Como dijo el célebre escritor paisa Tomás Carrasquilla: “Educar a alguien es sacarlo de la montonera”. Esto es un hecho irrefutable así los discursos imperantes en los ambientes educativos contemporáneos parloteen todo el rato sobre lo mismo: “la inclusión”.
La inclusión, que en el fondo no es nada más que un asunto económico al que se le ha gastado metros y metros de demagogia escrita, es una de las más grandes amenazas o lastres de la verdadera educación.
Con consignas tan vacías como que “no a la discriminación” es que se imponen estas políticas públicas que están permitiendo cada vez más que la educación vaya al averno y que quienes se reciben de la educación básica y media del sector publico salgan al mundo real convertidos en unos completos incompetentes tanto a nivel laboral como académico.
Uno de los iniciadores de este desastre nacional es una figura política de la que nadie siquiera pensaría nada malo: Luis Carlos Galán Sarmiento, quien cuando fuera ministro de educación implantara en sus tiempos la denominada “promoción automática”, es decir que el estudiante solo por asistir ya tiene que ser promovido y graduado según sea el caso. Hoy Colombia está llena de bachilleres y el título de bachiller no significa nada, ni este otorga algún status como lo hacía en el pasado. La ley de la oferta y demanda en todo su esplendor, además de que el producto que se ofrece no tiene ningún atractivo.
Gracias a la lucha de algunos maestros es que todavía existe un mínimo de exigencia en las instituciones educativas pudiendo forzar al estudiantado a esforzarse y con ello desarrollar alguna competencia académica básica a la vez que se desarrolla algo del tesón que se necesitará para afrontar las diversas vicisitudes que implica el tener que vivir en un país como Colombia cuando se recibe uno como bachiller de un colegio público.
Lastimosamente se viene gestando desde diversos ambientes de la educación la idea de una promoción automática, ya no estipulada desde la ley sino a través de un discurso que es cada vez más hegemónico. Se trata de la idea del estudiante como víctima.
Ante la reprobación de un estudiante la mínima acusación que va a tener que padecer su profesor es que “su clase fue aburrida, y como el estudiante no se entretuvo en ella, por eso es que perdió”. Así pues, el docente sintiéndose acusado de aburrido, debió haber planteado los contenidos de su clase en términos de un acto de vulgar entretenimiento. Estamos pues ante una visión circense y hedonista de la educación, donde el sujeto central del proceso educativo, el estudiante, es visto como el cliente de un montón de shows de entretenimiento barato al que hay que evitarle en todo momento cualquier posibilidad de esfuerzo o sacrificio. Quítale un ser humano la capacidad de sacrificarse y vas a tener un inepto toda la vida que tampoco va a tener autoestima.
Este discurso de la inclusión no solo no le permite al individuo hacer sus propios sacrificios y autoedificarse sino que también tolera y hasta secunda todo tipo de actos contrarios a la razón y a las normas mínimas básicas de convivencia amparándose en la ley; para que quede más claro, si el retoño de cualquier persona es una auténtica pesadilla para sus compañeros o profesores, pues de malas, se lo van a tener que aguantar, insultando, vandalizando, maltratando y golpeando a todo el mundo porque si un rector se atreve a sacarlo de la institución; al otro día está en su salón de clase por orden de un juez de la república y la institución se tendrá que ver en la obligación de pedirle disculpas públicas y hasta indemnizarlo. La autoridad de la institución queda por el piso, así como la de los docentes y esto se convierte en aliciente para que otros jóvenes hagan lo mismo, pues saben que la justicia favorece al menor de edad y que pueden hacer lo que se les venga en gana pues la institución fue creada para ellos. Tal y como afirma el afamado psicólogo Jordan Peterson “Estadísticamente lo que ocurre cuando colocan a un delincuente menor de edad entre adolescentes comparativamente civilizados lo que se expande no es la estabilidad, sino la delincuencia”
Eso con respecto a lo convivencia, ahora con respecto a lo académico. El que a nada le apunta a nada le da, y a esto es a lo que le apunta hoy por hoy la educación pública, a no tener ningún perfil de estudiante sino solo a recibir y recibir jóvenes en las aulas, pues por cada estudiante es que al colegio le llega una plata. No importa que no haya la infraestructura necesaria para atenderlo, a veces ni siquiera la mínima silla. La política de inclusión de la educación pública es lo mismo que el ayudante del conductor de buseta que grita “¡Suba!, ¡que si hay puesto!”. Sin equipos, sin dotación, sobresaturan a un docente, impidiendo por completo que este pueda desarrollar alguna relación con el estudiante y para acabar de ajustar también le incluyen en el grupo a algunos estudiantes con diagnósticos especiales, que el docente se defienda como pueda. Ya no existen institutos especiales para estos estudiantes, el gobierno dice que al introducir a estos jóvenes a la educación regular ellos se superarán. Falso. Esa no es la razón. La razón es meramente económica. Hoy los gobiernos no quieren gastar un centavo en estos jóvenes.
El resultado es que prácticamente ya a todos los estudiantes hay que tratarlos como si estuvieran bajo algún diagnóstico de necesidades educativas especiales y con ello el nivel de exigencia en el sector público es realmente paupérrimo. Llegamos al punto en el que la nota definitiva de un estudiante estriba en preguntarle al mismo cual es la nota que prefiere. Muy felices los niños y los adolescentes, que nunca en la historia de la humanidad se han caracterizado por ser muy autocríticos consigo mismos, casi siempre dicen: “la máxima”, olvidándose por completo que si quieren algún día ingresar a la educación superior publica en ninguna parte del examen de admisión de ninguna universidad nacional o extranjera le volverán a preguntar sobre cuál es la nota que preferiría sacar en el examen. Esto puede ser la razón por la cual hoy muchas universidades públicas están llenas de jóvenes egresados de colegios privados y no de públicos como habría de suponerse (¿una forma de la guerra de clases?).
A nadie se le debe discriminar por su raza, por su sexo, por su condición económica, por su ideología política, o por sus prácticas religiosas, pero es un hecho que si queremos que algún día la educación pública sirva para algo realmente bueno no podemos quitarle la capacidad de discriminación de los estudiantes con respecto al rendimiento académico y a las competencias que puedan desarrollar. Discriminar significa diferenciar. Quien discrimina es quien es capaz de entender algo, pues lo diferencia de lo demás, no lo mezcla y es capaz de establecer categorías para clasificarlo, analizarlo, etc. No le demos más inclusión a la estupidez.