Vaya que en época electoral las encuestas se ponen de moda. Y por supuesto que estos estudios de opinión se han granjeado muchos detractores y personas que ponen en tela de juicio su credibilidad. “¿A usted le han hecho una encuesta? A mí nunca” suele ser el argumento que esgrimen. Pero muy pocos se preguntan quiénes están detrás de las encuestas, y no me refiero a los grupos de poder que pueden manipular sus resultados, sino a aquellos que se dedican a hacerlas, es decir los encuestadores.
Hace unos meses me enrolé en una firma encuestadora. El trabajo consistía en hacer un estudio para medir la satisfacción de los clientes de una caja de compensación familiar. Pagaban 36200 pesos por día laborado, pero no reconocían el pago de seguridad social ni riesgos profesionales. El primer mes de trabajo debí viajar durante seis días a Buga. La empresa cubrió todos los viáticos y gastos de transporte. Mis compañeros de trabajo fueron una muchacha del Cauca y un señor ya de edad que estudió economía en una prestigiosa universidad oficial, pero nunca llegó a graduarse. Me sorprendió gratamente que una empresa le apostara a darle trabajo a dicho señor, considerando que en este miserable país una persona de más de 30 años ya es considerada vieja y por tanto descartable para cualquier empleo.
El siguiente mes me encargaron viajar a un centro cultural de Tuluá. Mis compañeros de trabajo resultaron ser unas personas distintas a las que me tocaron la primera vez. Uno de ellos llevaba un par de años trabajando con esa empresa. Aprovechando un momento de descanso nos contó cómo en otro viaje de trabajo había tenido un accidente en el baño de un hotel: resbaló y al estrellarse contra el piso se había fracturado una mano. Cabe aclarar que frente a esas eventualidades el encuestador poco o nada puede hacer al no estar asegurado por riesgos profesionales. Por otro lado nos contó que en un trabajo anterior –también como encuestador- había experimentado el peor susto de su vida. Estaba realizando una encuesta en una casa ubicada en el barrio El Poblado en Cali cuando fue interrumpido por un tipo que lo amedrentó con cuchillo en mano. La persona a la cual estaba encuestando reaccionó airadamente frente a la presencia del intruso y como respuesta recibió una puñalada. El encuestador para salvaguardar su vida se encerró en el baño de esa casa y no salió hasta que su jefa directa apareció en escena. Esos son los gajes del oficio: trabajar en plena calle implica exponerse no sólo a las inclemencias del clima, bien sea un sol abrasador o una lluvia pertinaz, sino también supone exponerse a todos los peligros propios de la jungla de asfalto, sobre todo en barrios peligrosos.
Otro de los compañeros era un señor también de edad. Nos relató que en el pasado había un montado un negocio que fracasó y por el cual había contraído una deuda millonaria con un banco. Ahora de ese banco lo acosaban telefónicamente para que respondiera por dicha plata y la respuesta del señor no era otra que explicarles que en el momento no tenía un trabajo estable en el que al menos ganara un mínimo. Se había metido de encuestador con la esperanza de ganar dinero para saldar esa deuda, pero lo embargaba un profundo desengaño porque a la fecha sólo lo habían llamado a trabajar unos cuantos días, tiempo insuficiente para ganarse una plata considerable.
Yo por mi parte afrontaba mi propio drama: mientras mis compañeros concluían las encuestas en tiempo récord yo me tardaba eternidades. Por supuesto que ello obedecía a que cada encuestador con el tiempo va afinando sus mañas y técnicas para imprimirle más velocidad a la realización de la encuesta. Así algunos encuestadores se tardaban tres minutos en hacer una encuesta que demoraba mínimo quince. Por supuesto que detrás de semejante celeridad, no faltará la trampa del encuestador que responde por el entrevistado.
Posteriormente decidí firmar contrato con otra firma encuestadora. A diferencia de la anterior ésta se hacía cargo del pago de la seguridad social. Mis compañeras de trabajo eran en su mayoría chicas afrodescendientes, la mayoría con hijos y deseosas de salir adelante. Una de ellas estudió economía en una importante universidad privada, pero no había podido ejercer. Todos juntos nos enfrentamos a los trajines de la calle, sobre todo en estratos altos: puertas que no abren a pesar de que uno toca con insistencia, gente que se niega a colaborar, personas que no cumplen con el perfil que exige cada estudio, todo ello bajo un sol inclemente. A eso hay que sumarle encuestas más enredadas que el intrincado laberinto del minotauro, las cuales sólo provocan tedio a quien las hace y a quien las responde.
Hacer encuestas no es un trabajo para nada fácil. Así que cada vez que vea una encuesta presidencial o de cualquier tipo en los medios de comunicación, acuérdese que detrás de ella hay varios personajes anónimos que han invertido tiempo, energía y sudor para realizarlas.