Para los que tuvimos la dicha de conocer una buena parte de esa mazorca muy nutrida, por cierto, de maestros de la palabra y del conocimiento que tuvieron la fortuna de nacer y vivir buena parte de sus vidas en estas hermosas tierras cordobesas...
Todos ellos se donaron y entregaron su invaluable sabiduría a cántaros a cambio de nada o de mucho. Quizás con el único interés de sembrar en las nuevas generaciones la fértil semilla de la identidad, del sentido de pertenencia y del valor de la cultura (especialmente la local) como fundamentos para construir una sociedad con un tejido social compacto que permitiera que la vida fluyera de otra manera hacia el florecimiento del buen vivir de las comunidades hincadas en el departamento de Córdoba.
Cada vez que uno de estos granos abandona la mazorca se nos constriñe el corazón y “en mil pedazos se nos parte el alma”.
Uno de esos granos acaba, ahora a comienzos de abril, de desprenderse de la mazorca. Me refiero al antropólogo, investigador y poeta orense: Antonio María Cardona Oviedo. Digno representante de las letras cordobesas.
Cómo dejarlo de ver con su pelo plateado, largo, a veces suelto, otras veces recogido y organizado con una moña; con su caminar ligero y rítmico, como si alguien siempre lo estuviera esperando; con su mochila al tercio llena de libros, pero sobre todo, de sueños e ilusiones... libros, sueños e ilusiones que hoy ya no están con él. Solo nos queda de él su obra y su ejemplo de vida.
Hoy llegan a mi memoria los recuerdos de otros granos que en otrora se han desprendido de esta preciada mazorca.
Recuerdo a Rafael Yances Pinedo, con su camisa guayabera blanca y su corbatín negro; con su maletín ejecutivo azabache que siempre llevaba en su mano diestra; lleno de papeles y libros de derecho, de literatura e historia; con su peinado impecable y sus zapatos bien lustrados. De él nos queda en sus textos la crítica mordaz y sarcástica, pero a la vez llena de respeto y buen humor.
Y cómo olvidar al gran maestro Guillermo Valencia Salgado (más conocido como el Compae Goyo o el Goyo) con su camisa guayabera, su bolsito colgado de su hombro izquierdo, donde siempre llevaba, entre otras cosas, un cuaderno común y un lapicero kilometrico negro, que siempre usaba para tomar nota de todo aquello que más tarde convertía en textos llenos de costumbrismo, de jocosidad, de refinado humor y sobre todo de una profunda valoración y aprecio por lo propio.
Encontrarse uno con un hombre negro, de regular estatura, con un afro imponente y abundante sobre su cabeza, con un par de patillas anchas, crespas y abundantes, que le cubrían buena parte de sus mejillas, al estilo de los generales de la colonia; portando un vestido entero de color rojo encendido, en medio de la Plaza de Bolívar de Bogotá, puede causar sorpresa. Por lo menos a mí me llamó mucho la atención. Pero me sorprendió más, cuando me acerqué y me di cuenta que se trataba nada menos que del maestro Manuel Zapata Olivella. Era el mismo que en una tarde en un humilde hotel en la ciudad de Montería, visitamos en compañía de Roger Serpa, uno de sus apreciados discípulos. Allí sentado en su cama de huésped y él sin camisa, platicamos largamente acerca de sus proyectos literarios, investigativos y antropológicos. A eso dedicó él su vida. A escribir sobre estos temas. Pero sobre todo a recuperar y valorar su raza negra.
Conocí a Fernando Díaz Díaz en un taller en la Universidad de Córdoba. En el tiempo quedó olvidado el tema del taller. Solo me acuerdo que me tocó trabajar con Fernando en el mismo grupo y tengo presente en mi memoria, la pericia que poseía, para comprender e interpretar el contenido de los textos. Con el trasegar del tiempo, en varias ocasiones hablamos de historia, de literatura, de investigación y de pedagogía. Indudablemente él era un maestro en estas disciplinas del saber. Conservo su imagen caminado lentamente, un tanto encorvado, por la avenida de la entrada vieja de la Unicórdoba, con sus sandalias que siempre lo acompañaban y su maletín con la cremallera semiabierta, por la cantidad de libros que siempre cargaba en él. Con su pluma plasmó parte de su ser sinuano y principalmente la historia de la cultura de su amado Sinú.
Quitarse los zapatos en medio de una conferencia, para explicar de qué manera se le puede enseñar a un campesino, las letras del abecedario, no es común. Como tampoco es común que un hombre del caribe colombiano, adoptara el sombrero vueltiao, no solamente como prenda ancestral que suele hacer parte del atuendo de un caribeño, sino que además usara el sombrero vueltiao, como una herramienta pedagógica para enseñar: matemáticas, historia, estética, etnología, antropología etcétera, en colegios, universidades y en diferentes eventos de tipo académico a lo largo y ancho de este país. Me refiero al maestro Benjamín Puche Villadiego. Por mi memoria discurre su imagen con su vestir modesto, con el maletín desordenado, su mochila zenú al tercio y su sombrero vueltiao que para él, no era una mera prenda de su atuendo, sino que hacía parte de su ser y fue una cantera inagotable de sus conocimientos. Siempre acompañado, de Josefina Daza de Puche, su esposa. El amor de su vida.
Cuando regresé, a mi tierra cordobesa, en los inicios de los ochenta del siglo XX, me encontré con el boom literario generado por las obras de David Sánchez Juliao. Comencé a leer sus obras y fui descubriendo en ellas, que detrás su lenguaje costumbrista, jocoso, cotidiano, picaresco y unas veces picante; se escondía un profundo deseo por recuperar lo propio, lo local, como algo fundamental para “uno llegar a ser feliz, siendo lo que realmente es”. Eso fue David Sánchez Juliao. Un sinuano que a pesar de ser un vagabundo, en el sentido que viajó y vivió en muchos países del planeta, jamás dejó de ser el sinuano que era. De él recuerdo su barba poblada, su bigote abundante y cano, como también su inmejorable dicción.
Quiero terminar este escrito recordando a uno de esos grandes maestros de la palabra en Córdoba. Lo conocí deambulando, mal trajeado, sin bañarse y sin rumbo por las calles de Montería. Por las noches no era extraño encontrarlo caminando por la avenida primera, recitándole a las centenarias ceibas y a los legendarios robles, sus hermosos poemas. Raúl Gómez Jattin, el hombre de frente amplia, cubierta con unos pocos mechones de su pelo desordenados, de ojos profundos y tristes. Su poesía tan inmensa y profunda como el mar caribe, que tanto amó, y dinámica como la aguas del río Sinú, ha sido resaltada por la crítica literaria de varias regiones del planeta. Raúl es considerado entre los más grandes poetas, de la segunda mitad del siglo XX, con los que ha contado la humanidad.
He hecho esta relación de estos nombres no porque estos sean los únicos granos que se han desprendido de la mazorca, ha habido más, sino que estos fueron con los que tuve la oportunidad de compartir un café, una cerveza, un trago de licor, una conferencia, un lanzamiento de sus libros, una tertulia u otro tipo de evento de la vida. De ellos aprendí la sencillez, la constancia, la disciplina, el amor por lo propio y la pasión por las letras y por el conocimiento.
Además quiero advertir que aún quedan muchos granos adheridos a la mazorca. Este será un tema que trataremos en otra ocasión.
Me queda una preocupación: ¿las nuevas generaciones están bebiendo de estos manantiales de la palabra y del conocimiento, en clave de la identidad del buen vivir?