Mientras caminaba el atardecer había comenzado a envolver el mundo en su misterioso abrazo. A lo lejos, en la calle vacía se ponía el sol y, el último fulgor dibujaba una figura que poco a poco se fue acercando. Era un funcionario me ordenó: "¡Póngase el tapabocas!". "La Organización Mundial de la Salud no lo recomienda", respondí. Él replicó: "Esa organización no manda aquí. Así que el tapabocas". A lo que manifesté: "No tengo. Voy a la farmacia".
A paso reducido fui al almacén de la esquina. De varios camiones bajaban verduras, papa y olorosa cebolla. Ya está cerrada venta. "Venga mañana", me dijeron. Entonces, me dirigí a la tienda Mi Tío. No la encontré abierta, así que volví a casa. Al día siguiente, a eso de las diez de la mañana, me dirigí al supermercado. Ante los policías, los clientes se encontraban a distancia de dos metros. Hice la cola que tardaba en avanzar porque cinco parroquianos habían llenado los carros y en las registradoras pasaban uno a uno los numerosos productos de compra. El tiempo transcurría en el hilo de la eternidad, pero al fin llegué a la puerta.
Mas el dependiente que llevaba un recipiente plástico con gel no vertió el semilíquido en mis manos. "El horario para el adulto mayor se extiende de 8:00-9.30 a.m.", me comentó. Por lo tanto, a pesar de que llevaba el tapabocas que me hacía sentir como un forajido en una de la película del oeste, llegué a destiempo, media hora después. Aplacé mí cometido al día siguiente y, desde la ventana de donde resido, vi durante el día cómo la cola se encogía cuando no estaba la policía a la vista. Muchos vehículos se detuvieron y fueron a dar al coso por violar las normas en tiempos de penuria. El paradero de los buses se convirtió en parqueadero de los autos…
Y a la mañana siguiente, muy temprano, caminé hasta el local para comprar una botella de vino, pero no pude adquirir la bebida porque los licores se vendían a partir de la diez de la mañana, según la ley “que usted debe conocer”. Al día siguiente, abrí el escritorio y busqué el documento que no me gusta ni ver, porque la foto que se tomó en la Registraduría hace de mí un personaje desconocido, con cara de hampón (sin que lleve la placa), de tal modo que por eso la guardo. Además, al identificarme me siento mal, pues quien me mira, busca encontrar la semejanza de la foto y de mí rostro. Suelen decir: "No se parece".
En fin, cuando volví tampoco puede ingresar porque están establecidas para las grandes cadenas de almacenes dinámicas de entrada: pico y cédula (par o impar). Eso sin contar con que nunca me imaginé que la terminación de mi documento estuviese excluida. "No puede entrar. El número de su cédula es 0. Y el 0 no es par ni impar", me dijo el dependiente