hace la modernidad a partir de división asimétrica sujeto-objeto, hacer-ser e, igualmente, en las acciones conmensurables que reproducen dicha división en el tiempo y el espacio.
La ventana de oportunidad se puede evidenciar desde de tres grandes grietas: en primer lugar, la crisis es una oportunidad de transformación sustancial del orden social vigente porque logró hacer algo que no habían hecho miles de protestas y movilizaciones desde el mayo del 68: paralizar la economía mundial. Esta esclerosis comercial no se veía desde la Segunda Guerra Mundial y ha llevado a los expertos en economía ha indicar una contracción del ritmo globalizador imparable desde los años ochenta.
Esta primera grieta nos convida a aprender la siguiente lección: el capitalismo, motor productor y reproductor de la modernidad, se mantiene vivo día a día. Si al día siguiente los trabajadores no salen o no pueden salir a trabajar el capitalismo no puede funcionar y, con él, sus externalidades negativas: la contaminación, la extinción de fauna y flora, el aumento de la concentración de la riqueza y la desigualdad en el ingreso. Lo anterior, en parte, explica la preocupación de los gobiernos y los empresarios por reactivar la economía ya que son reflexivos de que sin trabajadores no hay capitalismo.
En segundo lugar, es importante tener claro que, para garantizar su producción y reproducción, el capitalismo ha logrado subordinar los sujetos a los objetos y el hacer al ser como lo he advertido. Esta subordinación opera de forma sensual: nos resistimos a abandonar las relaciones sociales capitalistas porque tenemos miedo – como sujetos – a interrumpir el ciclo de nuestros consumos – entendidos como objetos – y con ello interrumpir nuestros placeres.
El miedo sociológicamente visto es un concepto plural y complejo; no obstante, en estos momentos puede ser reducido a no pagar los créditos y las deudas, no acceder a bienes y servicios de consumo y garantizar nuestras condiciones mínimas de vida. Esta segunda grieta nos esta convidando a aprender una segunda lección: podemos vivir sin los primeros dos miedos y entender que es posible construir un mundo que garantice las condiciones mínimas de vida. Hoy más que nunca las sociedades se han concientizado de la importancia de la salud, sanidad y educación pública.c
Por último, hay una frase muy bella escrita por la poetisa nicaragüense Gioconda Belli que explica la tercera grieta: “la solidaridad es la ternura de los pueblos”. Con esta frase quiero indicar los lazos de solidaridad que se han tejido entre los individuos y la transformación que han sufrido los afectos en los tiempos del Coronavirus. La precariedad de los Estados mínimos y la incapacidad de los gobiernos ha despertado la solidaridad de las familias, las comunidades y las sociedades. Es posible y se vale pensar y soñar que la solidaridad puede subordinar el ser al hacer y de la misma forma los objetos a los sujetos.
El valor que adquiere la vida, la humanidad y la fraternidad gracias a la solidaridad puede minar potencialmente la centralidad de la mercancía como núcleo de las relaciones sociales capitalistas y rescatar la centralidad del hacer humano. Un hacer humano constructivo con sus semejantes y con el orden natural en detrimento del hacer destructivo con los mismos. En últimas, un hacer destructivo en tanto se ha encontrado subordinado a los intereses del ser, del objeto en la modernidad y su motor capitalista.