Hace cuarenta y tres años apareció en una finca cercana a Medellín, el cadáver de un hombre asesinado. Se trataba de Diego Echavarría Misas, empresario, filántropo, mecenas de la cultura, persona querida y respetada por la sociedad. Don Diego se distinguía por ser miembro de una de las familias más destacadas, había recibido una esmerada educación en Europa, estaba casado con una alemana con quien tuvo una hermosa hija, lamentablemente muerta a los diecinueve años. Vivía en un castillo rodeado de fuentes, árboles y cipreses en una de las laderas de El Poblado, el barrio de los privilegiados.
De no ser por la muerte de la hija, esta podría servir de inspiración para un cuento de hadas. Pero el violento final de la historia de don Diego se encargó de derrumbar la aparente seguridad de una familia que jamás volvería a ser la de antes. Lo mismo ocurriría con Medellín y con el resto del país, que poco tiempo después se verían sujetos al terror del secuestro generalizado, un vil negocio a manos del hampa con oscuras conexiones, terror no solo de los más adinerados sino de familias de pocos recursos.
Ya el país se había estremecido con la noticia de otros secuestros. El de Elisa Eder, una niña de tres años raptada en Cali y rescatada pocos días después. No ocurrió igual con su padre, Harold Eder, propietario del ingenio La Manuelita, plagiado dos décadas más tarde por Tirofijo, ni con Oliverio Lara, secuestrado en su finca Larandia y obligado a cavar su tumba antes de ser decapitado.
Se trataba de casos lamentables, aunque aislados. Pero el secuestro de don Diego pareció abrir las compuertas al más horrendo de los crímenes.Pasados cuatro años los habitantes de Medellín estaban tan acorralados por el hampa, que el en ese entonces presidente Alfonso López no dudó en tomar de incógnito un avión de Avianca, aterrizar en la ciudad sin escolta visible, llegar sin previo aviso al Club Unión y convocar a personajes del gobierno, la industria y el comercio. Venía a brindarles apoyo y a tratar de encontrar una solución al problema, además de demostrarles que la situación no era tan desesperada. Allí estaba la prueba, en su persona incólume.
Jorge Franco, un escritor más preocupado por ejercer bien su oficio que por desfilar por las pasarelas de la fama así ésta lo persiga, acaba de publicar una novela sobre el secuestro de don Diego, El mundo de afuera, ganadora del premio Alfaguara. Un libro que el lector no podrá abandonar hasta no haber llegado a la última frase de una trama perfecta, pese a conocer desde el comienzo el trágico final.
Pero la novela no se reduce a un caso particular en una ciudad de provincia. Los hechos que relata son el espejo de una realidad dolorosa para el país, algo que ha sucedido tantas veces en el pasado y que lamentablemente sigue ocurriendo. Por sus páginas desfilan jóvenes llenos de una desmedida ambición de dinero, las mujeres sin escrúpulos que los secundan, una juventud que se presiente perdida en un mundo donde los valores se van desdibujando, una historia de amor, la obsesión de un bandido por una princesa, una familia rodeada de privilegios en medio de las diferencias sociales. El libro de Jorge Franco también revela lo fácil que es plagiar a una persona, y lo mal que pueden salir las cosas. Todo ello con un acierto tal en las descripciones, con una agilidad en los diálogos y en el cambio de escenas, con un lenguaje tan ajeno a los rebuscamientos, que cada frase suena a verdad y la historia cobra vida frente al lector.
Como telón de fondo está el problema de la inequidad, magistralmente contrastada entre los refinados habitantes del castillo que viven rodeados de obras de arte, ofrecen conciertos en sus salones, hablan otros idiomasy se mueven por el mundo como si les perteneciera, y los secuestradores, jóvenes que contemplan el futuro con desaliento. Esta es una de las razones por las cuales recurren a métodos violentos para encontrar una suma fabulosa que los hará sentirse ricos durante unas semanas, tal vez salir del país en busca de mejores horizontes.
La literatura no puede pretender nada mejor que ser buena literatura, no engañar al lector, como decía hace poco otro escritor, Rafael Baena en una entrevista, no aburrirlo. Si la novela de Jorge Franco hace un llamado a un país más justo es otro de sus méritos. Sin duda atraerá millares de lectores así como el interés de los productores de cine, pues parece hecha para ser llevada a la pantalla.
A tantos méritos se suma el golpe de suerte publicitario que le ofreció sin pretenderlo la presidenta de la junta directiva del Museo El Castillo, el mismo de la novela, por no estar de acuerdo con algo de lo expuesto allí. Para un escritor en el momento de presentar su libro, es un escándalo envidiable, que hará que su éxito sea aún más arrollador. Y para el país, una muestra de incultura y de la mentalidad pacata también denunciada en la obra, y que tanto nos agobia en Medellín.