Colombia: entre el miedo y la oclocracia

Colombia: entre el miedo y la oclocracia

El paro nacional ha representado para muchos una nueva era en materia de protestas políticas. Una perspectiva al respecto

Por: Valdemar Quijano
noviembre 25, 2019
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Colombia: entre el miedo y la oclocracia
Foto: Las2orillas

Polibio, un eminente historiador romano, afirmaba que la monarquía degeneraba rápidamente en aristocracia; esta en oligarquía y finalmente, la democracia, lo hacía en oclocracia. ¿Pero qué es la oclocracia? Se define como el gobierno de la masa, la demagogia más burda que proclama a los cuatro vientos entregarles el poder a los desarrapados, a los descamisados y a los vencidos por las faltas de oportunidades en la vida.

En Argentina, Perón y su consorte, Evita, hicieron del populismo socialista su principal estandarte para continuar en el poder. Bajo ese mismo ideal, Hitler ascendió al poder en una Alemania desmedrada y famélica, dando resultados en materia económica e industrial en cinco años —la tasa de desempleo para 1933 rondaba cerca de 6 millones de parados y para 1938, en el preludio de la segunda guerra, estaba por los ochocientos mil—, pero ese costo lo pagó Europa entera, seis años después.

Colombia ha sido desde su proclamación republicana, una aristocracia, que tal como lo dijo Polibio, degeneró en oligarquía. Esta se ha sostenido intacta por más de dos siglos, con apellidos que mantienen su estatus quo: Holguín, Mallarino, Samper, Santo, Ospinas, Caballero, Santamaría, Pastrana, Peñalosa, Lleras, Valencia, López y un largo etcétera, han decidido qué destino debe tomar la nación. Por la sencilla razón que eso es lo que les sale de los huevos.

El pueblo de Colombia ha sido por antonomasia, el más sumiso y obsecuente de toda América Latina. La rebelión es, de lejos, el vicio menos representativo de sus ciudadanos promedio, cuyas principales aficiones, dicen mucho de su carácter poco levantisco: la Iglesia y el fútbol. Panem et circenses, como bien pudo haber dicho Polibio.

Sin embargo, aunque en los años cuarenta la figura de Jorge Eliécer Gaitán brilló por ser una de las más conspicuas en el incipiente socialismo de América Latina, esta política siempre fue vista en el país del Sagrado Corazón, con malos ojos. Tras el asesinato político de Gaitán, el 9 de abril de 1948, en una Bogotá minada de espías rusos y estadounidenses, los cauces de la sangre se desbordaron y aún hoy, el olor de su humedad herrumbrosa se puede sentir en el aire.

El paro nacional del 21 de noviembre de 2019 representó para muchos analistas una nueva era en materia de protestas políticas. Tras las marchas y protestas a las que el ciudadano se ha venido habituando, hasta volverlas parte del paisaje, ese día la gente de manera espontánea decidió hacer sonar sus utensilios de cocina y dar a este gesto una connotación política de protesta. El cacerolazo, nacido en los tiempos brumosos de la Francia del siglo XIX, cuando en el interregno entre 1830 y 1848, el pueblo terminó por destronar a la monarquía de manera definitiva, usando por primera vez una cacerola para manifestar su descontento contra el mal gobierno.

Tras esa protesta espontánea, el colombiano promedio supo que podía usar otros medios para manifestar su descontento y poner en jaque a un gobierno que, torpemente a lo largo de poco más de un año ha intentado dar puntadas sin el dedal de la satisfacción social.

Ante la fuerza y contundencia moral del cacerolazo como método simbólico de comunicación con un gobierno sordo, este decidió que imponer el toque de queda era la alternativa más viable para “controlar” una situación que, obviamente, por la fuerza de la violencia policial no pudo ser acallada. Lo que sobrevino la noche del viernes 22 de noviembre, tiene visos de argumento cinematográfico o de trama surrealista.

Durante la larga noche del toque de queda, en varios conjuntos residenciales multifamiliares empezó a crecer el rumor de tentativas de asonadas por parte de grupos de extranjeros, venezolanos más exactamente, que entrarían a saquear.

Esta estrategia del miedo, tan usada por los gobiernos para generar temor y xenofobia, desde Hitler con los judíos hasta Fidel Castro con los imperialistas y los homosexuales, funcionó a la perfección como medio de coerción.

La dialéctica temor-represión-recompensa ha sido usada por los regímenes como parte de la doctrina del shock, con las que Pinochet mantuvo a la población bajo su yugo por casi veinte años en Chile o Maduro ha sometido a la oposición venezolana a mantener un silencio cobarde, so pena de tortura o prisión perpetua. Al final, la mentira repetida mil veces, como decía el ministro Joseph Goebbels, triunfó y mantuvo al ciudadano atemorizado y sumiso ante la todopoderosa  brutalidad de la autoridad para mantener la calma.

El sinsabor que queda al ciudadano colombiano es que alguien le mintió. Lo engañó y se burló de él. También surge el temor por las teorías conspirativas del plan Kalergi, de George Soros y la balcanización europea, que en países como Suecia y España, están empezando a darles a los refugiados y migrantes norteafricanos y Menas, estatus de ciudadanos de primera clase, relegando al hombre blanco hetero, a ser escoria social.

La realidad toma la forma de una bruma teñida de miedo ante el desamparo y el caos. ¿Qué debo hacer?, ¿armarme?, ¿atrincherarme?, ¿acabar con el bárbaro y vándalo que viene de dentro de la propia patria que los ha acogido, como si fuera parte de una estrategia maquiavélica del Caballo de Troya?

Sin embargo, no ha pasado aún el tiempo necesario para tomar distancia ante los hechos. Lo que parece tomar más fuerza como hipótesis es que existe un plan macabro para vencer moralmente al ciudadano e imponer, de nuevo, una tabla de salvación que la oligarquía —nueva o vieja, da igual: todas tienen como principal signo característico el mesianismo político— pondrá milagrosamente sobre la mesa. Todo da la impresión de acomodarse perfectamente con la trama de la novela de Orwell, 1984, donde gobierna la ignorancia, el odio y el miedo.

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