Hace algún tiempo el Dr. Carlos Lleras describió la situación de Colombia como ‘un país descuadernado´. La frase hizo carrera porque describía lo que la gente veía que estábamos viviendo.
Un amigo me mencionó recientemente que lo que nos estaba sucediendo ahora es porque el orden en el país se había ‘desconfigurado’. Bastante afortunada me parece esta descripción para la situación actual.
La diferencia entre las dos épocas o los dos conceptos no es simplemente semántica. Descuadernado se refiere tan solo a un cuaderno o un libro que ha perdido el marco que mantiene ordenadas las páginas para poder aprovecharlo; o en el peor de los casos, que las hojas mismas han perdido su secuencia y cuesta trabajo entender el contenido de lo que uno tiene entre manos.
Pero el país de hoy no es el de entonces y la comparación pertinente no sería con un cuaderno sino con un computador: tiene los aspectos de hardware y de software, y se aplica a multitud de programas a la vez. El manejo de la economía y los problemas que toca resolver son muchísimo más complicados, participan muchos más agentes, las decisiones se toman en diversos sitios y simultáneamente; la especialización administrativa ha remplazado a los líderes que asumían todas las responsabilidades. Las obligaciones del Estado son mayores y más en relación directa con la ciudadanía; la participación de la población no se reduce o limita a recibir del gobierno sino comparte en varias formas el control y la dirección de él; lo que genéricamente llamaríamos el ‘contrato social’ responde a algo más que declaraciones de intención, y la Constitución y las Leyes configuran una gama de acciones que deben desarrollar multitud de entidades. El mundo exterior ya no es una variable remota sino por el contrario una de las determinantes de todas las decisiones; insertos en un mundo globalizado todo lo que pasa en China o en Cochinchina nos afecta como el aleteo de la mariposa; los derechos humanos no son ya apenas un concepto ético sino una regulación universal a la cual estamos sometidos. En fin, igual que no se pueden hoy llevar cuentas en un cuaderno, a un país no le basta estar ‘encuadernado’ sino depende de tantas complejidades que si a algo se quiere asimilar es a la configuración y a la programación de la edad cibernética.
Y en estos aspectos la crisis colombiana no se limita a deficiencias de funcionamiento. Lo que nos sucede no es que nuestras instituciones no funcionan. Es algo mucho peor: es que funcionan, pero mal.
Cada una tiene su propio programa pero no está coordinado con el de los demás. No existe una estructura que armonice las diferentes piezas para que trabajen en tiempos y dirección concertadas, ni una claridad respecto a un propósito común.
Es esa dinámica propia la que produce más aberraciones que soluciones. El conflicto armado existe y sobrevive porque no hay un programa o un algoritmo para tratarlo; es consecuencia de un mal ordenamiento social, pero no se trata como tal por el hecho de estar representado por unos grupos armados, o sea ilegales; la corrupción es coincidente con un modelo que asume que el egoísmo individual es el motor del progreso y que selecciona en función de la capacidad de éxito personal y no de vocación de servicio social, pero esto no se reconoce y por tanto no se corrige. La delincuencia no nace de la perversión de los colombianos sino de las necesidades no satisfechas de una gran franja de la población, y de una cultura que rinde homenaje al derroche de riqueza y al ‘avivato’ que no importa cómo consiguió el estatus que se lo permite. Si el narcotráfico es el mal de Colombia no es por el daño que producen las drogas sembradas en nuestros campos sino por el que produce la política de perseguirlas buscando la ‘tolerancia cero’ que nos imponen desde afuera (como tales, más dañinas son el alcohol o el tabaco o ciertas químicas sin traer las mismas consecuencias), pero ni se busca ‘una reducción a sus justas proporciones’ como problema de salud, ni se tiene en cuenta el problema que se crea en nuestro campesinado por encima de lo que se busca en otros países —a la voluntad de los cuales se les da prelación—.
En fin, el país funciona como un computador desconfigurado produciendo toda clase de resultados inmanejables e indeseados. Lo que demanda no es un buen operador, sino un o una estadista que tenga una concepción, visión y capacidad para reconfigurar un Estado que propicie una Sociedad diferente a los que hoy se pelean por defender los ‘candidatos más opcionados’.