La violencia en el país, ha marcado el territorio colombiano, la tierra misma, el paisaje natural de nuestros campos, o los barrios y las calles de nuestras ciudades con marcas visibles e invisibles que han significado el trazado de unas nuevas fronteras, creando nuevos ámbitos, terribles, del espacio en el que han vivido y viven los habitantes de este país.
Y el arte colombiano ha tratado de ir registrando críticamente las duras realidades históricas de esta violencia, construyendo un relato que ha permitido tener una dimensión simbólica, un discurso estético con el que también se construye una memoria muy diferente a esa que los medios de comunicación en su vorágine cotidiana le imponen una caducidad muy fugaz. Ese capital simbólico del arte hace aquí la diferencia, porque como dice la maestra Beatriz González “el arte dice cosas que los historiadores no pueden decir”, y por eso autores como García Márquez, se ha vuelto inclusive un referente de la memoria de ciertos momentos críticos de la violencia de este país, más allá de los procesos y las fechas que los académicos consagran como las fuentes originales.
De la misma manera también, obras como las de Débora Arango, Obregón, Botero, Beatriz González, Doris Salcedo, José Alejandro Restrepo, Wilson Díaz, José Luis Quessep o Pedro Díaz Leones hoy le dan sentido desde muy diversos contextos personales, artísticos e históricos a esa necesidad de crear memoria para no olvidar, para reparar simbólicamente, más allá de los conceptos rígidos del arte comprometido o del arte político, como rótulos o como tendencias que la contemporaneidad misma del arte ha rebasado.
Tal vez es por eso, como dice la profesora Ivonne Pini, que “diversos artistas buscan convertir al arte en un lenguaje que intenta ir más allá de la caparazón externa de lo que se ve, para, buscar comunicación a partir de las particularidades de su gente y de su cultura y obviamente de su historia. Esa cultura de la resistencia tiene; como objetivo el no olvido, evitando que la amnesia impulsada por quienes dominan o por quienes temen, haga perder la memoria de ciertos hechos. Las experiencias vividas deben capitalizarse, sin pretender convertirse en voces autoritarias, los artistas buscan revelar ciertos códigos de la sociedad en la que están inmersos”.
Es el caso del joven artista costeño Pedro Díaz Leones que con solo dos exposiciones individuales ha mostrado un proyecto con una manera personal de representar el llamado a la memoria con un trabajo de sensible fuerza expresiva y con una seguridad que vienen dejando bien en claro el compromiso de un artista resuelto.
Y lo que Pedro Díaz Leones ha logrado en estos últimos años es una manera propia de expresarse pensando con materias, texturas, colores, formas, atmósferas y gestos, para plantear una mirada crítica a nuestra realidad social y ecológica desafiando los peligros del lugar común, proponiendo, en cambio, una serie de símbolos que, dramatizados sin duda en la violencia de su forma referencial y en la naturaleza de sus sustancias colorísticas y matéricas, posibilitan la articulación de un discurso plástico enfático, poderosamente interpelante, que habla sin ambages de los campos de horror colombianos asolados por matanzas y desplazamientos, o desertificados tras graves tragedias ecológicas provocadas igual da por una patota paramilitar o por la junta directiva de una multinacional.
La claridad inequívoca de estos signos, que están llamando a gritos al recuerdo, a la memoria, no se agotan simplemente en la entrega de esos significados. En ningún caso. Hay en estas obras, como debe ocurrir en la obra de arte, otros sentidos mucho más complejos y más ricos en resonancias semánticas, porque ella mueve símbolos que son sustancias culturales que operan de muy diversas formas en el sensorium del espectador.
Un trabajo, en suma, que ahora recibe nuevas potencias semióticas al ser pronunciado a través de un nuevo código con el que Díaz Leones nos sorprende porque con él no sólo reduce el formato y nos priva de texturas y colores, como ocurre en este caso con el grabado. Una técnica que le permite dramatizar aún más la representación con un código de formas y matices que hacen del cuadro un plano más complejo y más sugerente, porque avanza hacia un sondeo surreal, casi onírico, de esa realidad violentada de nuestra historia.
Y es a eso a lo que aspira esta Anamnesis de Díaz Leones. Contribuir quizá a la construcción de nuestra “verdad histórica”, en el sentido en el que es una forma de reparación simbólica, como un “aporte a la realización del derecho a la verdad del que son titulares las víctimas y la sociedad en su conjunto”, tal y como lo consagra la misma Ley de Víctimas que hoy por hoy nos interpela a todos.