En la mañana Antonio recibe el mensaje de una compañía de taxis diciéndole que para prestarle un servicio, puesto que requiere salir por elementos de primera necesidad, debe encajar en alguna de las treinta y pico de excepciones decretadas por el Gobierno Nacional a la cuarentena. Solo treinta y pico, se oye bien, pero aunque bruto pueda parecer, Antonio confiesa que le cuesta mucho esfuerzo entender algunas, sobre todo las que son regla de la regla o excepción a la excepción.
Asume entonces el riesgo de ir a pie, por lo que acude al supermercado más cercano a su lugar de clausura por alimentos y medicinas que olvidó comprar hace más de 20 días cuando empezó la restricción, por supuesto aceptando algo parecido a la pena capital que casi merece por semejante omisión. Allí el portero no le permite ingresar. Su cédula no coincide con los números que el gerente ha habilitado para ese día (los primeros del documento). El gerente lo ha decidido al desayuno y ya está pensando en nuevos cambios. Antonio va deprisa a otro expendio, pero en el lugar el administrador de turno ha dispuesto en forma muy creativa que en la mañana únicamente entran los menores de 30, cuya último número de identificación sea par. El pobre Antonio está de malas, no encaja.
Se anda pues al banco a sacar algo de dinero resuelto a comprar en donde aparezca, donde no haya sellos, pero se estrella con un letrero escrito a mano improvisadamente: se aceptan retiros entre las 9 y las 11 am. Son las 12, Antonio es consciente de que merece la horca, es su culpa no cuadrar y, más imperdonable que eso, no entender la lucidez de quienes portan licencia para mandar, una licencia que algunos han adquirido o tomado porque sí en los días que corren. Por eso calla resignado cuando más adelante el policía lo detiene y le impone un comparendo. No hay explicación que valga, sucede que en la tarde anterior, la alcaldesa de Bogotá que quiere hacer algo distinto a las treinta y pico de excepciones (un anuncio cotidiano), ha establecido que desde el día siguiente solo salen mujeres. Antonio es gay, pero la excepción impecablemente decretada o interpretada es para personas auto reconocidas como transgénero. Tampoco atina en esto Antonio.
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Antonio piensa cómo recoger a su madre enferma que tiene 80 años y mañana está bloqueada por “pico y género”, y por “pico y cédula”
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Tienes güevo, la ley es para cumplirla, le dice un amigo que lo ve llegar y le oye la historia. Mientras ve en la tele el informe acerca de nuevas restricciones, otras reglas y excepciones a la movilidad personal, Antonio piensa cómo recoger a su madre enferma que tiene 80 años y mañana está bloqueada por “pico y género”, por “pico y cédula” e incluso por ser una anciana que todos dicen querer proteger.
Nuestro tipo, que en realidad habita hoy cualquier lugar en el país y no quiere contaminarse del implacable virus ni mucho menos propagarlo, está convencido de acatar las ordenes que ahora se emiten en más cantidad que el arroz que puede comer, pero se siente desorientado. Está dispuesto a no trabajar, a no moverse, pero clama: ya no puede laborar porque desde hace tiempo estaba en la informalidad, y por otro lado el arriendo que recibía como sustento no se lo pagan porque sus inquilinos entendieron que un decreto del Gobierno los autoriza a no pagar.
La cosa está loca y sin salida a la vista. A Antonio le oí “De haber sabido que esta vida sería así mejor ni nazco”. Se pregunta si luego vendrán autorizaciones para existir, para dejar de existir o para orinar. Y llegado el caso, ruega que sean comprensibles.
Además, un asunto son las medidas gubernamentales, en principio sujetas a un valor de legalidad, y otro esta circunstancia en donde muchos aprovechan para mandar o interpretar lo que les antoja (portero, gerente, policía, banquero, inquilino).
En cuanto a cuestiones de gobierno, sin duda quienes lo ejercen también están aprendiendo, no tenían como encontrarse preparados para algo tan desbordante e imprevisible. Tratan de hacer lo mejor que pueden, pero en realidad se notan descoordinados unos con otros y han armado una maraña tóxica de órdenes y contraordenes (enfáticamente a nivel local) que hacen caer de la cuerda al más obediente.