Perderse

Perderse

Por: Julio César Pérez Méndez
mayo 23, 2014
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Perderse
Imagen Nota Ciudadana

Termina el semestre de primavera y viajo con mi familia a El Paso, Texas. Mi mujer, que sigue en clases, debe finiquitar algunos deberes académicos. Así que a diferencia de los días corrientes me corresponde pasar buena parte de mi tiempo con Marco, mi hijo de dos años y ocho meses. Le propongo cantar la canción de La iguana: yo canto en susurros las primeras palabras de cada verso y él los termina a todo volumen; me pide que le cuente un cuento y es él quien me cuenta en un dos por tres, mezclando inglés, español y onomatopeyas, el de Los tres cerditos; salimos al jardín y, resguardado en mi espalda, dice que me protegerá cuando descubrimos un gusano escarlata trepando por un olmo.

Si Marco no está conmigo, me siento intranquilo: en el patio la casa de los amigos que visitamos hay una piscina para adultos. Así que cuando estoy leyendo y él se une a su madre, el temor que me produce ese monstruo líquido, sumado al drama narrado en la novela que me ocupa, ralentizan la lectura y me obligan a revisar si la puerta que conduce al patio está cerrada o llamarlo para asegurarme de cuál parte de la casa proviene su respuesta.

En estos días leo Niños en el tiempo, la reciente y más conmovedora novela de Ricardo Menéndez Salmón. La herida, La cicatriz y La piel son las tres secciones que la conforman; el hilo conductor es la pérdida de un hijo, de un niño: “Sólo más tarde, al entrar en casa desde el jardín de juegos, descubrieron la sangre empapando el pantalón del niño. Ese mismo niño que los miraba con ojos inocentes, sin huella de dolor o de sorpresa, ignorante de que algo se había quebrado dentro de él fatal y decisivamente”.

Hace varias semanas, Marco se nos extravió por un minuto en un centro comercial. Una distracción de segundos bastó para que se hurtara a nuestros ojos. Mi mujer y yo lo encontramos casi al instante navegando en una hilera colgante de camisetas XL; feliz.
Si te pierdes no nos volverás a ver más, te irás con gente extraña, te cambiarán el nombre, te llevarán a una casa extraña, le advertí, con la garganta seca. En estos días, juntos en la piscina, cuando nota que me acerco al área más profunda es él quien me advierte que me puedo perder. ¿Acaso en aquella sucinta admonición en el centro comercial vislumbró mi hijo a la Muerte, la pérdida por excelencia?

“Cuando Antares regresó a casa, cuando cruzó aquel umbral que llevaba años siendo un lugar seguro, las correspondencias cambiaron, el mapa giró en un vértigo loco, se deslizó un idioma desconocido en el léxico familiar. Cómo seguir llamando habitación del niño a aquel cenotafio inmundo; cómo seguir viendo la bañera vacía como una promesa de juegos; qué disciplina del sueño y de la vigilia aplicar a las noches de pronto sin llantos, hambre ni compasión… La casa, la ficción de un hogar estable, se transforma en una jungla donde amenazan animales impíos. Se vuelve la mirada con la esperanza de encontrar un gesto reconocible, pero se halla sólo una ausencia blanca y absurda, el insoportable ruido de fondo de un hueco. Por eso, cuando el niño murió, su realidad se descompuso.”

Leo en una sala de grandes ventanales. Nuestros amigos trabajan, así que la casa es solo nuestra la mayor parte del día. Al anochecer termino la lectura y persiste el rastro de Antares, el protagonista, quien con una ecografía en la mano y la mirada fija en el firmamento quizás asista a su redención.
A escasos metros del sofá donde estoy sentado veo la noche caer sobre los primeros kilómetros de América latina; es la noche espléndida de Ciudad Juárez, México. El tintineo de las luces innumerables coincide con el de las campanillas agitadas por el viento en el olmo del jardín. La soledad.

En El Paso nació Marco, un primero de septiembre de dos mil once, tras día y medio de trabajo de parto y tres inyecciones epidurales. Cincuenta y dos centímetros de largo, siete libras y media. Era una cosa blanda, rosada, con manchas rojizas y una costra blanquecina adherida a la piel.
Es igual a usted, me señaló la doctora que lo recibió y agregó: una versión mejorada, más bien. Por extraño que parezca recordé entonces a mi padre, tan lejano en todos los sentidos. Con mi hijo en brazos, su llanto rasgando la madrugada de El Paso: lloré.

Como ocurre a menudo, mi mujer suele bajarme de mis ensoñaciones. Se dirige a mí, pero, a diferencia de otras ocasiones, un aura gris la rodea: el gesto adusto, el tono apesadumbrado, la manera como une a Marco a su pierna izquierda, mientras rodea con el brazo derecho su embarazo de siete meses. “Estalló una buseta… en Fundación, Magdalena… No se sabe si fue error del conductor… Hay un montón de niños muertos, quemados…” Y aunque agrega otros detalles y especulaciones, es el tintineo de las campanillas en el olmo lo único que sigo escuchando y las luces de Ciudad Juárez lo único que contemplo. ¿Sobreviviría yo a una experiencia similar?, ¿por qué somos tan poca cosa ante el dolor ajeno?, ¿por qué acostumbramos a reclamar tanto ante el propio?
Trato de leer un cuento a Marco para que acompañe sus sueños, pero es él quien termina velando los míos.

Con el paso de los días las cantidades se precisan, el dolor se expande desde el centro de la tragedia, los culpables afloran, las responsabilidades se soslayan. A través de internet nos llega el soplo del desastre. Por supuesto, no falta el morboso infame que cuelga imágenes o videos explícitos, o el abyecto que encuentra en las víctimas un motivo de burla. También hay quienes se preguntan por otras muertes que, por desgracia, han permanecido casi anónimas: 2.964 niños wayuu de 0 a 5 años muertos por hambre y desnutrición entre 2008 y el 2014. Treinta y dos, 2.964, un millón… Cifras de una ignominia llamada Colombia.

Marco tiene una uva en sus manos. Pienso que la fruta podría atorarse en su garganta. Trato de quitársela, huye de mí, lo alcanzo, aprieta la mano, le hago cosquillas, llora, se la corto en dos y se la regreso. Sonríe. Me da una patada en la canilla. Paso el día detrás suyo. Lo saco de la cocina donde hierve el agua, lo amonesto por subir y bajar escaleras a saltos, aplasto a una abeja que merodea, lo alejo de vidrios y objetos cerámicos. Me vuelvo esclavo de amenazas que mi prevención inventa.
Dicen que no existe palabra para nombrar al padre o la madre que ha perdido un hijo, como tampoco existe alguna capaz de nominar la magnitud de tal dolor.

“Pero mientras el sol teñía sus ojos, mientras el insomnio hacía que la habitación oscilara y el perro, la urna y el Niño buscaban acomodo en el día que empezaba, Antares recuperó la última imagen de Elena que conservaría durante años, la misma que mucho después, cuando cerrara los ojos para siempre en compañía de otra persona, de otras manos y de otro clima, se llevaría consigo a la negrura infinita donde no hay padres, donde no hay hijos, donde no hay literatura.
La visión de la mujer que durante quince años había compartido su vida; la visión de Elena volviéndose en el umbral de la casa mientras decía: ¿Qué me devolverá a mi hijo?”

Las noches de El Paso son tan silentes como sus días. Los carros de bomberos o las sirenas de policías y ambulancias la vuelven más lúgubre. Sobre la piscina, indiferentes, dos flotadores para adultos y uno para niños con monicongos del hombre araña. Omar, el padrino de Marco, propone que veamos una versión de La pata de mono, de W.W. Jacobs. Al final del cortometraje me retuerce la risa macabra del azar: el tercer deseo de la madre atribulada por la muerte del hijo es la resurrección de este.
Voy a la cama.

Marco duerme entre mi mujer y yo. El insomnio hiere el sueño y trae algo de luz a la noche: veo ráfagas de niños calcinados, oigo padres increpando las lindezas de Dios, presiento cadáveres en busca de una inmortalidad imposible. En la penumbra busco el vientre que contiene el hijo futuro que ahora flota en líquido amniótico, ajeno al dolor y la desgracia, a la miseria humana. Palpo la tensa redondez y mi mano siente en esa noche grave las patadas de la vida. Luego recorro los hombros huesudos de Marco, sus costillas de pájaro, sus alas recogidas. Acerco mi rostro al suyo, sigo el ritmo de su respiración, lo beso en la frente y, tal como solía cuando era un recién nacido, pongo mi oreja sobre su corazón. Y mientras tintinean las campanillas en el olmo y flotan las cenizas del dolor ajeno, yo sigo atento el delicado tamborileo que espero me guíe… el día que me corresponda perderme.

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