¿Por qué nos hemos vuelto tan chiquitos? Sí. Al punto de que nuestro país se nos está escapando por entre nuestras propias piernas. Y esto, porque además de la cultura de la dependencia que nos viene haciendo inútiles cada vez más, siempre, como diría mi profesor de filosofía que hoy descansa en paz, “nos la pasamos confundiendo el contenido con el continente”. Es decir, confundimos la parte con el todo.
Que están matando inocentes como nunca (canalla, intolerable y cobarde). Que en el ejército hay unas ruedas sueltas. Que igual en la policía. Que hay que acabar con los maleantes de los clanes, el del Golfo y otros, sin importar su origen o denominación. Que aún persiste la fiebre del neocolonialismo criollo, o, como lo habría manifestado Arnold Toynbee, se sigue dando una presencia “herodiana”, ya no romana (de la que infiere el concepto el analista de la historia), sino americana. Que Petro es feo. Que el nuevo “coco”, el señor Maduro, nos va a comer como lo hizo el lobo feroz con Caperucita Roja. ¿Qué Uribe es un ave fénix? Que parece que en efecto nombraron a una canciller pero que nadie sabe cómo se llama ni qué hace. Que se quiere enterrar el proceso de paz con las Farc y que los que integran el ELN, para sorpresa de todos, al parecer siguen actuando como alzados en armas como si los tiempos no fueran otros… Y que entonces qué vamos a hacer. Y así… Cada uno de esos temas desespera y confunde y por ello se deja de lado la causa real del desorden generalizado que se respira.
Mis últimas tres columnas de los jueves en Las2 Orillas están atadas a un mismo desarrollo temático al que se agrega la presente. Sus títulos: Escrito con enojo ciudadano; Ejército a los cuarteles, policía a su función; Colombia y su arma de destrucción masiva; la de hoy, pretende referirse someramente al “todo”, no a la “parte”. Al problema de fondo, no a su ramas o consecuencias, ya, por definición, funestas. Se trata de nuestros cultivos ilícitos, de nuestras diabólicas ojivas.
Al toro, cogerlo por los cuernos, sino, mata. Es lo que no se ha logrado hacer con los nefandos cultivos, incubadora mayor de todos nuestros males. A estas alturas, tonto sería tener que comprobarlo.
Iniciados lo diálogos del Caguán se me pidió desde Bogotá (me encontraba radicado en Costa Rica), que enviara unas líneas explicando la manera que en mi concepto podría darse al traste con los cultivos ilícitos. Había trascendido por vía de amigos de grata recordación que en San José venía desarrollando la tesis de la necesidad de un Plan Marshall para Colombia. Procedí a hacerlo. Ningún invento extraño ni mucho menos. Terminada la Segunda Guerra Mundial, fue menester reconstruir los países capitalistas dejados en cenizas como resultado de la horrenda conflagración. Se ejecutó entonces el famoso Plan Marshall, (recordado así por George Marshall, a la sazón Secretario de Estado de los Estados Unidos; nombre real del plan: European Recovery Program, ERP). Se buscaba fundamentalmente reconstruir el aparato económico librecambista que evitara la extensión de la economía soviética sobra las destruidas naciones. Para esto había que crear empleo, impulsar el ahorro y la inversión con nuevos capitales, rehacer los aparatos financieros, las empresas, las carreteras, lo puertos, las viviendas; crear oportunidades; revisar e incentivar subsidios. Se dio prioridad a la reactivación de los mercados. Algo urgente; imperante. Todo lo cual me ponía siempre a considerar que haciendo una comparación algo forzada me era casi obvio encontrar en el combate contra los cultivos ilícitos y el narcotráfico una Tercera Guerra Mundial. En nuestro caso, Colombia, la nación destruida. Su aparato económico invadido por el delito y la corrupción.
Sin duda lo ilícito imperaba en la nación; de las matas ilícitas y su tráfico criminal bebían todas la irregularidades humanas, formales e informales, de cuello blanco, sin cuello o de cuello negro, tanto como para que esta lacerada patria nuestra tuviéramos que reinventarla en lo económico, lo político-institucional y social. Algo que solo se lograría si recurríamos a una inyección gigantesca de dinero que jalonara al país y lo reconstruyera; lo rehiciera, a la manera que se logró que Europa naciera de nuevo para bien de la humanidad. De allí la idea de un Plan Marshall criollo, del cual nos beneficiaríamos todos, comenzando por los propios superpoderes o superpotencias económicas consumidoras. Necesario era hacer de Colombia un país que por su modernización, crecimiento económico y superación de la pobreza, lograra superar su estado de necesidad y así dejara de ser tierra fértil para el dañino cultivo, el narcotráfico, el bandidaje de cuello blanco, la corrupción y el delito en general.
¿Y el dinero? Pues la propuesta –sigue vigente-, parte de la base del análisis de los presupuestos de varias naciones. Se demostraría con ello que la inversión masiva en Colombia de aquellos superpaíses, para sacarla del torbellino del esfuerzo económico y social y múltiples horrores -muertes incluidas-, en que sus viciosos la han puesto a navegar, traería consigo tales beneficio para ellos en términos de las economías por registrarse en sus presupuestos como para que el supuesto sacrificio económico que tendrían que hacer para financiar nuestro Plan Marshall fuera el equivalente a lo que se paga por un merengue en la puerta de una escuela.
Veamos: En Estados Unidos, ¿a cuánto asciende el presupuesto federal anual destinado al control de fronteras externas para evitar la entrada de la cocaína colombiana? ¿Y a cuánto los presupuestos dirigidos a atender el problema de salud pública por consumo de droga de sus débiles y viciosos ciudadanos? ¿Y el que toca con la justicia y el sistema carcelario? ¿Y el atinente a la función de policía dirigida a la prevención y persecución del delito de comercialización y consumo de droga? Y el presupuesto anual de la famosa DEA, ¿cuál es? Y agréguese a la cifra que pudiera arrojar todo lo anterior el presupuesto anual por los mismos conceptos de cada uno de los Estados americanos por separado. ¿Se imagina el lector la cifra a la que se podría llegar?
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Pensar que todo ese dinero fue a parar al caño de las equivocaciones, por terquedad, por falta de visión; por debilidad de una clase dirigente dedicada a decir “yes sir”
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Pero no paremos ahí. Súmense -así sea deflactando año por año hacia atrás por razones cambiarias, la cuantía real a la que pudiera alcanzar hoy el cálculo que sugerimos hacer-, lo ejecutado en los últimos 22 años. La cifra no la podríamos manejar en calculadoras de aquellas al alcance del común de la gente. Qué locura: Pensar que todo ese dinero fue a parar al caño de las equivocaciones. Por terquedad; por falta de visión; por debilidad de una clase dirigente nacional dedicada a decir “yes sir”.
Ahora: así y todo, la foto que describimos hasta este momento -presupuestos y ejecución de los mismos-, está incompleta. Esto, porque hay que agregarle al gran total anterior que pudiera alcanzarse, todo lo que los demás países de primer mundo –países desarrollados, países consumidores-, presupuestaron y ejecutaron por los mismos conceptos durante el período caprichosamente indicado (22 años). Años transcurridos desde que se hizo la primera propuesta de un Plan Marshall para Colombia. Época del famoso Caguán.
Los que necesitamos son hombres y mujeres de Estado. Hombres que sepan en qué país viven y cómo nuestros victimarios –países consumidores-, nos adeudan un Plan Marshall. Hombres y mujeres que sepan pararse frente al mundo sin asustarse. Y acá dejamos por ahora. En la próxima columna, la final sobre el tema, esperamos explicarnos aún más. Colombia tiene que exigir ya mismo su plan Marshall. Y sin duda, tiene cómo hacerlo.