El valor político del ocio

El valor político del ocio

Una sociedad realmente democrática debe formar ciudadanos capaces de entender la importancia del tiempo libre y su adecuada gestión. Una perspectiva al respecto

Por: Jhon Jairo Losada Cubillos
marzo 26, 2020
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El valor político del ocio
Foto: Pixabay

Ante la situación actual a la que asistimos como humanidad, en la que enfrentamos una pandemia, que tal vez haya sido una de las más difíciles de los últimos tiempos, surgen muchos escenarios de reflexión. Sea dicho de paso que, si bien no es un tema nuevo, pues esta clase de fenómenos son de larga data, si es algo que nos invita aún a cuestionarnos frente a la catástrofe y a momentos límites.

Las medidas que han tomado los gobiernos para la disputa contra la rápida propagación del COVID-19 han ido en diversas direcciones. Algunas van desde el fortalecimiento de la infraestructura hospitalaria, el bloqueo de fronteras, hasta el cierre de los aeropuertos y el confinamiento de la población. Sin embargo, para disminuir los altos índices de crecimiento de casos de contagios, a nivel mundial se ha optado por tomar determinaciones estrictas frente al relacionamiento de las poblaciones, viéndose directamente afectado el sector económico, por supuesto. Lo más efectivo, entonces, parece ser el aislamiento consciente de las personas, evitar el contacto social y el resguardo en los hogares. Para esto se han implementado apoyos, incentivos económicos al sector empresarial, exención en pagos de impuestos básicos, subsidios al desempleo, entre otras medidas para alivianar la debacle económica

No obstante, esta situación exterioriza a nivel político, otras preocupaciones, tales como el núcleo sensible y emocional que se remueve frente a la alteración de las dinámicas sociales propias de un aislamiento prolongado y generalizado. Y ciertamente habría que decir a este respecto que los asuntos “sensibles” que comúnmente se han relegado al plano de la estética o, en su defecto, a temas culturales, difícilmente se los lee como cuestiones políticas, mucho menos cuando conciernen al descanso, al reposo, o como en este caso al confinamiento, que de entrada se entienden como problemas individuales y no colectivos que invisibilizan patologías sociales (histerias colectivas, pánicos infundados, problemas de convivencia, violencia de género, y otro tipo de situaciones que se tejen en torno a la precariedad del cuidado y atención a la salud mental de la población, solo por mencionar un ejemplo). Dicho, en otros términos, la respuesta más contundente ante esta situación parece ser un asunto que atañe a un problema de gestión sensible del tiempo libre, la “cuarentena”.

Lo primero que salta a la vista después de algunos días de aislamiento (primero preventivo, luego obligatorio) es que no sabemos disponer del uso del tiempo libre u ocio y, que incluso, más allá de esto, la lectura que se hace del uso del tiempo libre en el aislamiento y de la cuarentena es muy superficial en la medida en que en nada se le relaciona con espacios de deliberación y/o incidencia política.

Agreguemos que el tratamiento del “ocio” como una cuestión política es un tema tan antiguo como la reflexión política misma. En la Grecia clásica se conocía muy bien este asunto. El pensamiento político clásico prestó mucha atención a este dilema. En el libro VII de la Política de Aristóteles, se sostenía que “se necesita ocio para el nacimiento de la virtud y para las actividades políticas”. Una característica fundamental de las sociedades democráticas para los griegos era justamente el tiempo de ocio, que permitía formar el carácter, tender a la virtud y poder tener posibilidades de participación política y en las decisiones colectivas.

Pero vale la pena aquí formular la pregunta: ¿en qué medida es posible que el confinamiento y un escenario de cuarentena exteriorice problemas políticos que se derivan de la mala gestión del tiempo libre o del ocio?

Volvamos a Aristóteles. Para este filósofo el trabajo político por excelencia debe garantizar la vida plena, la felicidad, entendida esta como la actividad del alma conforme o dirigida por la virtud. Lo anterior (la dirección de la virtud) implica un ejercicio racional en doble vía que permite formar el hábito del obrar bien. Consiste, por un lado, en ejercitar la actividad intelectual por medio de lo que él denomina las virtudes “dianoéticas” (sabiduría, prudencia); pero, por otro lado, tiene que ver con el hecho de ajustar los deseos y las pasiones a las directrices de la razón, lo cual se logra a través de las virtudes éticas.

En ningún caso (ni para la actividad intelectual, ni para la actividad moral) el ocio significaría algo así como “tiempo improductivo” o “tiempo desperdiciado en la reproducción de vicios”. Por el contrario, en la acepción griega (skholé), se relaciona con términos como el de “paz”, “estudio” o “escuela”, en últimas como tiempo para la reflexión y la investigación, que requiere de una labor pedagógica profunda, es decir, educar al ciudadano para llevar una vida de ocio.

El punto es que los patrones de consumo, las políticas económicas y el modelo de progreso que dirige nuestras sociedades no dan lugar al ocio y mucho menos a la educación para la gestión y uso del tiempo libre. Lo cual evidencia la ausencia de políticas educativas, de políticas de salud mental afines a esta materia, la invisibilizaicón de otros escenarios de participación social como lo es el del trabajo doméstico y el cuidado del hogar, e incluso la desconexión entre la importancia del tiempo para la reflexión y los espacios de participación política.

Frente a este tópico, el fenómeno de la actual pandemia nos enseña por lo menos una cosa: una sociedad que se diga democrática como la nuestra necesita, tal vez más que en ninguna otra época, educar, formar a sus miembros como ciudadanos libres, que gestionan apropiadamente su tiempo de ocio, capaces de participar en las deliberaciones y decisiones políticas, capaces de entender la importancia y el valor político del uso adecuado del tiempo libre en tiempos de catástrofes.

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