A veces parece que las palabras encubrieran temores. Parece que diálogo es un término que, al menos, el actual gobierno quisiera abandonar, toda vez que porta consigo los largos procesos de negociaciones precedentes de los sectores alzados en armas y el establecimiento. En un sentido, si se evita la palabra diálogo, al parecer, se entra en una fase distinta. ¿Pero qué diferencias o matices tienen cada uno de estos índices: conversación, diálogo?
La filosofía ha desplegado una densa tradición tratando de comprender el diálogo. También la conversación. Solo por mencionar el más emblemático de los fundadores de esta tradición, se puede evocar la figura de Platón.
Sí, se trata de un lógos divido, en razón a cuántos interlocutores intervienen en el intercambio. Si por algo se caracteriza el diálogo es porque no permite asumir que la razón la tiene una sola de las partes. Antes bien, se lleva a cabo el ejercicio de intercambio de argumentos —que hacen visibles motivos y razones— que abren, progresivamente, nuevas comprensiones. Estas pueden ser la afirmación de puntos de vista con los cuales ingresan los sujetos a la interacción comunicativa; o, por el contrario, puede ser que todo el acervo previo conduzca a la modificación de puntos de vista previos e, incluso, a la emergencia de puntos de vista o planteamientos inéditos. Para autores contemporáneos como Gadamer, el diálogo acontece en condiciones muy específicas: las transacciones comerciales, la decisión política y el trato entre el paciente y el analista —en el contexto de la terapia psicoanalítica—.
La conversación, por su lado, no cuenta con la misma tradición. Tiene, si se quiere, un carácter más coloquial. Este carácter, en buena cuenta, deriva del hecho de que —como quiera que sea— se trata de la puesta en evidencia de las versiones que ponen en común los concurrentes a la escena de interacción comunicativa. A su manera, es una modalidad que puede tener el carácter de "diálogo de sordos". En la conversación no se pretende llegar a decisión alguna: cada una de las partes manifiesta su sentir, su querer, sus motivos, sus razones, su recuerdos, etc., pero no tiene ninguna pretensión de llegar a acuerdos.
Así pues, mientras el sentido inmanente del diálogo es el acuerdo —así sea siempre parcial y provisional—, el de la conversación es el de operar como desiderátum —sea un desahogo, una manifestación, un relato, una recordación—.
Por supuesto, se puede suponer que el actual gobierno —o por lo menos algunos de sus asesores— tiene conocimiento de estas distinciones, de las implicaciones de estar en una u otra esfera de la interacción comunicativa. Esto lleva, entonces, a suponer que la decisión gubernamental respecto al paro nacional —iniciado el 21N— es el de la respuesta desiderativa, es la apertura a la expresión de la pluralidad de las voces.
El gobierno mismo ha sugerido un primer cronograma en el que hacia el mes de marzo se daría el cambio a una negociación. En resumen, todo permite entender que la estrategia adoptada es la de la dilación. Desde luego, los seres humanos somos tales desde que somos una palabra en diálogo —como se expresaba el poeta Höldelin—; aunque esto no quita que la conversación no puede conducir al diálogo, a su humanización. Sin embargo, no se tiene ninguna garantía de que la conversación derive, forzosamente, en diálogo.