A mediados del siglo XX fueron emergiendo en Latinoamérica y el Caribe una clase de gobernantes cuyo proyecto político descansaba en las mazmorras de su ego pseudo intelectual. Mientras el mundo entero trataba de esquivar una eminente tercera guerra mundial, los pueblos de esta parte del globo nos consumíamos en gobiernos absolutistas, con figuras políticas encarnizadas en el realismo mágico y sus vertientes más inciertas. Un ejemplo claro de la clase de gobernantes que por esos días dirigían los destinos de los dominicanos es Rafael Leónidas Trujillo, un dictador belicoso, quien, a través de la fuerza pretendió normalizar los vejámenes a la libertad, en un mundo por esos días ávido de democracia. Sus peripecias fueron fuente de inspiración para que, el hoy nobel de literatura, Mario Vargas Llosa, iniciando este siglo, publicara su obra titulada La Fiesta del Chivo.
En esta pieza literaria, Vargas Llosa nos relata la angustiante vida del dictador dominicano, rodeada de conspiraciones, engaños y cómo esta realidad llegó incluso a saturar la cordura y el juicio de Trujillo, quien, a medida de los sucesos, se muestra más perturbado y en una clara atmósfera de desolación escondida en la máscara del ego y el radicalismo obtuso. En resumidas cuentas, lo que Vargas Llosa nos quiere transmitir es que el poder en manos equivocadas no significa otra cosa que el ocaso de los pueblos; elegir a quien no está facultado para dirigir, es ponernos a nosotros mismos una talanquera al desarrollo y así mismo, condenarnos al sufrimiento que solo el estancamiento sabe proporcionar.
Casi 20 años después de aquella publicación, nuestro país vive condiciones muy similares a las acaecidas en la República Dominicana de mitad del siglo XX, y es que, en materia de política estatal, el actual gobierno se ha mostrado vacilante a la hora de hacer frente a las demandas sociales, errático a la hora de dirigir, pero pomposo y firme a la hora de ponerse medallas y de crear verdadera espuma mediática para esconder los dramas sociales y económicos que desgarran a este pueblo. Pareciese que, al igual que el Chivo dominicano, el Duque colombiano estuviera en una fiesta que lo nubla y no le permite ver el país que en el papel dice gobernar.
Dicha incapacidad, si se quiere escoger un calificativo, es una faceta que se le muestra a los opositores o que quizá, me atrevería a decir, los opositores han construido, porque lo cierto es que, mientras avanzan los años, el gobierno no ha parado de llevar a cabo su proyecto político, mismo que favorece a los grandes acaudalados de este país y que deja en el letargo y en el abismo del rezago a la gran mayoría de colombianos y colombianas. En síntesis, en esta fiesta se nos muestra a un personaje que encarna a Maccus, el del antiguo teatro romano; hace cabecitas, toca guitarra, canta y juega a ser presidente cometiendo ridículos como el caso de la extradición de Aida Merlano o mostrándose ante el mundo como un embajador de la democracia en Venezuela y aquí diciendo que la muerte de Dylan Cruz fue un accidente. Sin embargo, a mi modo de ver, en el fondo y lejos de esta imagen risible del mandatario, se esconde un personaje que no le ha puesto pausa a su verdadero proyecto político, sabe que, a pesar de los escándalos y de que su desaprobación no tiene precedentes, a su barco los vientos le favorecen, pues sus proyectos de ley, el presupuesto nacional, la política fiscal entre otros aspectos, han pasado sin mayor resistencia por el congreso y hoy las bancadas políticas con mayor peso en Colombia, se han acercado a cambio de participación. Duque tiene claro que no gobierna, el sólo obedece a los intereses de quienes manejan el poder económico en Colombia, por lo tanto, para el resto, él solo es lo que es, un presidente que anda de fiesta, a él le basta con que lo llamen presidente y que una calle de honor de sables y fusiles oxidados acompañen su marcha por la alfombra roja de Palacio, pues mientras él siga ahí, va ganando la partida.