Seamos honestos. Más de la mitad de los colombianos sabemos que tenemos por presidente a un inepto, a un pobre hombre quizá sincero, pero bruto y sin honor, que por azar de un dedo maquiavélico terminó de candidato a presidencia, y que gracias a la barbarie de este país ignorante y amable terminó en el lugar donde otros hombres, ya muertos, si lo vieran allí tan ajeno, se sentirían humillados; antaño presidentes que escribían libros, hoy quienes servirían más en un circo.
Se le ve en televisión, en alocuciones… no transmite ni el vigor que una situación de estas requiere. Esa mirada que finge dominio y sosiego tiene en el fondo, quizá en el fondo del pantalón, una gotica café que resbala. Ah, ya escucho a los cresos solidarios, a los filántropos, a los que ahora sí se dieron cuenta de que existen los pobres, diciendo no, pero este no es el momento de críticas e infamias, es el momento de la solidaridad (palabra tan prostituida como democracia o paz); para ellos nunca es tiempo de criticar a sus títeres.
O quién sabe, puede que quizá, en la hondura del alma donde guardamos las verdades que quisiéramos decirnos y callamos, los Sarmiento Angulo, los Gilinski, los Ardila Lülle, los Santo Domingo, vean por un momento a Duque como tal, fuera de todo contexto, y piensen como tantos: ¿por qué Uribe no pudo elegir a un hombre con los pantalones bien puestos? ¿Por qué precisamente llega el COVID-19 y está a cargo del país un inhábil?
Desgracia que les cae a los desgraciados. Como es usual. Así como los ricos nos han demostrado que “plata llama plata”, la realidad nos deja ver ahora como pobreza llama pobreza —digo ahora para quienes hasta hace poco obviaban a los pobres, porque desde siempre se ha visto como a los desastrados solo les llueve más—. Y luego empiezan las campañas ridículas de “la mejor cara de los colombianos”, o de la “solidaridad con los más vulnerables”, en las que en el fondo no yace más que el mismo gesto de la limosna al salir de misa, o tras haber cometido un pecado: una limpieza de consciencia, un ayudar para no quedar como miserable aunque eso es lo que se sea. ¿Los más vulnerables? Querrán decir, más bien, los vulnerados. ¡Ah, pero es que el gobierno ahora es samaritano! ¡Les devolverá el IVA a los más pobres! Ay, que tardaron solo más de medio siglo para darse cuenta de que había hambre.
Pero luego salen en televisión el gobierno y sus asesores, con cuyas camisas uno compraría el mercado de un mes, a sacar pecho como arrechos gallos, y tan largo como el polvo de esta ave les duran cifras y promesas en la cara. No son más que actores; de hecho son los protagonistas de esta tragedia donde solo el público sufre.
¿Exagero? Una exageración son los viejos de setenta años haciendo fila para reclamar setenta mil pesos, o cien mil, o doscientos mil, o incluso más, ah… miren cómo aumentan las cifras, hay que agradecer, bajar la mirada, besar si se quiere el anillo o la punta de los Ferragamo, decir gracias con indignidad. ¿Por qué? Porque toda esa plata nos la están regalando. ¿Cuándo se había visto semejante comunismo subsidiario en esta república azul y tradicional? Agradezcamos como en la antigua Roma los esclavos por no ser encadenados en la ergástula. Festejemos que Sarmiento Angulo pensó en los pobres y les tiró un pan, porque sin eso estaríamos jodidos, ¿no es verdad?
Pero pueblo hambriento, te entiendo, tienes que arrodillarte con la indignidad del mendigo, tienes que tragarte a duras penas ese orgullo que te escuece mientras recibes, tras ocho horas de fila, un bono alimentario para una semana; tienes que ser multado por hambriento, por morir con más amebas que dolientes y por no tener donde pasar la noche sin compartir cuarto con once. Te entiendo cuando agradeces, ¿a quién culpar? Ahora hablan de solidaridad, pronuncian la palabra y ¡vaya!, parece que no la comprenden, no se ven más que actos de caridad. Y como decía una gran mujer, no, no la primera mujer vicepresidenta de Colombia (ah, ¡qué récord pírrico!), sino una mujer que pensó de verdad, Mary Wollstonecraft: “es justicia y no caridad lo que necesita el mundo”.
Y yo, que nunca pensé estar de acuerdo con Iván Duque en algo, lo secundé hoy: este momento histórico es la oportunidad ideal para construir un mejor futuro. Y no me malentiendan, sé que he sido injusto al omitir a quienes han ayudado a muchos por el puro amor al prójimo, a los trabajadores de la salud e investigadores que se trasnochan para que esta pandemia aún no nos desborde, a todos aquellos que han dado lo que no les sobra y lo han compartido: ellos son la esperanza de la humanidad, ojalá no una triste excepción a esa gran mayoría vampírica que ve al otro como mero objeto, como cliente, como dinero, como mano de obra o como nada.
Pero más vale creer en el espíritu de esas altruistas excepciones que, con solidaridad —pues se comprometen a darse a sí, no sus sobras, se comprometen con el otro de lleno y sin un interés más allá— están, ellos sí, construyendo país, y no construyendo otro búnker para el Grupo Aval. Porque hay que creer, es el momento de creer en la humanidad, en la posibilidad de transformar la realidad (como involuntariamente hemos hecho con el ambiente) si nos ponemos de acuerdo. Pero no en el sentido de la caridad. Vacuo sería si tan solo nos limitamos a tratar los síntomas sin curar la enfermedad. ¿Es que acaso el problema es un virus? ¡Ni de lejos! El problema es en lo que hemos dejado que se convierta esta sociedad. Es más, sin el COVID seguiríamos igual, ¡al menos ahora sabemos cuánta hambre aquí se pasa!
Ahí está, pueblo mártir, el problema. Nos dijeron alguna vez que las leyes nos darían la libertad, pero la ley es grillete, machete, libertad para el paramilitar, para el delincuente, democracia para robar y cárcel para el que pide un pan, para el que se queja, para el que cosecha. La ley actual vendió la salud a los bolsillos de unos pocos que ahora mismo, tranquilos en sus casas de campo, comen cada noche caviar. Y la ley actual les quita presupuesto a los médicos que hoy nos pueden salvar.
Y vean lo que tuvo que pasar (como un fantasma que recorre el mundo): llegó el coronavirus y aparece la plata, se agilizan trámites, se poda la burocracia, se condona la usura de los banqueros y se perdona el atraso de cuotas, se congelan deudas, se perdona hasta la bancarrota. Ah, bendito virus que desnuda las grietas y obliga al gobierno a nombrar a los pobres, a darles al fin su merecida existencia, a, por lo menos, apaciguarles el hambre un día, a ir —qué broma falsa y triste— de puerta en puerta repartiendo mercados.
Porque el virus, en cifras, es una minucia. Hay más muertos por hambre, por accidentes de tráfico, por gripa. Hay más muertos en un día en Yemen o Siria. En Colombia hay más muertos, no por vía respiratoria, sino por vía política. Y lean con desgracia esta verdad: si el virus solo matara a los pobres el gobierno no haría nada, ¡nada! Pero como según el gobierno es asunto de todos (ah, por dentro maldecirán a los pobres por ponerlos en aprietos, por tener hambre, por llorar más que una camada de pollos), entonces sí se toman medidas; claro, la cuarentena, salida desesperada y privilegio de muchos, castigo para muchos más: casi seis millones de personas trabajan en Colombia en la informalidad —según cifras oficiales [1], es decir deben ser muchos más—.
Y uno mira las posibles salidas, el pueblo encomendado en manos de una supuesta autoridad, Holmes Trujillo, que ni siquiera se sabe peinar; Alicia Arango, que le debería enseñar; Marta Lucía, que ni para qué hablar, en su cara se refleja la sociedad: estulta, ajada, intranquila e iletrada; y el primer mandatario, por Cristo, me pregunto qué habrá hecho una sociedad para tener de presidente a un bufón; en estos tiempos de ardua tormenta, de enfurecidas mareas, uno necesita un capitán, no para que dé órdenes, sino para sentir que hay fuerzas para pelear, y miren a Duque, en serio mírenlo sin pensar… hasta dan ganas de regalarle un brújula y un libro para colorear.
De modo que, pueblo de Colombia, no esperen nada, poco de lo dicho llegará. Y si en verdad, a diferencia de mí y de tantos, no pueden quedarse en casa porque no tienen ni una libra de arroz, ni siquiera un pan, porque estos días de encierro acabaron con cualquier provisión, conviene sentarse y meditar si es más indigno morirse de hambre que de neumonía. Creo que la respuesta se deducirá.
Y tal vez tras varios meses se descubra la vacuna contra el COVID, pero contra el hambre, ¿cuántos años más hay que esperar?
[1] Leve descenso en el empleo informal en Colombia