Siempre me he sentido orgullosa de mi universidad. En tres semestres que llevo no he tenido motivo de quejas. La biblioteca, el campus, el ambiente que se respira, la calidad de los profesores y, sobre todo, ver como apenas se gradúan los profesionales de esta universidad ocupan cargos determinantes con eficiencia, justifican que mis papás paguen 12 millones de pesos el semetre para que yo pueda cumplir la meta de ser comunicadora social.
Mi papá es de estrato cuatro, vivimos en la Soledad desde que yo era niña. Mi papá trabajó en Ecopetrol y tiene una pensión holgada, pero estamos lejos de ser ricos. Veinticuatro millones de pesos en educación al año es un golpe duro para él, un golpe que paga casi que con placer. Sin embargo, en estos momentos, la Universidad se me está convirtiendo en una pesadilla.
Yo vivo sola con él, mi mamá murió hace cinco años cuando yo tenía 16. Mi papá es un hombre mayor, tiene 70 años y presenta ya algunos problemas de movilidad. En circunstancias normales yo no tenía que ver por él, ni hacer los oficios de la casa. La señora Marina nos ayudaba todos los días. En la noche, cuando llegaba, la comida siempre estaba en el horno y la casa inmaculada. Ahora mis días se han convertido en un infierno.
Nunca supe que lavar platos, trapear, barrer y lavar baños se me convirtieran en una tortura física. Tengo dermatitis así que las llagas se vuelven más rojas, más intensas por culpa del detergente. Si existe un empleo que está subestimado en este país es el de ser empleada doméstica. Además está mi papá y sus problemas físicos. Tengo que ayudarlo a caminar hasta la mesa, cocinarle almuerzos que sólo él se puede comer porque me quiere mucho. He elegido salir lo menos posible, tener nulo contacto con la gente porque no puedo correr ningún riesgo con el virus, mi papá es persona de alto riesgo.
En estas circunstancias de estrés y esfuerzo físico las clases se me han convertido en un infierno. Hay profesores con tan poca empatía con lo que está sucediendo que le exigen a uno que prenda la cámara para constatar que uno no esté comiendo, no esté acostado, esté debidamente maquillado y arreglado para ver una clase desde la casa. Es una soberana estupidez. A mi día no puedo agregarle la sesión de maquillaje y arreglo que uno está acostumbrado a hacerse para que los demás no me vean tan fea. Llámenme vanidosa, lo que sea, pero, si me van a ver, quiero que lo hagan viendo mi mejor versión.
En el encierro no hay concentración, a veces siento incertidumbre, me preocupa mi papá, me preocupa el mundo, si habrá vacuna, si habrá futuro para la humanidad. Por supuesto que no soy la única, mis compañeros también presentan problemas de ansiedad, están deprimidos. Intentamos hablar con los profesores, con los directivos para correr las fechas de entrega, para que nos entendieran lo difícil que es estudiar en estas condiciones, no nos escucharon.
Me parece exagerado pagar $ 12 millones por clases en donde 30 personas nos conectamos a una plataforma sólo por monotonía, para marcar tarjeta. No podemos usar las instalaciones de la universidad ni interactuar. Voy a hacer un parate al menos este año. Me dedicaré a cuidar a mi papá, a las labores del hogar. La carga académica me reventó por completo.
*Nombre cambiado por solicitud de la estudiante