Hacer o no hacer, he ahí un dilema. En la cultura actual el —no hacer— se cataloga de pereza, de ineptitud, de falta de coraje. Quien opta por no actuar ante cierta situación es rechazado. Se le infravalora. El tiempo dedicado al ocio, que no contenga una actividad específica, se da como perdido. Y toda pérdida es fracaso, curiosa conclusión. Todo esto sucede en el viejo. Por tanto, se ha venido gestando un movimiento para "prevenir la vejez". Los alimentos, medicamentos, terapias y ejercicio se usan como arma para evitar lo inevitable: la vejez. Pareciera que quien envejece sin tratar de evitarlo fuera culpable. No concuerdo con esta moda.
Quisiera ver entonces llegar la senectud con el deterioro natural del cuerpo, sin la discapacidad que producimos los médicos. Sabemos de sobra que la medicina con su temor a dejar morir a las personas, bajo riesgo de ser tildada de incapaz de preservar la vida, (objetivo impuesto y por demás irrealizable) somete a los pacientes a procedimientos que finalmente los dejan vivos pero con consecuencias graves, discapacidad importante y aún con minusvalía total. Permitir a las máquinas sustituir a la naturaleza es craso error. En cuidado intensivo o en urgencias, saber decir “paremos, no hagamos nada más” es tal vez más importante que cegarse ante el "mantengamos la vida". Requiere amplia sabiduría, conocimiento y capacidad de decisión, el enfrentar los procesos de envejecimiento y muerte sin interferir en ellos contranatura.
Envejecer con dignidad, como objetivo al que un individuo puede optar, parece ser algo que rechaza con vehemencia la cultura actual, aquella que pregona a los cuatro vientos la necesidad de mantener la apariencia de la juventud so riesgo de ser un paria. La vejez se esconde, se trata de alejar, se maquilla, se silencia. Es indigno llegar a ella con arrugas, flacidez o achaques. La lentitud, la rememoración de hechos pasados, la enfermedad crónica son criticadas o culpadas, —tu estilo de vida te llevó a esto—. Para evitarlo se fomentan las cirugías "estéticas", se comercializan cientos de productos que pacieran sacados del pozo de la eterna juventud, pululan las inyecciones de botox y múltiples procedimientos que atentan contra el cuerpo, lo cortan, lo penetran, lo conmueven. Ojalá terminemos esta racha de juventud artificial y aparente, ojalá sepamos (médicos y pacientes) decir “no más” y dejemos a la naturaleza actuar. El reloj biológico continúa su marcha, así tratemos de silenciarlo.
Morir prematura e indignamente, aniquila el envejecimiento. Por esto me gustaría ver a mis enemigos, —léase: a quienes opinan diferente a mí—, envejecer en paz, sabios y felices. Quisiera que su cuerpo no se encorve ante el peso del odio por el hecho de fomentar la guerra, creyendo que al matar ganan, cuando lo único que pasa es que muere un pedazo de su propia alma. Por tanto no quiero ver tumbas de niños o jóvenes, ni adultos o ancianos, con balas en el interior de su cuerpo, vengan de donde vengan los proyectiles (derecha o izquierda), venenoso invento de la humanidad para no dejar alcanzar la vejez, con dignidad. En el individuo la guerra interna, la de la mente, se asemeja a la externa, mata antes de tiempo.
Si la vejez llega, bienvenida. Aunque, me gustaría que mi padre no se hubiere aislado en la paulatina pérdida de la memoria mientras transitaba hasta sus 88 años, ya que lo llevó a perderse bellos momentos en familia, a dejar de disfrutar de su África querida y a morir alejado de nosotros. Quisiera morir como mi madre, activa hasta pocas horas antes de cruzar el gran río, creo que llegó a ello casi sin darse cuenta. Le había prometido acompañarla en ese momento. Mi alma cumplió su cometido, mas no mi cuerpo. En ninguno de los dos progenitores aceleramos ni frenamos la muerte. En él se propuso la eutanasia, fue negada de plano por la familia, murió con dignidad. Ella envejeció hasta que terminó su obra social y familiar. El día de su muerte vio a su bisnieto hacer la primera comunión, de pie lo acompañó, para a las pocas horas descansar por la eternidad. Envejeció digna, con su oxígeno a cuestas.
Oro para que la muerte prematura no nos niegue la vejez y permita a todos y cada uno de nosotros ser pozo de conocimiento, experiencia y sabiduría. Busco, pregono y soy activo partícipe en construir bienestar en todo momento, en saber encontrarlo, aún en la enfermedad o en la discapacidad, para que la vejez nos permita seguir difundiendo nuestra misión. Doy gracias cuando alguien es reconocido en la edad madura por sus logros, así yo no esté de acuerdo con ellos o con los procedimientos que haya usado para alcanzarlos. Me reconcilio con la vida cuando veo un indigente viejo con una sonrisa en los labios por la solidaridad recién recibida en forma de dinero o albergue y comida.
Quisiera que las canas de algunos personajes no fueran de rencor, sino de sapiencia. Quisiera ver brillar los ojos hasta los 100 años en las figuras públicas por haber ejercido con honestidad y no con la mirada perdida de la culpa no reconocida. Quisiera la audición vigente para oir halagos y no la sordera que esconde la incapacidad para escuchar críticas o acusaciones al final de la existencia. Quisiera la expresión facial plena, esplendorosa en aquellos rostros de infinidad de surcos y no plana tras el botox del temor a perder el amor, por la supuesta "falta de lozanía".
Deseo la vejez de mi tío al que la rectitud y honestidad en el ejercicio de la abogacía no lo dejaron encorvarse ni empequeñecer. Quisiera la entereza de mi mejor amigo de la facultad de medicina, que ante la muerte —inmediatamente antes de la edad en que se considera legalmente viejo a una persona— enfrentó la enfermedad mortal con altura y dignidad. No envejeció, pero nos mostró la vida y la muerte dignas.
Reitero, quisiera ver envejecer a mis congéneres con menos preocupación por el exterior y sí con más interés por el interior. Cuerpo y alma respectivamente. Quisiera ver a mis colegas médicos abstenerse de obrar cuando la situación lo amerite, para permitir un envejecimiento pleno. Quisiera que todos aprendamos a parar y acompañar en silencio y respeto. Aprender a envejecer e incluso a morir, se volverá entonces una asignatura de la vida, la asignatura por excelencia, diría yo.