Los colombianos nos enteramos, estupefactos, que el Estado colombiano masacró a ocho menores de edad en una operación militar. El bombardeo fue tal que el área afectada supera los doscientos metros. Árboles, bosque, animales y ríos sufrieron el embate de este ataque brutal y despiadado que fue calificado por el presidente Iván Duque como “una operación impecable, meticulosa y con todo el rigor”. Al ser consultado por un periodista sobre este hecho bochornoso y de proporciones dantescas simplemente se limitó a esbozar un “¿De qué me hablas viejo?”, como si se tratara de una fábula o un comic.
Estos niños, cuyas edades comprenden desde los doce hasta los diecisiete años, habían sido reclutados por grupos alzados en armas que los utilizan y preparan como combatientes y milicianos. Sus padres los buscaron infructuosamente por la geografía de sus territorios y para ellos no es justo que Colombia victimice de esta manera absurda y sanguinaria a sus niños; eran pobres, desescolarizados o en edad extraescolar, trabajadores y víctimas de las inequidades económicas que se vive, o más bien se padece, en Colombia. Para el expresidente Uribe la presencia de estos niños en campamentos de alzados en armas es sospechoso por cuanto en su debido momento y aludiendo a los falsos positivos de su gobierno pronunció el nefasto “Por algo sería” o el “No estarían cosechando café”. En aquel entonces las madres de Soacha buscaban desesperadamente a sus hijos, que luego fueron encontrados asesinados en aparentes operaciones militares y vestidos como guerrilleros o bandoleros. Su dolor no termina y aún lloran el asesinato por el ejército colombiano de más de diez mil campesinos niños y adolescentes que presentaron como dados de baja en enfrentamientos militares.
Pero esta vez Colombia se entera de esta atrocidad, violatoria de los derechos humanos, por las denuncias realizadas por un senador de la República en el desarrollo de una moción de censura que se adelantaba contra el ministro de defensa que anunció días atrás la muerte de “peligrosos sediciosos” que amenazaban la tranquilidad de los colombianos. Los “peligrosos amotinados” resultaron ser niños y adolescentes que fueron secuestrados por los grupos alzados en armas que operan en sus regiones, obligados a empuñar un arma para así de esa manera salvar su propia vida y proteger la seguridad de sus familiares.
La imagen de estos niños asesinados y descuartizados obliga al ministro renunciar a su cargo sin que para nada afecte legalmente al presidente de la república que en medio de este horror se pronuncia de una manera desobligante e insensata al expresar que dicha operación fue “impecable, meticulosa y con todo el rigor”. Palabras que se convierten en una amenaza para los colombianos y que significan el grado de descomposición moral alcanzada por nuestros dirigentes y dignatarios. En las redes sociales empiezan a circular descalificaciones contra estos niños masacrados y asesinados y algunos se atreven a afirmar que su muerte es “un efecto colateral”. Triste conciencia de media Colombia que empecinada en escuchar y seguir a un dirigente agotado, cansado y consumido hace todo cuanto sea posible por recuperar o mantener su grado de popularidad y su ascendencia sobre sus seguidores.
No eran bandoleros. No eran asesinos. No eran guerrilleros. No eran una amenaza. No eran criminales. No eran militares. No eran dignos de morir descuartizados por las manos patibularias de un Estado que parece desbordar en su intento de seguridad y que se precia de eficiente y eficaz cada vez que muestra como trofeos de guerra a cientos de guerrilleros caídos en combate. Se empeñan en mostrarnos a estos crímenes como actos de justicia o seguridad, cuando realmente son el termómetro de una Colombia y de un Estado que enferma con cada gota de sangre derramada y caída en suelo patrio. El rojo de esta sangre parece fertilizar el suelo que toca y del cual brotan seres sangrientos y tenebrosos que se empeñan en encauzarnos por un camino sembrado de odio y venganza.
Pero más lamentable es que no lloremos a estos niños con toda nuestra alma. Que los condenemos aún después de muertos a sospechas que en su corazón de niños jamás albergaron. Dejaron sus trompos, sus muñecas, sus hogares y sus inocencia para engrosar la inextinguible lista de asesinados en combate. No fue justa su vida, tampoco lo fue su muerte. Como tampoco lo será su recuerdo que se llenará de niebla en el recuerdo de la memoria colectiva que olvida fácilmente y condena con demasiada habilidad.
Sus ojos de niños, sus manos, sus brazos, sus pies y su corazón fertilizarán la tierra que los vió morir. Un estertor de angustia y de terror debió dibujarse en su llanto de niños sin que nada ni nadie pudieran salvarlos o tan solo consolarlos. Sus cuadernos, sus lápices y sus juguetes serán su único testimonio de vida. Las lágrimas de sus madres y padres abonarán el destello de su memoria de campesinos pobres, de hijos desnutridos y de niños convertidos en adultos antes de la verdadera cosecha.
Se convertirán en palabra, en mariposas de colores en los campos colombianos, en hilillos de recuerdos y memoria, en héroes anónimos que ofrendaron su vida por una patria que no tuvo reparo alguno en bombardearlos y exterminarlos impúdicamente. El reporte oficial habla por sí solo: “Al borde de un caño se encuentra un cuerpo humano parcialmente sumergido, y la cabeza sobre una raíz. Continuaron avanzando hacia el centro del bombardeo. Allá encontraron fusiles colgados en palos, material de intendencia, y bajo los árboles disecados en un instante “se observan más cuerpos y restos humanos”. Más adelante se puede leer: “Un poco más allá apareció una bota de caucho con un pie adentro. La mayoría de los cuerpos y demás miembros amputados se hallaron entre palizadas de los árboles. La escena, aun para el más curtido de los militares, era sobrecogedora”. Y enfáticamente se informa y se concluye que “Pusieron los cuerpos menos desmembrados en cofres metálicos y los llevaron a Medicina Legal. Efectos “colaterales” de una guerra que no cesa y que se alimenta de niños y niñas cuyo único pecado fue haber nacido en regiones donde la ausencia del Estado es notable. Victimas revictimizadas por un Estado y una sociedad que hace rato perdió su verdadero corazón de niño.