En esta carta dirigida a su primo Juan Manuel López Caballero, Clara, la candidata y presidenta del Polo Democrático que logró cerca de 2 millones de votos explica sus convicciones, su incomodidad con unos privilegios económicos y sociales de cuna que la llevaron a afirmar “sigo convencida de que esa revolución pendiente de redención de los pobres y de inclusión social, no solamente puede sino que debe hacerse con la ley en la mano desde el gobierno”. Esta es su confesión:
Querido Juan Manuel:
Hace unas semanas cuando me encontraba en Bogotá de visita, conversando como “oveja negra de la familia”, me preguntaste si yo era comunista. ¿Qué significa ser comunista en nuestro medio? Por nuestro medio me refiero al sector social en que nacimos y crecimos. La cabrera real y la fabulada de los elegidos de entonces y de ahora. Ese mundo feliz de casas grandes, cabalgatas en las haciendas, buenos modales, conversación educación esmerada, en lo posible en el exterior, preferiblemente en los Estados Unidos y definitivamente en inglés. Esa consciente esfera de poder económico y político predestinada a gobernar “una Nación –al decir de Bushnell‒ a pesar de sí misma”.
Yo no contestaré si soy o no comunista. Ese no es el problema pues claramente no lo soy ni lo he sido. Me preguntaré, en vez, ¿por qué me consideran comunista? Para comprender qué entienden mis congéneres por comunista, tengo que realizar un viaje hacia el interior de mi misma y medir mis convicciones, mi accionar y mis ilusiones, contra los principios y valores que nos fueron inculcados en nuestra cuna común. No hay más confesión que la propia conducta.
Sin falsa modestia, creo que he recibido la mejor educación posible. En casa aprendí desde siempre a tomar mis propias decisiones y a vivir a responder por ellas. Allí no se usaban las prohibiciones, si no las discusiones. Papá enseñaba valores con el ejemplo, ilustraba con historias y nos dedicaba mucho, pero mucho tiempo, con paciencia y ternura. Mamá era toda templanza, libertad y temeridad y compromiso, silenciosamente atenta a las necesidades y querencia de los demás. De ellos no aprendí a obedecer sino a cuestionar.
Mi educación anglosajona, primero en Bogotá y después en Estados Unidos, me imprimió una sana dosis de igualitarismo, ausente en mi formación temprana. Ese respeto de los norteamericanos por el propio esfuerzo y por la cooperación de los demás que tanto cautivó a Alexis de Tocqueville, y en el cual se finca la idea democrática. Los internados, aún los más benévolos como el que me correspondió, también enseñan disciplina y capacidad para aguantar la soledad con buena cara.
Viví a fondo la rebelión juvenil de los sesenta en su vertiente política. Participé activamente en el movimiento contra la guerra de Vietnam. Pertenecí a la organización de la huelga que cerró a Harvard durante la primavera de 1969. En nuestro pliego figuraba, al lado de la expulsión del programa de entrenamiento militar de la universidad, la desinversión del inmenso patrimonio de empresas del régimen del apartheid en Suráfrica, la libertad de Nelson Mandela y la igualdad de salarios entre mujeres y hombres, blancos y negros en las cocinas y comedores estudiantiles. Ganamos los primeros dos, el tercero finalmente llegó, y el cuarto, esa utopía de acceso a igual libertad y dignidad, todavía espera no en las cocinas de Harvard sino en las nuestras, en nuestra Colombia, en nuestra patria grande americana.
En esos años me marcó con singular fuerza un viaje de reconocimiento político que realicé con mi hermano Eduardo y dos queridos amigos salvadoreños por la mayor parte de América latina. Presenciamos el inicio de una oleada de cambio de las estructuras de poder en nuestro continente con Salvador Allende en Chile, Velasco Alvarado en Perú y la calma chicha que vivía Argentina bajo el carrusel de generales, los montoneros y el espectro del cuerpo de Evita Perón. Nos entrevistamos con los Presidentes, los directores de los diarios influyentes, los empresarios e, incluso, con el coronel encargado de transformar en cooperativa el complejo azucarero de la Grace en Trujillo, dentro de una fugaz reforma agraria peruana. A lo largo del viaje me fui sumiendo en un estado de incomodidad que nunca me ha abandonado del todo. Lo que causaba escozor a mis compañeros de viaje me llenaba de esperanza y entendí que se abría una grieta entre mis afectos y mi conciencia. Yo percibía en el diluvio la resurrección.
Con el día de mi graduación, con una tesis laureada en economía, llegó el momento que había anunciado en mi solicitud de admisión a la universidad, de ponerme al servicio del cambio en mi país para devolverle en trabajo y consagración los privilegios con que me había premiado la fortuna. Y también el de volver a casa, a sanar ese vacío tremendo que nunca confesé a mi padre cuando, por insistencia mía, me había marchado a estudiar ocho años antes. Compartíamos una especial complicidad desde siempre. Cuando yo no iba al colegio él no iba a la oficina, y viceversa. Durante esos dos meses volvimos a las viejas rutinas. Jugábamos ajedrez, paseábamos a Caupolicán, el hijo del perro Gran Pirineo, que me había regalado Chepe Valenzuela de niña, y conversábamos de la revolución en marcha, de la violencia, del Frente Nacional del MRL, de las sociedades democráticas, de las guerrillas del Llano….
A papá le habían ido con el cuento de que yo era comunista y me cuentan que contestó: “No, ella no es comunista. Está comunista”. El inquisidor pudo pensar que se refería al cuento simplón según el cual quien no es comunista a los veinte años no tiene corazón, y quien continúa siéndolo después de los treinta no tiene cabeza. No sé por qué el deseo de cambio tiene que tratarse como una enfermedad pasajera. Papá no pensaba así. Su discurso como gran maestro en la gran logia de Colombia, cuando Allende visitó Colombia ya siendo presidente, me inclina a pensar que buscaba protegerme y no que previera una previsible claudicación por parte mía.
A mí siempre me trasmitió la seguridad de que las cosas grandes se hacen con compromisos grandes, persistentes, renovados, y con la creencia de que si bien el camino estaría marcado por censuras y profundos sinsabores, el cambio es posible y necesario. Esa convicción era y es parte de ser señalado como comunista en nuestro medio, y viene acompañada de tener que ver ensancharse cada vez más la grieta ya abierta entre los afectos y las convicciones, no por los dictados de la conciencia, sino por el retiro de los afectos.
Como López Pumarejo, nunca he reconocido enemigos en la izquierda. Como mi padre, lamentablemente sin su éxito, he pretendido hacer de la tolerancia un modo de vida. En resumen, de los sectores recalcitrantes de una clase gobernante más, o dirigente incapaz de redimir a su pueblo, me colocan en la otra orilla, víctima del anticomunismo. Para unos soy una “Juan sin tierra”, como me apodó a mucho honor un editorial de El Tiempo; burguesa, oligarca para los otros. No de fiar para muchos de parte y parte, pues mi lealtad es con estas profundas convicciones, no con las artificiales reparticiones partidistas.
El anillo nunca se cerró. Papá murió intempestivamente y el tuyo se hizo cargo de completar mi formación. Heredé, sin mérito propio alguno, al mejor tutor posible para conocer a fondo mi país desde las exigencias de trabajo práctico, tan distante pero tan complementario, de las teorías de las aulas y de libros. A su lado, primero en la campaña y después en la Presidencia de la República, hice mi doctorado en Colombia, y en el delicado arte de tomar decisiones y asumir responsabilidades, ya no sobre la propia esfera, sino sobre la de los demás.
En el bus que nos transportaba y en las tertulias improvisadas por entusiastas dirigentes locales, desde Chaparral hasta Tame y de Silvia, en el Cauca, a Nazareth, en la Sierra Nevada, escuché las historias, las angustias, los sueños y las canciones de la gente y regiones más disímiles que componen nuestra geografía y cultura nacional. En las plazas me sentí abrumada por la esperanza de la gente humilde, transmutada en fe ciega por la capacidad de un hombre para completar la obra de su padre, La Revolución en Marcha inconclusa que seguía viva en el imaginario popular.
Aún hoy, un cuarto de siglo después, sigo convencida de que esa revolución pendiente de redención de los pobres y de inclusión social, no solamente puede sino que debe hacerse con la ley en la mano desde el gobierno. Es esa la razón de mi militancia política. Es tal vez, la razón por la que se me considera comunista. Como vez, no me hice de izquierda por mi unión con Carlos Romero. Simplemente reconocí en él los valores que siempre me han inspirado y por eso pude unir mi vida a la suya.