En una de las tantas calles de piedra y tierra que se esconden en las montañas, el ruido de una balón de caucho y zapatos pequeños deslizándose por el suelo inundan el espacio y el tiempo. Los niños corren por Los Alpes, no se trata en esta ocasión de la cadena montañosa de Europa Central, se trata de las faldas capitalinas, Los Alpes de ciudad Bolívar, otro rincón olvidado de la ciudad que lucha contra la pobreza con risas infantiles.
Paula es la tía de Duván Santiago, ninguno de los dos supera los 9 años. Me imagino entonces que la madre de Duván es muy joven, que las familias jóvenes son frecuentes en Colombia y que los tíos y los sobrinos a veces parecen hermanos aquí. Ellos juegan juntos en lo que consideran que es un parque, pero yo lo veo más bien como una cadena de obstáculos. Posibles narices, huesos y caritas rotas podrían ser consecuencia de una jornada de juegos recreativos en lo alto de Los Alpes.
Un rodadero cortado a la mitad, que anuncia rasguños y caricias cubiertas de sangre en donde es imposible resbalarse, se convierte entonces en una plataforma de salto. El típico cilindro que usábamos como túnel para escondernos y luego llegar al rodadero es ahora una casa improvisada con una ventana de forma irregular. En el lugar donde se supondría que habría peldaños colgantes, hay solo un espacio vacío que obliga a los pequeños a atravesar de forma lenta por los travesaños que unen el túnel con la plataforma del “rodadero”. Duván atraviesa aquel obstáculo con una soltura envidiable, reconozco de inmediato la valentía que encierra su corazón infantil, es un niño que sabe jugar entre el vacío y la ausencia. Mientras tanto Paula me muestra sus gestos más chistosos apoyándose en la superficie de aquel túnel que en cualquier momento parece desplomarse, admito que a pesar del peligro inminente del que soy testigo me es imposible no reírme con sus caras raras.
Los niños juegan felices en un parque que no es más que ruinas y peligros para aquellos que no han terminado de crecer. Me pregunto si además de todos los problemas sociales que enfrentan las comunidades más pobres de la ciudad, también se niega la sana diversión a los pequeños. En la infancia primero se juega y luego se piensa. ¿Qué pasa entonces si no podemos jugar cuando la vida apenas comienza? ¿Cómo enfrentar la carrera de obstáculos que supone la existencia si en la infancia no hemos resbalado por un rodadero mil veces y cruzado caminitos colgantes? Me rio con ellos mientras por dentro solo me cuestionó la inmensa desigualdad que nos habita como sociedad y como seres humanos.
La Secretaría Distrital en un documento emitido en mayo del año pasado presentó un proyecto de inversión de más de 10.000 millones de pesos para el mantenimiento y la construcción de nuevos parques en la localidad de Ciudad Bolívar. Hasta ahora los niños de Los Alpes no gozan de los privilegios de ese proyecto. Ellos siguen improvisando juegos en un parque que ya ni siquiera debería denominarse así. Desde pequeños desarrollan la capacidad de ser resilientes, de sobreponerse a las circunstancias de pobreza en las que nacieron y a la injusticia social de la que no tienen responsabilidad alguna, pero que no los abandona. Esos pequeños seres pueden jugar sin pavimento, con piezas rotas y con huecos por todas partes. Me preguntó entonces si tal vez ellos entienden más la vida que cualquiera de nosotros, si como sociedad no hemos fracasado al no poder dejar a los niños solo ser niños.
Las dificultades de ese parque solo podía verlas yo en ese momento, porque sabía que aquel debía ser un sitio de recreación seguro, estaba segura de lo mínimo que podemos hacer como país es garantizar condiciones dignas a quienes aún no pueden luchar solos de cara al mundo. Estaba convencida de que los rodaderos deben servir para resbalarse sin miedo y esperar un abrazo al final del recorrido, de que los túneles no están rotos y de que los senderos colgantes no deben ser invisibles. Yo lo sabía porque había jugado como ellos miles de veces, lo sabía porque había contado con un poco más de suerte, eso era lo que pensaba mientras veía a esa niña con la que compartía el nombre y a su sobrino. Yo sabía que ellos merecían un parque del que pudiesen sentirse orgullosos y una vida en la que el mayor de sus problemas fuese escoger el próximo juguete con el que iban a entretenerse, pero sabía también que el deber ser en Colombia a veces no es más que un concepto romántico.
Ellos viven en nuestros alpes, esos que olvidamos por pensar en los alpes ajenos. Nosotros vivimos en una llanura en la que en pocas veces miramos hacia los lados. Para Paula, Santiago y los pequeños de ese barrio ninguna de mis reflexiones pareció importar. Aquellas ruinas solo eran una ilusión de mi mente. Ellos veían un parque, ellos reían, ellos solo querían jugar.