Vivo en Beijing, el coronavirus nos cambió la vida a todos

Vivo en Beijing, el coronavirus nos cambió la vida a todos

Andrés F. Osorio cuenta cómo la emergencia aguó la fiesta del año nuevo chino cuando 3.500 personas se mueven por el país. Cada quien está encerrado en su casa

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febrero 17, 2020
Vivo en Beijing, el coronavirus nos cambió la vida a todos

En octubre, hace apenas cuatro meses, China estaba de fiesta. Celebraba los 70 años del nacimiento de la República Popular y lo hacía por lo alto: una gran parada militar, recibía felicitaciones desde todos los países, festines de pirotecnia iluminaban las noches en las ciudades. En menos de cien años la nación del dragón se había convertido en la segunda economía más grande del mundo, sacaba pecho porque para finales de 2019 diez millones de sus ciudadanos iban a salir de la pobreza y era el tercer país capaz de llegar a la Luna y el primero en conquistar la cara oculta del satélite terrícola. Pero una noticia aterradora desde la provincia de Hubei a mediados de enero iba a echarlo todo por la borda: una nueva cepa de un poderoso coronavirus se había reportado, al parecer, en un mercado de animales. Se notificaban los primeros contagios en seres humanos.

Semanas atrás, el 30 de diciembre, el médico Li Wenliang escribía a unos colegas que a su hospital en la ciudad de Wuhan habían ingresado siete pacientes con síntomas similares al SARS, otro coronavirus descubierto en 2003 y que había matado a unas 800 personas en todo el mundo.

La alarma dada por el doctor Li no fue tomada en cuenta. Las autoridades de Wuhan lo acusaron de “difundir rumores”, un cargo que en China se penaliza con cárcel. El médico atendió a una paciente infectada con el coronavirus Covid-19 (el nombre que oficializó la Organización Mundial de la Salud, OMS, para el nuevo patógeno) y se contagió. A principios de febrero se reportó su fallecimiento.

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La muerte del doctor Li generó protestas e indignación en las redes sociales chinas. Si las autoridades hubieran atendido la alarma que difundió, en lugar de castigarlo, quizá se hubieran podido tomar medidas antes y salvar más vidas. Cuando el médico murió, el nuevo coronavirus ya había cobrado un saldo de 500 muertos y 28.000 afectados.

Era un hombre joven, de apenas 34 años, casado, con un hijo y otro en camino, según reportes de la prensa internacional. Su caso era distinto de los fallecidos hasta ese momento: mayores de 70 años con enfermedades prexistentes.

A mediados de febrero se conocían las primeras destituciones ordenadas por el Partido Comunista Chino contra los responsables del manejo de la crisis.

La segunda economía más grande del mundo, el orgulloso septuagenario de Oriente, tenía enfrente un adversario que haría olvidar cualquiera de los problemas que ya venían amenazándolo: una crisis de descontento en Hong Kong y la guerra comercial con Estados Unidos. Un virus de origen aún desconocido, que ya ha superado el número de fallecidos por el SARS, se apoderó de cada esquina, de las redes sociales, de las primeras páginas de los medios de comunicación del mundo. La fiesta que había comenzado hace cuatro meses había terminado, de repente.

La cuarentena

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El centro de la crisis está en Wuhan y yo estoy en Beijing. Sin embargo, la vida de todos los chinos, no importa cuán lejos se esté del ojo de la tormenta, se ha transformado.

Ni siquiera los que viven en el extranjero han evadido las consecuencias. Un estudiante radicado en Inglaterra tuvo que bajarse de un bus ante la mirada acusatoria de otro pasajero. “Esta semana, ser asiático me ha hecho sentir que hago parte de un grupo amenazante y enfermo. Verme como portador del virus solo por mi origen es, sin duda, racista”.

Un colega periodista me cuenta que en Cali, Colombia, rompieron los cristales de las ventanas de los restaurantes chinos.

Varios videos en protesta contra el racismo se han divulgado. El peor virus de la humanidad, el odio a otras razas, se destapó con la cepa descubierta en Wuhan.

Los chinos reclaman que estas crisis no solo se viven en su país y que el mundo ya olvidó que el H1N1, que se desató en 2009 y se originó en Estados Unidos, mató a entre 16 mil y 203 mil personas. “Nadie etiquetó esa enfermedad como el virus norteamericano, pero el nuevo coronavirus sí se conoce como la gripe china”, denunciaba un usuario de las redes sociales.

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Los seguidores de las teorías de la conspiración levantan sus perspicacias y ubican el origen del Covid-19 en un ataque biológico contra China, una cortina de humo para ocultar el juicio político contra Donald Trump en el Senado y el retiro del Reino Unido de la Unión Europea. Estas crisis siempre excitan la imaginación.

La emergencia coincidió con las vacaciones del Año Nuevo Chino, la migración más grande del mundo, que genera unos 3.500 millones de desplazamientos. Durante la fiesta las grandes ciudades se vacían porque la gente vuelve a sus pueblos para reunirse en familia.

Beijing ofrece un inusual panorama cada año por esas fechas: calles desiertas, locales cerrados, pocos carros en las avenidas.

Pero este año, el nuevo coronavirus dio a la ciudad un aire fantasmal. Los pocos transeúntes iban con máscaras, caminaban muy de prisa y aquellos que no se cubrían la boca eran vistos por los demás con pánico.

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Los templos, las plazoletas y los parques ofrecen anualmente bailes y representaciones típicas de la cultura de las provincias chinas. Este año se canceló cualquier evento público, cualquier aglomeración de personas fue vetada. Un silencio particular se apoderó de los parques.

El gobierno chino decidió postergar la celebración del Año Nuevo para evitar el retorno de los viajeros a las grandes ciudades y la consecuente dispersión del contagio. Pero la gente ya está empezando a volver, se nota en que los automóviles vuelven a estacionarse en interminables filas en los andenes – en Beijing hay más carros que parqueaderos -. Sin embargo la gente seguía sin aparecer en la calle. Acataron la orden del gobierno: abstenerse en lo posible de salir de casa, teletrabajar.

Los chinos son disciplinados. Un régimen policivo enseña a la gente a cumplir sin protestar. Esta crisis ha servido para constatarlo. El año pasado hice algunos viajes en avión en el interior de China. Siempre había retrasos y durante horas los pasajeros debíamos esperar en el avión, sentados, a que el aparato tomara la pista. Podían ser una o dos horas de quietud, en absoluto silencio. Se lo hice ver a una amiga china y me dijo: “Sabemos que protestar no conduce a nada”. Una colega española lo explicó de una manera diferente: “Los asiáticos saben esperar”.

Y el Covid-19 ha puesta su paciencia a prueba. En ciudades como Wuhan y las otras que están en cuarentena (con una población que suma unas 50 millones de personas, o sea como si fuera toda Colombia) las restricciones son más severas. Los dormitorios estudiantiles están cerrados, nadie puede entrar, y solo salen algunos encargados de comprar víveres y elementos de aseo personal. Si un conjunto residencial tiene cuatro accesos, cierran todos menos uno; el portero toma la temperatura de quien entra y sale, le pregunta los datos personales y los consigna en una minuta. En centros comerciales (que permanecen vacíos), bancos, supermercados y restaurantes de toda China se toma la temperatura de los clientes. Médicos y voluntarios hacen encuestas puerta a puerta.

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Cuentan que Wuhan, gracias al desarrollado sistema de apps que existe en el país, la gente no tiene por qué salir a la calle. Todo se pide a través del celular y se paga en el dispositivo mismo. Entonces los únicos que entran a los edificios son los repartidores de comida, que dejan los paquetes en la puerta y salen como alma que lleva el diablo.

En Wuhan hay 14 colombianos, que expresaron su deseo de ser evacuados como los brasileños, italianos, británicos y estadounidenses. No fue posible. Existía la opción de salir por tierra, pero las autoridades no lo permiten. La otra alternativa era volar, pero no hubo avión. Entonces el malestar fue generalizado: “¿Cómo es que el gobierno le pone avión a Guaidó y no a sus compatriotas?”

En contraste me llega la noticia de que unos cubanos varados en la misma ciudad tenían la oportunidad de salir por aire. Pensaron que los llevarían a Beijing o Shanghai. Cuando se enteraron que el viaje era de regreso a Cuba, prefirieron quedarse.

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Ha sido una temporada para exigir la imaginación y la resistencia al ocio. Por fin hubo tardes y noches para ver las series que quedaron pendientes, desempolvar los juegos de mesa, leer, estudiar cursos por internet, descubrir recetas arriesgadas. Se dice que los niños chinos temen a la cantidad de tareas que ponen para esta temporada, pero el nuevo coronavirus puso a sus madres a hacer los deberes por ellos, con el único propósito de matar el tiempo.

Un meme auguraba que al final de la crisis descubriremos que pertenecimos a tres grupos distintos de personas: los que subieron de peso, los que enloquecieron y los que encargaron muchachito.

En mi caso, el no saber chino me ha llevado a serias autorecriminaciones. A veces me encuentro con letreros nuevos en las calles y me pregunto qué dirán. Por un momento supongo que advierten algo como “esta área está contaminada. Evacúe”. O un aviso escrito a mano aparece en el restaurante donde como y especulo que lo han cerrado por culpa de la enfermedad. Afortunadamente, siempre hay un amigo chino al que llamar y pedirle el favor de que traduzca. De momento la alarma solo ha sido producto de mi imaginación.

La chica con la que salgo, una mujer de Nanjing, regresó a Beijing, hizo un par de días de cuarentena y me escribió preguntándome si quería verla. Le dije que sí. Pero un par de minutos después corrigió: “No creo que sea buena idea vernos en estos momentos tan difíciles”. No son tiempos propicios para el amor, supongo. Al momento de escribir esta línea se reportan unos 60 mil casos confirmados y 1.368 muertos.

Un amigo me hizo caer en cuenta que “siempre duele el sitio donde uno es huésped, quizás más que la propia patria”. Tiene razón. En China se vive bien. Antes de la crisis se sentía optimismo en las calles. La felicidad era posible. Entonces uno lo único que espera es no contagiarse y que la fiesta se reanude.

*Fotos: A. F. Osorio

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