El sistema ha decidido tomar medidas con respecto a un problema que ya había creado un agujero social enorme, taladrado en las entrañas de la democracia colombiana. Un pozo económico que sirvió como guarida para que seres humanos se distanciaran de sus propias dignidades, atormentados por una dictadura que al igual que el COVID-19, se propagaba en su país natal como la reproducción de una repugnante familia de ratas. Estos seres decidieron exiliarse en un país con un gobierno indigno, también indiferente. Sí, hablo de esta patria boba, Colombia. Entre otros territorios que lindaban con esa terrible ideología del hambre, impuesta y formulada por Hugo Chávez, ideología que como una maldición,cayó sobre su pueblo, sus seres queridos y sus corazones, que más tarde habría de convertirse en piedra para poder sobrevivir en esta selva de cemento.
Fue necesaria una pandemia, miles de muertos en todo el mundo, miles de desempleados, la caída de la economía global, para que el gobierno nacional y las alcaldías de los diferentes municipios sacaran la cabeza del hoyo del avestruz, hoyo que habían cavado con su usurero pico; todas las autoridades competentes que solo dejaron ver (por años) que trabajaban bajo las directrices de la incompetencia, anunciaron de pecho inflado y frente en alto que respaldarían a los venezolanos para regresar a su nación, pero no por un acto conmovedor y humanitario, no, fue por puro beneficio propio. A esto se le llama valerse del desastre, apoyarse sobre las columnas de la desgracia para que su castillo de naipes, manchados de sangre inocente, no se viniera abajo.
Recientemente, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, vociferó una orden al mejor estilo apocalíptico: movilizar tropas marítimas y aéreas a los espacios costeros, que cercaban a la nación petrolera, dominada por Nicolás Maduro. Un delicado movimiento, que pone tensas las cuerdas del cuadrilátero con el gigante soviético, Rusia; otra potencia económica de la que sabemos, tiene una antiquísima rivalidad (incluso científica) con Estados Unidos. Y les recuerdo, estamos ante una de las peores pandemias de la historia. Ciencia, salud, economía, los golpes clave.
Si hay algún venezolano que quiera regresar a su país, lo dudo, pues tiene que elegir entre las dos píldoras para salir de la pesadilla de la Matrix, la roja en correlación con el hambre o la azul, en correlación con la enfermedad del coronavirus: ¿qué es mejor?, ¿morir de hambre o morir ahogado y de fiebre?... ¿Es positivo estar en un país expuesto a una guerra?... Venezuela es el peor país en el que se pudiese estar en esta espeluznante crisis, simplemente por estar en alerta roja, por estar marcada con hora y fecha en el cuadro guerrerista que contiene el murmullo de una tercera guerra mundial.
Si antes nunca se les había ayudado, y observábamos con diabólica tranquilidad, cómo pululaban en las calles, mendigando una moneda, vendiendo una manilla curtida; madres que se recostaban en las afueras de Bancolombia cubiertas por cobijas y manteles mugrientos, pidiendo un pedazo de pan para sus hijos, ahora, en plena crisis de salud, nos la vamos a dar de humanos, enviando el problema a su dueño: ¡Vaya forma de demostrar nuestra inferioridad intelectual! ¡El infantil juego de la pelota!...
Vivo en Rionegro, hace cinco años, pero desde que empecé a hacer las maletas en mi natal Envigado, pude ver esa nueva red xenofóbica que se estaba tejiendo telepáticamente, gente que promovía el rechazo por estas personas que huían de un régimen inhumano, como si fuesen bestias, aberraciones de la naturaleza. Una vez en Rionegro, vi que la red era amplia, una telaraña pegajosa que ya había atrapado muchas mentes. Bebiendo una cerveza en la ventanilla de una cafetería, dos años después de ese análisis, un tipo descargó un bulto de frutas a mi lado, y acto seguido ordenó un café sin azúcar, era un hombre con la piel quemada por el Sol del verano, trabajador de campo, el tamaño de su barriga ya había roto varios botones de una camisa que estaba marcada de gasolina, grasa y quién sabe qué más cosas. Al frente, un grupo de venezolanos estaban sentados en ilera, meditando en un charco de lluvia que había caído la tarde anterior, viendo cómo un perro con las costillas afuera se alimentaba de él. Una imagen que me aterrorizó durante varios meses.
El hombre pronunció con el ánimo de que yo lo escuchara: "Mírelos, todos son ladrones, rateros, son miles, cada vez son más, se visten igual, con gorras viejas usadas al revés, jeans rotos; deberíamos hacer algo para terminar con esa basura". Mientras lo escuchaba, veía sus uñas, llenas de tierra negra, que deberían simbolizar humildad, pero en él simbolizaban una miserable arrogancia. Estaba apretando y girando un pequeño pitillo blanco, haciendo un remolino en su café, mi mirada se perdió en ese movimiento, en esas palabras, vi cómo llevó el vaso de papel hasta su boca, y luego se secó los labios con la lengua. Me miró y lo miré, sonreí, nunca me he arrepentido tanto de una sonrisa, nunca me había sentido tan culpable, tan destrozado, financié psicológicamente su atroz visión. Simulé que la compartía, que la admitía, que la respetaba, y sin embargo, dejé mi cerveza a la mitad sobre el mesón de la ventanilla y me marché sin despedirme de la tendera (cosa que nunca hago) dos cuadras adelante giré mi cabeza y vi cómo aquél hombre estaba bebiendo de ella. Me vio y lo vi, y apenado gritó: ¡Salud!...