No sabe uno —no se yo— contra quiénes es el juicio que está lanzando Juan Gossaín al describir lo que ha pasado con el periodismo en esta turbulenta campaña política en la que, más que en todas las anteriores, ha quedado herida de muerte la verdad y en la que los medios han debido enfrentar, más que en ninguna de las anteriores, la virulencia de los protagonistas y la urdimbre novedosa y venenosa de las redes sociales.
Gossaín, desde su retiro jubiloso, ha dicho relámpagos y centellas contra el periodismo en general sin poner nombres propios y ha usado para esas diatribas los principios básicos del oficio: que no debe confundirse la información con la opinión; que el reportero no debe llevar adherida una afiliación política; que eso de la objetividad es una entelequia y ese etcétera de frases de cajón escritas con letras de molde que le dan la razón a sus reflexiones indignadas.
Por tratarse de quien se trata, las palabras de Gossaín han sido tomadas como palabra de Dios por lectores/oyentes/televidentes que, por sus posiciones políticas, sienten que los medios no han hecho lo que deberían. Es decir, lectores/oyentes/televidentes o dirigentes políticos, que quisieran que la información o la opinión fuera en beneficio de sus ideas o de su candidato. Usuarios de los medios, en fin y francamente, que fustigan a los periodistas porque los periodistas no usan las palabras que ellos usarían y no dicen las cosas como ellos las dirían y no adoran a quien ellos adoran, maldita sea. Malditos sean.
En abstracto estoy de acuerdo con Juan Gossaín porque quién no: opinión libre, información sagrada; distinción férrea de esas fronteras; periodismo vigilante; neutralidad y el etcétera que incluye el ejercicio de la autocrítica y el diseño de marcos éticos que produzcan un autocontrol antes de que se lo produzcan y se lo impongan. Pero no estoy de acuerdo con él en lo concreto tal vez porque, aunque también estoy retirado de la efervescencia informativa, acudo de continuo a la radio y a la televisión, medios que Gossaín no usa, como lo dijo sin atenuantes en una de sus entrevistas avergonzadas.
Así que será muy difícil para él, que no oye ni ve, comprender lo que diré sobre lo que me ha parecido la actitud del periodismo en esta campaña política, turbia como ninguna otra, germen de un clima hostil tan dañino que se parece al que vivía Colombia antes de La Violencia, como lo advirtió Daniel Pecault en una reciente entrevista con Semana.
La radio que oigo que es casi toda por esta época en la que al minuto siguiente ya ha muerto la noticia del minuto anterior, la oigo dando saltos por el dial, ávido ahora de esa actualidad y después de un largo y nutritivo receso. Y por esa condición de oyente obstinado puedo opinar que la radio ha transmitido el cúmulo de desconciertos originados por una campaña caótica y pendenciera. Nada más ha hecho que ser fiel a su esencia de instantaneidad que le impide el establecimiento de un orden estricto, lo cual no la convierte en culpable de nada sino en víctima de la velocidad de los hechos, muchos de ellos creados por políticos agalludos con ánimo de confundir y de seguir de pescadores en el río revuelto de una opinión pública aturdida.
He oído, eso sí y a eso está obligado el periodismo, expresar dudas. Ante el desmadre de los ríos de mala leche, he oído a Darío Arizmendi, a Julio Sánchez, a Yolanda Ruíz, que son a los que prefiero, dejar preguntas en el aire, literalmente en el aire, como recurso lícito para el intento de informar. También el periodismo, los periodistas, deben exponer sus dudas alrededor de las informaciones que vienen torcidas y que muchísimas veces en esta campaña torva no han dado margen sino para el asombro. Y ante los asombros, que han abundado en esta lucha por el poder, también han asumido, más Arizmendi que el resto, posiciones: la que cualquier ciudadano mortificado asumiría al constatar, por ejemplo, que un ex presidente de la república se burla de la justicia.
Esas posiciones, obligadas por la confusión que han creado las campañas o surgidas por la arbitrariedad de algunos protagonistas, no significan un sesgo, como lo calificaría Pacho Santos revestido ahora de una dudosa autoridad para decir quién es bueno y quién es malo en el oficio. Con la vara de su criterio amellada por la política, con seguridad a Pacho Santos le parecerá idóneo ese remedo de radiodifusor que es Fernando Londoño a quien también he oído y he llegado a creer que es una caricatura de lo cómico que me resulta.
Decía que una posición no es un sesgo. Ante la turbia información y el torrente de desinformación y la inmunda guerra desatada, el periodismo ha tomado la vía de las interpretaciones que es nada más que el intento de digerir para no tragar entero. La duda, repito, como instrumento, mucho más perentorio en estos tiempos de redes sociales a chorros por donde deslizan intereses y crean tendencias muchas veces mentirosas.
Una carie que sí aparece en algunos formatos es, a mi manera de ver, esa manía democratera de abrir los micrófonos a la voz del pueblo. Hay un oyente en la línea es el preámbulo para el desatino, sobre todo en estas épocas sensibles. Opinión, una opinión, tiene todo el mundo pero alguna reflexión amerita antes de hacerla pública. Y esas líneas abiertas, que en donde más abiertas están es en el programa de Sánchez Cristo, han sido usadas en bruto con lenguaje soez o con informaciones mandadas a decir por algún titiritero.
En televisión, no veo todos los noticieros porque imposible, pero puedo hablar al menos del de Yamid Amat. El de las siete de la noche. El de la deslumbrante Claudia Palacios. Y digo que, aparte del esfuerzo que significa para sus empresarios y periodistas hacer un noticiero de categoría sin el confort de pertenecer a las ligas de la televisión privada y de programación continua, aparte de eso, qué noticiero: información abundante y bien dicha, en la que cualquier señalamiento que se le haga de tener preferencias políticas es una necedad.
A diferencia de Gossaín, veo, entonces, un periodismo más exigido ahora que en otros tiempos y que ha sabido sortear airoso los agobios de quienes han querido trasladar sus ambiciones y sus inquinas a los medios de comunicación. Y creo que los manejadores de esos medios radiales lo han hecho de manera responsable y valiente. Que no sean perfectos y asépticos, no lo han sido porque esta democracia que nos ha tocado no es perfecta ni aséptica. En Dinamarca no estamos.
Y, a diferencia de Gossaín, veo, incluso, un periodismo creativo en lo escrito. En la opinión escrita. Ante la urgencia de desenmascar la codicia y la doble intención, algunos columnistas han convertido sus espacios en unidades de investigación. Un nuevo género: columnistas investigativos que han entrado a reforzar las pesquisas que en otros tiempos desarrollaban otras áreas de los medios. Daniel Coronell y Cecilia Orozco han pasado de decir simplemente opiniones a buscar ellos mismos informaciones para sobre ellas construir sus columnas. Aplausos.
Sí, es cierto, quién va a decir que no a la necesaria autocrítica y a su imperioso aprendizaje desde la universidad. Y quién, en medio de este bullicio, no va a encontrar filones para denigrar de algunas prácticas periodísticas deleznables. Esa, la del hallazgo de esas lagunas noticiosas, es una tarea fácil que contará siempre con los siempre dispuestos críticos, muchos de los cuales suelen disparar improperios cuando la información no les conviene o cuando los cogen en sus trampas. Siempre ha sido así, desde el comienzo de este asunto: en 1785, el fundador de The Times, John Walter, se propuso hacer periodismo bajo la premisa de que periodismo es todo aquello que alguien no quiere ver publicado. Ahí les queda, por lo demás, otra frase de esas como las que Gossaín ha empleado en sus abstracciones.
Y nada más. Dirán, los malos entendedores, los pérfidos, los que juzgan por su condición, que estoy ensalzando. Pues que lo digan. O dirán los arribistas, los gregarios, que cómo se me ocurre contradecir a Gossaín. Pues ocurriéndoseme.
Créditos: http://hectorrincon.co