Es difícil de cuestionar que el país está cambiando. El resultado de las pasadas elecciones es una prueba de ello, como también lo son el rechazo generalizado por la muerte de los menores de edad con el bombardeo al campamento de alías Cucho en Caquetá y el dolor que nos embarga por el asesinato de Dilan Cruz, a manos de un efectivo del Esmad.
Ante la inmensa movilización desatada después del 21 de noviembre, Duque ha optado por la solución tradicional, a mi modo de ver, y también la más eficaz para quebrar la unidad de criterio de las organizaciones convocantes al paro y apagar los ánimos de las personas que se movilizan en la calle.
¿Y por qué menciono que esta alternativa no conducirá a que las problemáticas de fondo se resuelvan? Porque las mesas que ha establecido Duque para dialogar con los estudiantes, los docentes, los campesinos, los indígenas, entre otros sectores sociales, han tenido un denominador común: el incumplimiento de los puntos gruesos o sustanciales que responden a las demandas de estos colectivos. Por otro lado, porque es difícil confiar en el presidente.
En lo que va corrido de su mandato, ha roto varias de sus promesas; por ejemplo, ha dado mermelada a políticos del Centro Democrático y los partidos que lo eligieron, dio vía libre al fracking, escaso ha sido su compromiso con los puntos de la Consulta Anticorrupción y ha presentado reformas presidenciales que atentan contra el acuerdo de paz y la economía de los sectores populares. Sus propuestas no solo han beneficiado a las grandes empresas, sino que no han generado empleo y esto es, hoy, uno de los flagelos más grandes que tenemos.
Creer que de estos diálogos surgirán las transformaciones que requiere Colombia es ingenuo. Nos están llamando a conversar con una clase política que durante año ha tenido oídos sordos frente al clamor de la gente. No solo es su indiferencia la que no deja que comprenda la situación de inequidad de las personas y las medidas urgentes que hay que tomar frente a la misma, es, fundamentalmente, su incapacidad para comprender que el país es otro, que la polarización política que ellos están planteando ya no tiene sentido y que sus propuestas son anacrónicas porque nuestro país no es el mismo que gobernaron entre 2002 y 2010.
Necesitamos salidas que alivien nuestro sufrimiento, es cierto. Pero estas deben ser estrategias que nos permitan avanzar construyendo otro tipo de política y ajustando nuestras normas a lo que requiere la gente en la calle y en las regiones que trabajan por implementar la paz. No estoy seguro de que la convocatoria a la Asamblea Constituyente sea lo que buscamos. De una parte, porque percibo que el problema no está en la falta de pertinencia de los artículos de la Constitución del 91, reside, más bien, en que estos puedan cumplirse y garanticen los derechos de las mayorías.
Por lo anterior, quiero plantear una idea con la que la ciudadanía no deja de ser protagonista y con la cual, el quehacer político permanece en la calle y precisa de la pedagogía política para hacerse una realidad. Este plan recoge lo que acertadamente planteó el representante a la Cámara David Racero: consiste en la activación de todos los nuevos sujetos políticos emergentes para que sean ellos movilizando a sus pares y buscando su respaldo.
Que sea la ciudadanía la que decida el mecanismo de participación a usar para superar esta crisis. Es hora de poder canalizar esta indignación en esperanza. La gente sabe qué quiere y es hora, por fin, de dejarla ser gestora de sus soluciones.
La diferencia entre la convocatoria a la asamblea constituyente y el referendo es el poder que tiene la voz del constituyente primario. En el primer caso es el Congreso el que decide si convoca o no a dicho mecanismo, mientras que, en el segundo, es el pueblo el que convoca a la aprobación o rechazo de una nueva norma jurídica o a la derogatoria de una ya existente.
¡Que el pueblo decida realmente!, ¡que el pueblo pueda convocar a los mecanismos y que no le resten su voz!