Cinco años atrás, en Rogers (Arkansas) mi nieto enfermó. Con la primeras nieves del invierno, el niño agarró un catarro, lo cual es normal en esta época del año. El segundo día apareció una tos que fue empeorando. En la madrugada del tercer día subió la fiebre y aquella sintomatología se fue transformando en una peligrosa bronconeumonía. Era la misma “pelona” asesina de dientes afilados que llega en las noches y se roba a los bebés sin ninguna compasión.
Lo llevamos al hospital e internamos en una unidad de cuidados intensivos. Las horas pasaban lentas, el sol cayó perezosamente y se fueron encendiendo las luces de la noche de Navidad. El niño estaba conectado a una sonda intravenosa en su antebrazo izquierdo. Por sus fosas nasales penetraban unos conductos plásticos que insuflaban oxígeno a sus pulmones cansados. Sus ojos estaban cerrados y su respiración era tan lenta que a veces parecía detenerse.
Desde la ventana de su habitación podíamos ver los copos de nieve cayendo sobre los árboles y cubriéndolos con un sudario de gasa. El paisaje era silencioso y triste.
De repente, escuchamos ruidos en el pasillo y vimos una pareja joven, disfrazada de payasos. Esta entró al cuarto y colocó sobre los brazos del niño un osito de felpa. El niño abrió los ojos, con su brazo libre abrazó el juguete, sonrió y empezó a hablar. Unas bombas de colores iluminaban las sábanas.
La pareja se despidió y continuó repartiendo su cargamento de carritos, bombas y muñecos en otras habitaciones. En los pasillos se escuchaban risitas de niños felices. El hospital de repente se había convertido en un carnaval.
Cuando la enfermera vio nuestra cara de sorpresa, nos explicó que esa pareja tenía la costumbre de entrar y repartir regalos entre los niños del hospital las noches de navidad; pues ellos también habían pasado, años atrás, por el mismo trance doloroso de su hijo hospitalizado. Ellos habían experimentado la grata sorpresa de un desconocido, que a su vez les enseñó cómo un simple aguinaldo tenía la magia de aliviar el dolor y despertar el deseo de vivir.
Desde entonces mis hijos tomaron esa costumbre como propia, así que cada noche da Navidad escogen un hospital infantil al azar y recorren sus pasillos repartiendo esa medicina milagrosa.
Hoy Danielito ya tiene siete años y como todo niño anhela la llegada de la navidad; pero a diferencia de otros niños, su mayor ilusión no es recibir un aguinaldo, sino obsequiarlos.
Él tuvo la fortuna de padecer un enfermedad de la cual aprendió que la magia de la navidad no es recibir sino todo lo contrario: dar
Es así cómo en esta nochebuena él no esperará regalos, sino que a eso de la medianoche se enfundará en un abrigo, enrollará sobre su cuello una peluda bufanda y emprenderá con sus padres la apasionante aventura de visitar a un hospital escogido al azar. Allí descubrirá por sí mismo cómo un acto de amor es capaz de iluminar unos ojos apagados por la desesperanza, cambiar un ay por un jaja y transformar un rictus de dolor en una sonrisa.
Mi nieto es un niño afortunado, pues tuvo la fortuna de aprender, a tan temprana edad, que los actos de amor sanan y que él es capaz de transformar al pequeño mundo que lo rodea.
Cuando crezca también aprenderá que estas pequeñas acciones no van a transformar la miseria ni el dolor del mundo; pero sí sabrá que esas huellas van quedando indelebles en el corazón de quien recibe una muestra de afecto.
A veces, a pesar de las buenas intenciones, es difícil cambiar las cosas. El año pasado por esta misma época, el 5 de diciembre, publiqué aquí mismo el artículo Invita un venezolano a tu cena de Navidad.
La respuesta fue un poco agridulce. Por una parte, la invitación tuvo amplia circulación en las redes sociales y en los Facebook de los mismos venezolanos.
Pero alguien escribió un comentario acerca de mi nota: “eso, sigámonos echando un problema que no es nuestro encima. Aquí no podemos ni con nosotros mismos, no hay trabajo ni para nosotros…”.
Muchos me llamaron o escribieron felicitándome por la idea, pero no invitaron a nadie a su mesa. Otro llevó a su hogar a la empleada que todos los días le servía el almuerzo en el restaurante. Yo invité a dos muchachos que vendían perros calientes en un carrito sobre la Avenida Bolívar de Armenia (una mesa con rodachinas) en la calle. Muy amablemente me explicaron que no podrían asistir, porque esa noche era una de las mejores para vender. Yo entendí la situación y en cambio les obsequié un dinero para que celebraran su cena otro día.
Varios días después, me encontré con uno de ellos. "¿Qué pasó con su amigo?", le pregunté. "Con el dinero que usted nos dio pusimos la cuota inicial para otro cacharrito, ahora cada de nosotros tiene su propio negocio", me respondió.
¡Feliz navidad a todos los habitantes de Las2orillas!