La modernidad, como categoría civilizatoria, a partir del siglo XVIII, entró en crisis y los andamiajes de la razón y la democracia liberal, que la sostenían, quedaron reducidas a puntilleos intrascendentes.
Al llegar los tiempos del posmodernismo surge la movilidad en casi casi todo: pensar con paradigma cansados, reflexionar con medioevales certidumbres religiosas y caos científico, académico y político.
La biología, la medicina, la psicología, la música, la literatura, la poesía y la física penetraron en una era abatida por el desconcierto. Se esfuma la modernidad y con el tiempo se escuchan las flautas de una nueva época, sin promisorias utopías.
Y, sin embargo, la modernidad no se ha ido definitivamente, quedan trozos y fragmentos del pasado flotando en el lenguaje y los espacios subjetivos e intangibles de la humanidad.
Es, en esa onda, que observamos la centralidad de la razón y el “contrato social russoniano”, resistiendo a evaporarse.
Al ausentarse la modernidad, en teoría, abandona la historia, aunque que se rehaga a cada instante, como ocurre con los reptiles, que mudan de piel periódicamente. El soporte del “contrato social”, que en los espacios jurídicos y políticos funcionó como regulador de la sociedad, perdió su originalidad fundante.
La historia corrió la cortina y nos reveló que la modernidad quedó hecha remiendos. . El soporte del “contrato social”, que en los espacios jurídicos funcionó como regulador de la sociedad, perdió su originalidad fundante.
El posmodernismo, la globalización y el mercado cercaron la democracia, le colocaron código de barras, el universo devino en mercancía y el ejercicio de la política, camuflada en el servicio público clientelar, ejerció el poder a partir del siglo XX.
La cadena de “representaciones”, que interpretaba la época, con el aval admirable del sufragio, quedó vaciada de contenido y extinguida en el teatro de las simulaciones.
En su territorio quedó la partidocracia maltrecha y el movimiento obrero, fuerza protagónica laboral fulgurante y progresista en la Inglaterra del Siglo XVIII, perdió su brillante capacidad transformadora.
La modernidad llegó a su fin, como episteme, como lógica civilizatoria, como sueño. Sus cantos fúnebres se escuchan en el mundo de los símbolos éticos, estéticos, categorías sociales y los entramados de la cultura, su aliada incondicional.
El debate en torno a la crisis traspasó los umbrales de la ciudadanía, los partidos, la economía, las ideas religiosas, el arte, la cultura, el espacio público ciudadano, el Estado, la sociedad civil, la participación y los actores políticos. Salvo en la literatura, Silva, Martí, Rómulo Gallegos, Valencia y Darío, entre otros, nos dejaron memorables páginas.
Se derrumba el discurso político moderno y los estados subsisten porque el modo de producción económica les garantiza la hegemonía vigente.
Los gobernantes hablan “del nosotros” y sus afirmaciones nos recuerdan una frase que le escuchamos a nuestro profesor Estanislao Zuleta: “Cuál nosotros”, lo que está claro es que hoy no existe un aglutinante que asegure la convivencia, el amor, la equidad y la concordia, Al desnudo están los mitos del “contrato social” y sus quimeras”. Y, en efecto, la pretensión de sentir “El nosotros” es apenas una construcción gramatical carente de identidad y semejanza.
Los dispositivos de la democracia liberal, aliados de la modernidad y el modernismo, han huido como perseguidos por pestes socioeconómicas en los últimos siglos, y, los individuos y las sociedades, implicados simultáneamente, no han podido separarse en su traumática fuga, creen que avanzan separadamente y sus caminos tienen la misma equivalencia.
Enorme sarcasmo: ¿posmodernismo?, la humanidad marcha de brazo con el mercado desde finales del siglo XX y, desconoce, que la democracia representativa soporta una enfermedad terminal progresiva administrada con sedantes. En esas condiciones, lastimosas, asiste a la fiesta universal depredadora convocada por el poder financiero transnacional que festeja, enajenadamente, la desaparición acelerada de la especie humana.