Independientemente del lugar en que vivamos, siempre o casi siempre, vamos a ver gente en la calle exponiéndose al contagio del virus que azota a nuestro pueblo: personas que rebuscan para evadir el hambre, otras que deben trabajar por orden de sus jefes y unas tantas que evaden el aislamiento obligatorio por un pedazo de pan o por el bienestar de la ciudad. Están desde los que venden aguacates, plátanos y demás frutas hasta los trabajadores “más remunerados” del sector de la salud. Fuera de esas clasificaciones están aquellos que no trabajan y se dedican a pedir ayuda y provocar la sensibilidad humana tras sus pasos.
Se ha criticado a los que evaden la cuarentena y se arriesgan a trabajar sin “urgente necesidad” (se les considera irresponsables), y a los que, no teniendo trabajo, se dedican a pedir ayuda o a mendigar (estos son, pues, unos flojos). En esta ocasión se trata del primer caso. Hablaremos de un arriesgado, un irresponsable, una posible fuente de contagio más y, sobre todo, un padre que desafió a las autoridades negligentes —y a su salud— por el bienestar y la alimentación de su familia.
El 9 de abril las autoridades de Santa Marta —específicamente los oficiales del CAI del Mercado— retuvieron por tercera ocasión a Alberto Ulloque Beleño, comerciante de 50 años, quien en las dos ocasiones previas había declarado sin rodeos que no respetaría la cuaretena preventiva obligatoria que empezó a regir el 21 de marzo en su ciudad. Ulloque declaró ante los juzgados, a los cuales fue remitido por la Fiscalia N°8, que no tenía los medios para cumplir las medidas declaradas por el gobierno, ya que vivía del día a día y no tenía con qué alimentar a su familia.
Alberto, de brazos arqueados y mirada pasmosa, se dedicaba al comercio en el popular San Andresito de su ciudad. Allí se rebuscaba vendiendo gafas. Sus amigos le decían El Corroncho. En Chimila, sus vecinos, intercalaban su apodo de pila con el de Tyson, por su parecido al famoso boxeador estadounidense Mike Tyson (su parecido, rebuscado, está con el Tyson de los 80s).
Chimila es una pequeña urbanización que consta de dos etapas, las cuales están ubicadas al noreste de Santa Marta. Chimila tiene tras sí al Parque Ambiental Palangana, una de las reservas más biodiversas de la región caribe. A pesar de esto, el panorama de esta urbanización promete poco y apunta más a lo desolador. Lo dicen sus calles escarpadas, las casas descoloridas y unos pocos burros y chivos amarrados a los platanales de los patios descubiertos. El asbesto reina sobre la mayoría de los tejados —se miran, desde arriba, escasas láminas de zinc—, sin contar las piedras grandes que descansan encima de las láminas para evitar que se “vuelen”. También, pese a que el Relleno Sanitario Palangana está a menos de dos kilómetros, se encuentran en las esquinas del barrio montañas de basura o, en época de lluvias, pequeñas lagunas rodeadas de desechos.
El viernes 17 de abril, cuando apenas nacía la madrugada, Jesús Javier Ulloque González se extrañó por la ausencia de su padre. Al buscarlo en la sala, a eso de las 12:20, se encontró con una cuerda atada a una de las vigas del techo de su casa; abajo, y con la cuerda alrededor de su cuello, se estremecía el cuerpo de su padre. Inmediatamente procedieron a socorrerlo y llevarlo al Puesto de Salud de Bastidas, un centro médico pequeño a 5 minutos de Chimila I, barrio de residencia de los Ulloque González, donde el cuerpo del comerciante llegaría sin signos vitales.
Alberto, se dice, tenía problemas con la botella. Horas antes del incidente había discutido con sus familiares por la situación que estaban atravesando (sin comida, él sin modo de trabajar, con dos amonestaciones, una sanción, su libertad condicionada, y, lo más decisivo para su futura decisión, abandonado). El suceso con que amanecerían los samarios el viernes 17 por la mañana ya es conocido, y no es más que una pequeña muestra del distanciamiento que puede llegar a existir entre la ciudad y un ciudadano, o, entre Santa Marta y los desprotegidos habitantes de Chimila.
Cuando se le consultó a Diana Quiñones, quien funge como Directora de la Seccional Magdalena de la Fiscalía General de la Nación, se limitó a decir: "Estamos averiguando algunas situaciones que no están claras —mientras hacía referencia al contexto en que había fallecido Alberto".
Al final, después de las naturalmente infructuosas investigaciones que procederán a realizarse con motivo de su muerte “en extrañas condiciones”, se acabara diciendo que se trataba de un enfermo, alguien trastornado o un alcohólico consumado que decidió acabar con su vida en un acto de completa embriaguez. Sí, seguramente será de esa manera; se dirá que el Estado estipula nuestros deberes y se encarga de velar por nuestros derechos. Pero lo cierto es que estos muertos, tan desafortunados como Alberto, nos llevan a decir que estamos condenados a cumplir una serie ininterrumpida de deberes, mientras que nuestros derechos quedan en la letra pequeña de un pedazo de papel o, en el mejor de los casos, disminuidos por el designio de un funcionario público.
No hubo justicia ni segundas oportunidades para Alberto, su ciudad no lo respaldó y su familia, quizás, no supo sobrellevarlo. Lo indudable es que Tyson o El Corroncho vendedor de gafas quedará en la memoria colectiva de Chimila, y, si se puede, también en estas pocas palabras.