El tema que por estos días llena las noticias y las redes sociales es por supuesto el ajuste realizado al salario mínimo, punto de eterna discusión al final de año y que siempre causa malestar. Y no es para menos, ya que quienes lo devengan (y no digamos los que anhelan siquiera devengarlo) saben que es insuficiente para garantizar unas condiciones de vida medianamente agradables, aun cuando los taumaturgos de la estadística digan lo contrario.
Además, por el lado de los empresarios, el panorama tampoco es agradable dado que el aumento del seis por ciento representa en sus cuentas de nómina un incremento inmediato de alrededor del 30% (basta con revisar un libro de pagos para constatarlo) y es allí donde los magos de la contabilidad deben echar mano de toda su sagacidad para evitar las podas —despidos— de mano obra.
Y por el lado del gobierno la cuestión no es menos complicada, a él le toca intentar congraciarse con aquellos que mueven el aparato productivo y aportan el grueso de los recursos vía impuestos, y los demás ciudadanos a los que por lo menos en teoría debe representar y servir. Lo anterior ocurre mientras la inmensa mayoría de las personas no entiende de qué va la situación, dado que las respuestas, cuando se dan, son prácticamente ininteligibles.
Sabiendo esto voy a intentar explicarlo en la forma más sencilla que me sea posible.
El salario mínimo
En Colombia el sistema vigente es el pago por jornada y se causa de manera mensual o quincenal. Esto significa que una persona debe trabajar ocho horas diarias en un mismo sitio para poder hacerse con dicha cantidad (no voy a entrar a señalar las horas que no se pagan por concepto de “colaboración”). Para este año el empleado promedio devengará alrededor de 980.657 pesos, pero en cuentas del empleador ese mismo empleado representará un valor de 1.479.684. Hasta aquí creo que no hay problema. La verdadera dificultad aparece cuando un empleado promedio debe dividir su dinero y pagar sus cuentas, las cuales generalmente exceden su capacidad, ¡pues a qué cabeza se le puede ocurrir que un arriendo cuesta 250.000 pesos y que el vestido cuesta 10.000! Pero el papel aguanta todo y como decía un profesor: “no importa cómo cuadre el balance pero cuadrelo”. La verdad es que el empleado promedio siempre tendrá que hacer malabares para cubrir sus necesidades, lo que aun sin quererlo irá debilitando poco a poco sus fuerzas. En cuanto al empleador promedio, no digamos el propietario de grandes empresas, también tiene sus propias luchas que afrontar, ya que los aumentos en los impuestos —que muy rara vez se rebajan aunque no falta el demagogo que afirme lo contrario— disminuyen su renta y merman su intención de poner en riesgo su patrimonio. Parafraseando al viejo Smith: “es el afán de lucro y las posibilidades de obtenerlo lo que hace progresar”.
Todo lo anterior hace que se perpetúe el círculo del estancamiento, pues los empresarios intentando afanosamente no perder dinero apuestan por un aumento en los precios, así la teoría económica que tanto amo insista en lo contrario, generando inflación; perdiendo competitividad frente a productores extranjeros con mayor músculo financiero y tecnología; causando así, la pérdida del poder adquisitivo de aquellos a quienes debe remunerar. Pero aún no hemos llegado al verdadero problema; costo del Estado o más bien de la corrupción del Estado. Gracias a ella se ocasionan algunos de los shocks que he mencionado líneas arriba (perdonen los economistas que me leen si no he hablado del sector externo, o el financiero, quizá lo haga en otro comentario) y es que la corrupción es costosísima, se cubre escándalos pero se paga con impuestos, los mismos que recaen sobre empleadores y empleados; que indirectamente causan o estimulan la informalidad, pues no se destinan a lo que deberían —hay sobradas evidencias de ello— perpetuando el ciclo, generando descontento y derivando en violencia cuando la situación se torna insoportable.
En síntesis, el salario mínimo no es máximo de nuestros problemas pero sí uno de sus reflejos.