Las ciudades, en general, son espacios en constante crecimiento donde se han venido concentrando grandes masas de personas para vivir en una sorprendente mezcla de comodidades y dificultades, olvidando que dependen de la calidad de los entornos naturales y sobre todo de quienes viven en el campo.
Por estos días de crisis, por fin, algunos se han acordado de la importancia de la economía campesina, pero no con el ánimo de mejorarles en algo las condiciones de existencia de sus trabajadores sino, para especular con los precios de sus productos o para pedirles que no dejen de producir frutas y verduras a bajos precios. Es que la falta de consideración que tiene nuestra sociedad con los campesinos, es tan grande que a pesar de ser la población más afectada por el desempleo, la violencia, la miseria y la falta de servicios sociales, como salud digna o la educación de calidad, son objeto de manipulación electorera y de la burla permanente por parte de los ascensionistas faranduleros de una clase media que trabaja para los retrógrados magnates de la comunicación.
Tal vez las cosas serían distintas si a los que se dan ínfulas de ser tecnoaristócratas modernistas de sangre azul les pidiésemos que en lugar de andar viajando por el mundo, para traernos suvenires virulentos, se fueran a trabajar al campo colombiano durante una buena temporada. De esa forma aprenderían qué una libra de tomates cuesta sudor y lágrimas y que vivir de la tierra en una vereda lejana no es lo mismo que tener una finca de recreo con mayordomos, a 10 kilómetros de las capitales.
Cuando el ciudadano va al supermercado debería recordar que al campesino le toca vivir aislado, en una pequeña parcela a donde no llegan las autopistas, que debe levantarse cada día a las 5 de la mañana a luchar sin apoyos tecnológicos contra las plagas, la inclemencia del tiempo atmosférico, la mala calidad de la tierra y la codicia de los terratenientes que ponen ministros. Pero también en el campo viven miles de personas sin tierra, rehenes del Sisbén o que deben convertirse en trabajadores a destajo con una paga de $20.000 al día, sin derecho a vacaciones, bonificaciones, seguridad social, ni mucho menos caja de compensación familiar.
Mientras en la ciudad las personas, al final de la jornada laboral, pueden ir al centro comercial, tomarse un café con los amigos, ir al parque de diversiones o disponer de internet, al campesino más afortunado, si le llega la señal de televisión tiene que aguantarse la pésima programación de los canales institucionalizantes o el veneno de los industriales la manipulación mediática. Eso de trabajar la tierra por más de 8 horas para llegar a casa reventados a ver los informes de la contraloría, los discursos del subpresidente o la infinita repetidera de las ya centenarias películas de Cantinflas es una verdadera infamia. A los parapolíticos y a los delincuentes de cuello blanco que están en las cárceles, diríase que les toca una mejor vida.
Lo más triste es que por estos días algunos sesudos filósofos andan pregonando que una vez pase ésta, la primera gran crisis humana de la sacrosanta globalización, las cosas van a ser diferentes, sin decirnos quienes serán los gestores del cambio por cuanto ellos ya saben que en este país las crisis no sirven para mejorar nada pues nuestra clase dirigente ya ha demostrado que sabe cómo hacer para que todo, al final de día siga igual. Es mañosa y tiene el pellejo tan duro, que es insensible a morir.
Los campesinos ahora no necesitan de falsas alabanzas, aplausos virtuales de los tuiteros, ni limosnas asistencialistas, lo que se merecen son condiciones de vida dignas, como todos.