Esa tarde, pálida y azul, de nuevo intentó mirar por la única ventana de su casa. En el piso alto donde vivía; ni quisiera las copas de los árboles más espigados alcanzaban a llegar hasta él. No se atrevía a tratar de observarlos: el vértigo por la altura le causaba nauseas de inmediato. En cambio, las montañas verdes y despejadas, a lo lejos, servían de marco para el único horizonte que le era permitido ver. El espectáculo cifrado en un paisaje desatendido por años. Todos los días, por horas enteras, con un café frío en la mano y un cigarrillo, que se curvaba mientras se consumía, se paraba en frente de la ventana y pensaba, sobre todo, en el mundo; esa abstracción dispuesta a cambiar para siempre. Ese mundo inusual que ahora lo obligaba a vivir en un solitario y ajeno encierro.
Aunque durante los últimos años no había salido mucho a la calle, y sus amigos se cansaron de echarle de menos y llamarlo, extrañaba la libertad de poder escoger su propio aislamiento. Ahora que se trataba de una imposición de otros, sentía escapar ese sentimiento que, desde que cumplió cuarenta años, lo dotaba de cierta tranquilidad e independencia. Ahora, incluso ese pequeño triunfo le había sido arrebatado. Ya no podía salir. Ya nadie podía.
Mientras apagaba su cigarrillo en un cenicero jadeante de colillas, oyó un ruido extraño en su pequeño apartamento: la ducha parecía estar abierta. Hacía días que no se bañaba; ya no le apetecía. Por días enteros usó la misma camiseta percudida y los pantalones de algodón que alcanzaba a pisar con sus talones descalzos. Sin prisa, caminó hasta el único baño de baldosines baratos que remedaban mediocremente a los bellos azulejos portugueses. Con una mano descorrió la cortina amarillenta y cerró la llave. El agua empezaba a hervir. Secó su mano con la única toalla que había resistido a su divorcio. Luego salió a la sala, se sentó en la mesa y empezó a fumar de nuevo.
Cerró los ojos por un instante y de inmediato quedó dormido. Llevaba años sin poderlo hacer: el arrepentimiento jamás le había sido una almohada cómoda. El cigarrillo seguía consumiéndose sostenido por su mano somnolienta. De a poco, las cenizas caían sobre el mantel de la mesa, y se apagaban luego de quemar en breves círculos negros la tela; haciendo aparecer pequeños huecos que dejaban entrever la madera del mueble. Cuando despertó, la colilla del cigarrillo, se erguía con dificultad, chata y arrugada sobre el cenicero transparente. No recordaba haberlo apagado. De cualquier modo, no le prestó atención. Hacía mucho que ya no prestaba atención.
Sintió ganas de hurgar una antigua carpeta que tenía escondida debajo de la cama. Recubierta de polvo, la limpió sin esmero y empezó a auscultar su interior como quien visita un lugar conocido. Eran viejos papeles, unos escritos a mano, otros con dibujos que parecían más bien garabatos y manchas. Los miró con nostalgia y se llevó la mano a la frente, como siempre lo había hecho. Frotó su ceño y recordó que no debía hacerlo. Mientras miraba su mano, descreído, un estrepitoso alboroto lo asustó: la vajilla -o lo que quedaba de ella- se rompía contra el piso. Corrió hasta la cocina y presenció una escena pavorosa. Todos los anaqueles estaban abiertos de par en par, y los pedazos de tres platos yacían desperdigados. Respiró profundamente y buscó el recogedor y la escoba que guardaba en el estrecho espacio que quedaba entre la nevera y la pared. Se arrodilló para reunir los pedazos y botarlos a la basura. Notó que sus manos temblaban y su respiración se había agitado. Lo único que se le atravesó por la cabeza fue la certeza de no tener a quién llamar. Tampoco es que lo pudiera hacer: hacía meses que no pagaba la factura del teléfono. No soportaba el repicar de la máquina y mucho menos oír de promociones engañosas, o discursos pregrabados de políticos que anunciaban -sin argumento- que todo estaría bien. Desde que vivía solo en el apartamento había desarrollado una especial sensibilidad -casi una alergia- a cualquier ruido. Hasta llegó a agradecer que ahora la ciudad permaneciera casi siempre muda. Afuera los sonidos artificiales parecían haber sido proscritos. La ciudad se desnudaba ante su silencio.
Aún tembloroso, decidió buscar refugio debajo de sus cobijas. La simple idea de estar enloqueciéndose lo perturbó profundamente. Tomó la caja de cigarrillos de la mesa y cerró la única cortina que tenía. La casa se oscureció de repente. Los objetos empezaron a convertirse en tímidas sombras que les permitían aún cierta visibilidad. Se acostó, y prendió la lampará curva que su madre le había regalado cuando partió de la casa para ir a la universidad. Un aparato simple que con el roce de la mano se prendía. Tomó uno de los libros arrumados en su mesa de noche. Por fortuna dio con un libro de poesía de Walt Withman: su autor favorito y único compañero desde que decidió evitar al mundo.
Muchas veces se imaginó sentado junto a él. El poeta ocuparía la mitad del sofá, y lo miraría con sus ojos claros e inquietantes. Consentiría su larga barba blanca y luego de toser sin precaución alguna, daría comienzo a la lectura de sus poesías, que mas bien parecían artefactos hermosos para entender la vida. Su juego de azar más frecuente era tomar alguno de sus libros y abrirlo en cualquier página: en la búsqueda de una verdad aleatoria que reparara su fatal enfermedad de no comprender absolutamente nada. Metido entre sus cobijas, cerró los ojos y pasó los dedos por las hojas del libro como quien apenas está aprendiendo a tocar una guitarra: página 342; el título de la poesía era “En la Ribera del Ontario Azul”. Leyó con atención, olvidando, por un momento, el horror que sintió por los platos rotos. Y se detuvo en un aparte que lo conmovió dulcemente:
“Mantener unidos a los hombres con un papel o un sello, o por la fuerza, no tiene valor… Solo mantiene unidos a los hombres lo que los une a todos en un principio viviente, como el que sostiene a los miembros del cuerpo o las fibras de las plantas”.
No había empezado a pensar sobre el significado de las palabras cuando una melodía proveniente de la sala, interrumpió sus cavilaciones. Conocía esos sonidos. El tocadiscos portátil, de terciopelo rojo en su interior, que su buen amigo Nicolás, le había regalado el día de su matrimonio, emitía un ritmo que esta vez no lo alteró. Lo supo al instante: el clarinete de Benny Goodman, introducía la alegre canción “You Brought a New Kind of Love to Me”.
Dotado de cierta valentía, desde siempre extraña y esquiva para él, llegó a la sala y comprobó que el disco de acetato giraba sin pausa o prisa. Lo observó con detenimiento y por simple instinto rodeó con su mirada a la sala en búsqueda de alguna presencia. Por supuesto, no encontró a nadie. Resignado ante la situación, decidió sentarse en el sofá que minutos antes había ocupado el poeta en su imaginación. Cerró los ojos, y dejó que la música condujera el movimiento de su cabeza. Se sintió aliviado. Se puso de pie e improvisó algunos pasos torpes. Recorrió toda la sala, bailando, sin detenerse. Mordía suavemente su labio inferior mientras contorneaba con delicadeza sus caderas, hasta que la música se fue apagando. Sabía que era la última canción de ese disco. Un sonido vació empezó a salir del tocadiscos. Fin de la fiesta. Sonriente regresó al sofá y una inusitada sensación lo invadió sin tregua. Caminó con paso seguro hasta la puerta, y antes de abrirla, remedó una venía extendiendo su mano como quien invita a salir a una generosa visita. La mantuvo abierta de par en par por unos segundos. Inamovible se quedó en la misma posición inclinada. Se sintió estúpido pero no le importó. Cerró la puerta con la convicción del deber cumplido y se acostó en su cama. No había terminado de cerrar los ojos cuando cayó como plomo entre el sueño más profundo.
Esa noche durmió de largo hasta bien entrada la mañana. Se paró a preparar el café; amargo y acostumbrado. Sintió su casa vacía y ligera. Las paredes permanecían en silencio, pero todo parecía haber cambiado. Caminó hasta la ventana con la taza entre sus manos, abrió las cortinas y de nuevo vio las montañas impávidas y el cielo azul, esta vez firme y despejado. Tomó un sorbo y regresó lentamente a la sala con la plena convicción de que había recuperado a su propio encierro.
@CamiloFidel