Es justo comenzar por reconocer que hay muchos funcionarios excelentes, en distintos niveles, que se esmeran y dan lo mejor de sí a la Colombia para la cual trabajan. Pero también es justo y necesario señalar que en el medio se atrincheran, entre escritorios y ventanillas, otros, los burócratas, que no paran de borrar con sus codos lo que sus colegas hacen con las manos limpias.
Casi que pudiéramos apuntarle a clasificar a los empleados del Estado entre dos grandes y primeras categorías: los funcionarios, que funcionan, y los burócratas, que entorpecen y fastidian.
Y esta aproximación se me ocurre con inusitada frecuencia, casi que con la frecuencia con que salgo a transitar las calles de Bogotá, es decir, casi todos los días.
Quienes hemos recorrido los caminos destapados de nuestros campos, por años, hemos aprendido a valorar con aprecio especial el pavimento de las carreteras principales y de las calles de nuestras ciudades. Y no es para menos. El pavimento nos ofrece, principalmente, dos grandes servicios: velocidad y protección al sistema mecánico de nuestros vehículos.
Luego sería de suponer que los responsables de la movilidad de nuestras ciudades, antes que el interés de contratar, debieran tener presentes las razones de ser de lo que hacen, en este caso, de mantener las vías en las mejores condiciones posibles, a fin de garantizar la mayor rapidez de los desplazamientos y el menor deterioro del parque automotor.
Pero no, en el caso de Bogotá, a los burócratas de la movilidad les ha dado por entrar en la estúpida contradicción de contratar pavimentos para después atosigarlos con cuanta vaina existe para disminuir la velocidad y obstaculizar el suave rodamiento que debiera proteger las suspensiones de los carros. Es decir, para sacrificar, acto seguido, la razón de ser de los costosos contratos de pavimentación.
Les ha dado por invadir las calles con miles de unos taches horrorosos que nos hacen sentir como si tuviéramos el mal de Parkinson y con policías acostados de plástico o de cemento, que parecen desparramados como cambuches, uno tras de otro, como si los repartieran por batallones, cuadra a cuadra.
Y no contentos con esto, ahora les dio a los burócratas por infestar las avenidas con unas cámaras sabuesas que han plantado con desparpajo de atracadores curtidos, para meterles la mano a los bolsillos fatigados de los ciudadanos que se pasan de 50 kilómetros por hora, en los extrañísimos momentos en que se puede andar por fuera de los trancones inmarcesibles de Bogotá.
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¿Será que los burócratas no se han enterado que el problema de la movilidad en Bogotá no es el exceso de velocidad sino el trancón permanente?
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¿Será que los burócratas no se han enterado aún de que el problema de la movilidad en Bogotá no es el exceso de velocidad sino el trancón permanente que nos paraliza a todos en cada esquina?
Claro, en aras a la sinceridad de este escrito, debo reconocer que mi especialidad no es la movilidad, que mi aproximación al tema se limita a mi experiencia como usuario, y que es posible que los burócratas estén dotados de unos diagnósticos llenos de ciencias y técnicas que echen por el suelo mis pensamientos.
Pero, aún si así resultare, si la solución de la movilidad pasa por reducir la velocidad y atacar los rodamientos y las amortiguaciones de los vehículos, me atrevo a sugerirles una alternativa profana, que puede parecer muy criolla al principio, pero que puede gozar de alguna lógica.
¿Por qué, en vez de gastarnos esas toneladas de plata en pavimentaciones y después en taches y policías acostados y en cámaras asaltantes, no dejamos que crezcan y se multipliquen los huecos, hasta que se vuelvan troneras y cráteres?
La verdad, por ese camino llegaríamos a lo mismo que los burócratas parecen pretender, pero sin gastar un solo peso: que andemos a máximo 5 kilómetros por hora y que llevemos con más frecuencia los carros al taller.
En ese orden de ideas, un hueco más, un hueco menos, no nos molestaría, y con esta estrategia, de alguna manera gratuita, por lo menos no ahondaríamos el hueco fiscal que tanto nos duele.