La literatura infantil y juvenil es sin duda una de las mejores herramientas para los profesores de lenguaje. Evalúa competencias de lectura y escritura, enseña valores y es con regularidad una excusa para repasar lecciones de gramática. Las escuelas promueven programas de lectura, rinden homenajes a la lengua castellana el día del idioma y se ensañan contra los estudiantes por no leer a gusto El quijote o El Cantar de mío Cid. Lo que me lleva a preguntar, ¿cuántos de esos maestros leen en su tiempo libre?, ¿enseña la escuela a querer (leer) la literatura?, ¿o es por el contrario un cementerio donde se van a sepultar los libros? Pues bien, tanto Cervera (2003) como Kaufman (1999) coinciden en que lo importante no es tanto la cantidad, las competencias o los logros académicos, como lo que puedan descubrir los estudiantes. Pues en esta sociedad de utilitarismos, producción, contradicciones y permanente angustia, despertar la sensibilidad y el pensamiento libre, debería ser la meta de todo docente.
Si existe un paradigma sobre la lectura en la sociedad actual, es el siguiente: “los niños y jóvenes de ahora no leen”. Dicho generalmente por personas que se excusan de no hacerlo porque la vida les deja poco tiempo libre. Lo cierto es que sucede lo contrario. Son ellos quienes hacen que libros sin otra aspiración diferente de entretener, vendan millones de copias.[1] También, promueven sitios web de lectura con cientos de miles de usuarios como Wattpad, y comparten, producen y leen escritos inéditos, alejados de prejuicios que mueven el mercado de los lectores adultos. Existe, además, una idea sobrevalorada de la lectura, especialmente en los maestros y padres de familia que no la cultivan. Leer es cualidad de buenos estudiantes: individuos jóvenes que responden satisfactoriamente a todos sus deberes, y por lo general, merecedores de buenas calificaciones. Nada más alejado de la realidad. Pues de ser cierto, nuestra sociedad produciría más ciudadanos capacitados para discernir sobre sus problemas de actualidad y los que conciernen a su ser.[2]
En los lineamientos curriculares de lengua castellana se aboga por una educación literaria que trascienda a los formalismos de la educación convencional, que se aleje del para qué, del quién. Si es así, por qué nos cuesta tanto abandonar metodologías envejecidas y formalismos racionalistas que tanto daño le hacen a la imaginación de los estudiantes. Pues para nadie es un secreto que el niño es un ser curioso y deseoso de buenas historias (en la mayoría de los casos) hasta que conoce la escuela. No hace falta empobrecer la imaginación con reseñas formales, datos históricos o aclaraciones que de una manera u otra y en su debido momento, el estudiante va a terminar por aprender.[3] De cómo y quién lidere el proceso, el tipo de textos y las finalidades que busque, va a depender en importante medida, el desarrollo de sus capacidades cognitivas, sensibilidad y gusto por las historias escritas.
Una metodología que no construye se parece mucho a una obra literaria de baja calidad: explica en lugar de enseñar (muestra demasiado, es pornográfica). Caso de las fabulas donde al final subestiman al lector con una moraleja. Así como los maestros que, en lugar de preguntar, de retar al estudiante, le dicen qué lectura sirve y cómo debe ser leída y, lo que es peor, qué deben buscar en ella. Los maestros que se especializan en preguntas de tipo formales, ralentizan el aprendizaje, cercenan la posibilidad de formar en el estudiante un criterio propio sobre la lectura y esto se debe a dos posibles razones. Una, su vocación está más cerca de la burocracia o la venta de automóviles, o dos, no leen más que lo estrictamente necesario. Se ha comprobado en todos los escenarios que quien es incapaz de sentir no puede despertar un sentimiento distinto en el otro. No se puede formar lectores que disfruten e interioricen un texto, con alguien incapaz de ser provocado por ellos. Es indispensable que el maestro de lengua castellana sea lo suficientemente cuerdo y rebelde, como para enseñar que la lectura, la escritura, la sensibilidad, la independencia intelectual, solo pueden ser alcanzados por cada uno. Por lo tanto, el maestro no puede ser más que un ayudante, el encargado de acompañar al estudiante en la búsqueda de su propio camino.
A falta de una educación que pueda otorgar herramientas y buenos recursos, los niños y en especial los adolescentes han encontrado en su camino sus propios relatos: obras que no pasaran a la historia, pero morirán con el mérito de reflejar sus preocupaciones e intereses más inmediatos. Generar medios para aprovechar los textos es la tarea de todo maestro, puesto que el estudiante entiende, infiere, genera conexiones entre lo que lee y la vida que le ha sido dada, pero no puede hacerlo a través de lecturas que no entiende, de metodologías descontextualizadas o explicaciones y respuestas que se imponen sobre las suyas, aunque carezcan de todo fundamento. Cuidar los clásicos, las historias que nos cuentan a nosotros mismos es fundamental, tanto como saber en qué momento entregarlas, para que sean recibidas como el descubrimiento que son y no como una obligación por cumplir. Por lo tanto, es fundamental que el maestro entienda lo que enseña, que pueda vivirlo incluso, sin prejuicios y con la pasión suficiente como para continuar multiplicándose en cada lectura y en cada clase.
[1] Véase el éxito de sagas como Harry Potter, Maze runer y Divergente, o de textos infantiles como El libro de la selva, Alicia en el país de las maravillas, El Grinch, El principito, etc.
[2] Dice Cervera (2003) en su ensayo La literatura infantil en la escuela que :“El niño empieza siendo un ser que pregunta a todas horas y, a medida que va avanzando en su período escolar, no solo acaba por no preguntar, sino que le molesta que le pregunten el significado de palabras y cosas que realmente no entiende”.
[3] Dice Kaufman (1999) que “Es fundamental contar con materiales que no descorazonen al lector en ciernes, que no hagan de este «entrenamiento» algo penoso y árido, sino una actividad placentera.”