Causa extrañeza, y hasta indignación y rabia, la actitud de algunas personas, especialmente en estos últimos días, de rechazo, discriminación y exclusión de otras que en general se encuentran en situaciones de debilidad manifiesta, sacando a flote su enorme egocentrismo, insensibilidad, falta de conciencia y hasta rasgos de xenofobia.
Me refiero a quienes están evadiendo acercarse, transportar o arrendar vivienda a personal de salud, por el supuesto temor a contagiarse del coronavirus. Se olvidan esos individuos que tanto los médicos como el personal de salud son los que más riesgo corren de contagiarse y que si ellos no pueden transportarse o estar en adecuadas condiciones, o llegaran a renunciar o morir, no habrá quien los atienda o a sus seres queridos, vecinos o personas con las que necesariamente tendrán que interactuar. Me parece que por el contrario hay que reconocerles su esfuerzo y exigir que se les brinden condiciones óptimas de protección, así como unos salarios y contratos dignos.
Me refiero igualmente a quienes, en tumultos y sin siquiera usar tapabocas, están protestando y amenazando actuar con violencia si en sus barrios instalan refugios para poblaciones en situación de vulnerabilidad, como habitantes de calle. Su supuesto argumento es que puede aumentar la inseguridad, lo cual realmente es posible pero ello se podría controlar con la presencia de la fuerza pública y no justifica negar la posibilidad de que quienes no tienen techo ni comida ni condiciones adecuadas de aseo puedan contar con ellas así sea de manera temporal. Me parece que se trata más de un temor a que se les vayan a desvalorizar sus propiedades, misma razón que tienen otros para tirarles agua, insultarles, golpearlos directamente o por medio de vigilantes u otros porque están cerca de su residencia. Para esos son “desechables”.
Me refiero también a quienes están expulsando a familias indígenas de sus inquilinatos (muchos con condiciones de hacinamiento e indignas) porque no están pagando el arriendo. Se entiende que algunos de los propietarios obtienen sus ingresos de ahí, pero si se los desocupan, ¿a quién le van a arrendar si las mudanzas no están dentro de las actividades exceptuadas durante la cuarentena?, ¿preferible que las personas, muchas de ellas con niños, ya además de pasar hambre se queden en la calle, a la intemperie, incluso bajo el frío de Bogotá?
Me refiero finalmente a las familias de venezolanos que llegaron de paso a Colombia, o para quedarse aquí, buscando un mejor presente y futuro para ellos y sus hijos; los que tuvieron que caminar cientos de kilómetros para huir de las dificultades de su país, y ahora algunos ante el desespero están prefiriendo retornar al mismo, así allá les toque comer m…., antes que seguir soportando la explotación y humillación de nuestros compatriotas. Todo porque los ven como una plaga, un visitante no invitado, un invasor, un posible delincuente, una prostituta o mujerzuela que les está quitando el trabajo o hasta los maridos.
También porque los identifican con un personaje sobre el que de todas las formas se ha tratado de proyectar el odio, su presidente Maduro. Esa posición xenófoba no hace más que evidenciar la irracionalidad y los “complejos de superioridad” (que finalmente son de inferioridad) de sus titulares, las mismas que sirvieron a Hitler y otros nefastos personajes para discriminar, perseguir y hasta asesinar a millones de personas. Es cierto que algunos se han dedicado a delinquir, pero su porcentaje es mínimo en comparación con el de colombianos que hacen lo mismo.
Es verdad también que atenderlos a ellos implica el gasto de recursos que podrían ser para otros colombianos, y que aquí hay demasiada pobreza, pero no es menos cierto que son seres humanos (muchos de ellos niños que ni siquiera saben qué es lo que está pasando) y que como tales tienen dignidad y derechos, además de necesidades, la mayoría más graves que la del colombiano promedio. Tampoco es mentira que muchos, bajo el supuesto propósito de ayudarlos —pero seguramente también de lucrarse— los exprimen laboralmente, sin reconocerles siquiera el salario mínimo y la seguridad social; y que muchísimos venezolanos y venezolanas (al igual que colombianos) viven es de la “economía del rebusque”, de lo que puedan obtener para subsistir y ojalá enviar algo a su familia en su patria, vendiendo dulces u otras cosas en la calle o hasta pidiendo limosna. ¡Por eso ahora menos que tienen para comer y pagar arriendos!
Se le olvida a los falsos supremacistas (que se creen de una raza o una nacionalidad superior a otras) que muchos colombianos, cuando Venezuela era “el rico de Sudamérica”, encontraron allí oportunidades de laborar (así fuera lavando platos) y de tener una vida digna, las que no tenían acá, y en cambio sí mucha violencia, inequidad y corrupción (que lamentablemente hoy persisten).
Los venezolanos son nuestros hermanos. Junto con su país y Ecuador conformamos antes la Gran Colombia, dentro del sueño de el libertador Simón Bolívar (para acabar de ajustar venezolano) y entre otros más coterráneos suyos, que llevó a la “independencia” de esos países y de Perú y Bolivia (también indirectamente de la hoy República de Panamá), del yugo del entonces reinante imperio español.
Se les olvida a la vez a los excluyentes y discriminadores que las fronteras y las nacionalidades son simples convenciones (originalmente no son naturales), y que en el mundo las cosas políticas, económicas, sociales y de todo tipo son cambiantes. El mundo gira permanentemente, no sea que en su existencia “se les voltee la torta” y caigan en situaciones similares a las de quienes ustedes hoy no solo no ayudan sino que rechazan y atacan con vehemencia. Además, con los hermanos no todo siempre es dicha y armonía; no faltan las diferencias, discusiones y hasta peleas; pero no por ello dejan de ser hermanos.
Estoy convencido de que esos que se dan ínfulas de hasta matones por defender sus creencias y posesiones son de los primeros que van a misa o recitan oraciones; los que se dan golpes de pecho ante lo que no les parece justo; los que se muestran como supuestos buenos católicos; y los que salen en primera fila de las marchas a gritar “los buenos somos más” o “nosotros la gente bien” (¿bien qué?), son los que más carecen de los principios y valores de su religión, cualquiera que ella sea, porque no es cristiano y ni siquiera humanitario desconocer la solidaridad, la empatía y la ayuda al prójimo tan necesitado, y seguir tan campante por la su vida.
De allí que nosotros como ciudadanos, las organizaciones y los gobiernos en sus niveles nacional, departamental y local también tenemos deberes, por lo menos éticos cuando no legales, con ellos.