Los colombianos hemos desarrollado una especie de resignación colectiva sólo explicable desde la teoría de la Impotencia Aprendida. Mientras tanto, Colombia seguirá siendo uno de los países más desiguales del hemisferio occidental.
A muchos colombianos les está sucediendo lo mismo que a algunas mujeres maltratadas: es tal el nivel de maltrato a que son sometidas, que ya se sienten agradecidas cuando lo hacen. Sienten que eso está bien, que se lo merecen, que es un honor, que no pueden hacer nada para remediarlo y no son capaces de escapar. Los colombianos vivimos una especie de “Síndrome de la Mujer Maltratada” o si se quiere, debido a la continua exposición a vejaciones, abusos y privaciones, los colombianos hemos desarrollado una especie de resignación colectiva sólo explicable desde la teoría de la Impotencia Aprendida, formulada hace ya varias décadas por los profesores Martin Seligman y Bruce Overmier.
Nos resignamos a que está bien que la salud no sea un derecho sino un privilegio reservado a unos pocos; creemos que está bien que unas cuantas familias se hagan las dueñas de ciudades enteras; recibimos con alborozo a mentirosos reincidentes y descarados que algunos llaman políticos cuando en realidad sus conductas distan mucho de lo que de verdad es la política. Somos felices mientras asistimos a nuestra propia vejación y hasta llegamos a idolatrar a nuestros verdugos. Para decirlo mejor y no generalizar, algunos muchos –si se me permite la expresión- están condicionados a ser pobres, resignados y abusados, pero felices. Tan aprendida es su impotencia, que incluso se sienten los ricos del barrio y se enorgullecen de su condición.
Lo peor es que en el colmo del cinismo aprendido, algunos formulan rabiosos juicios de valor por lo que se supone pasa en otros países y dibujan una realidad para el nuestro que sólo existe en sus cerebros condicionados de burros amaestrados. Les indigna lo que sucede con el vecino tal vez porque se niegan a quejarse de sí mismos; reflejan en el otro lo que en realidad les molesta de sí mismos. Extrapolan su dolor. Se sienten felices siendo miserables, dicho en palabras de mi compañera de luchas, Yira Navas. La pregunta es ¿por qué?.
La fantasía de vivir en un país perfecto es ya tradicional en la sociedad colombiana, tanto que a fuerza de repetirnoslo muchos se lo terminan creyendo. Pero esa intención no es gratuita, pues les garantiza a quienes se sienten dueños del país, que no habrá quien se atreva a levantar la voz para contradecirlos. En otras palabras, nos condicionaron. La otra razón también entronizada en la idiosincrasia colombiana, es la que podríamos denominar “cultura de la fachada”, que no es otra cosa que demostrarle a los demás que soy millonario, aunque me esté muriendo de hambre.
Es hora de que los investigadores sociales nos aporten luces sobre esta extraña dicotomía colombiana, a ver si desde la academia intentamos entender qué pasa con ese grupo cada vez más grande de colombianos que, aún muriéndose de hambre, critican ferozmente la situación en Venezuela sin hacer nada por la suya propia. Mientras tanto, Colombia seguirá siendo uno de los países más desiguales del hemisferio occidental, casi al mismo nivel de Haití, pero paradójicamente también será uno de los países más felices del mundo, muy por encima de Suecia y Finlandia. Al fin y al cabo, ¡qué carajo saben en Suecia de vivir bien!