Paris, mayo de 2014
Desde los tiempos sin memoria nos atraviesa el recuerdo de una guerra insoportable que, aunque miserable, expolia las confianzas y las esperanzas, elabora tejidos endebles, genera recuerdos traumatizantes y produce olvidos destructivos. Costosa maquinaria de muertos sin victorias, de pobreza sin riqueza y de diásporas sin retorno. Matanza intestina en la que el ciclo víctima-victimario se repite continuamente. Lento desgarramiento en el que todos somos víctimas – aunque, sin duda, algunas más “reconocidas” que otras.
Altar de sacrificios: el dios de los combates reclama no pocas almas para saciar su gula. Brazaletes, partidos, gobiernos: al final no son sino desechos que ruedan por los costados del matadero. Sólo un girón de carne resta para la viuda, la madre, el hijo, como testimonio del ofrecimiento. Paradójica sinfonía del silencio: donde impera el silbido del sable, el grito del fusil, el fuego a discreción, las disidencias parecen ruidos disimulados por una ejecución que condena cualquier falta a sus armonías. La guerra convierte a la paz en su enemigo más feroz. Distribuidor de injusticias: porque si algo canaliza la guerra es la repartición de las carencias y la acumulación de los deleites. Guerra miserable que sólo engrandece a unos pocos.
Sin embargo, ese coro plomizo, al parecer, empieza a extinguirse. No porque una de las partes vertió su última gota de sangre sino porque el diálogo hoy ocupa posiciones en otrora tierra de nadie y avanza firme hacia el acuerdo. Aunque La Habana es el escenario de la palabra, el alba se asoma bajo el cielo que cubre al país de las aves y las sonrisas. Un sol hace rato imaginado bien parece mostrarse por el horizonte: el silencio de los fusiles.
No obstante, en las puertas del infierno se calcinan las almas. Este es el momento de la esperanza pero también el de mayor peligro. Los horizontes engañan porque relajan la marcha y, por ello, frente al imperio de las bayonetas se hace urgente apretar el ritmo. Etapa de equilibrios: de un lado, la cruel monotonía de los combates. Del otro, la batalla de las palabras sin matanzas. Y en el medio: un “otro país” que puede ser el protagonista definitivo. El acto final de esta vieja pieza: no son nombres o próceres o prohombres; no son figuras o héroes o mártires; son individuos, son colectividades, son esas multitudes anónimas - que cargan de cifras la contabilidad de la confrontación - las que le impondrán colectivamente el final a su propia guerra.
Teatro de lo complejo: no se trata sólo de un papel marcado, de un rostro señalado, de una “intensión” perfeccionada en cierto documento. No se reduce a semejante puerilidad. Porque los grandes momentos de constitución de lo colectivo, en este nuestro presente, no empezaron sino que terminaron, entre otros finales provisorios, en el voto universal. Ahora bien, doble complejidad: lo “colectivo” parece haber perecido bajo el reino del “emprendedor” individual: si cada uno es en sí mismo una empresa que gestiona su futuro, el “nosotros” sólo tiene sentido frente a los enemigos externos del “nuevo orden” de la seguridad (a veces llamada “democrática”).
Empero, miles de identidades que florecen cada día parecen contestar ese individualismo “seguritario”: lo colectivo, aunque fragmentado, siempre se reinventa. Y en un país agotado por la guerra, lo colectivo toma forma en la voluntad de paz pero también contra las dominaciones, las injusticias, la vigilancia y la destrucción del ambiente. Sólo falta marchar al espacio público y realizar esa voluntad, llenarla de contenidos, de reivindicaciones y de exigencias. Tal vez, sólo falta ir y dar el primer paso por constituir y reconstituir muchas veces ese espacio público, que no es sólo una arquitectura o una geografía.