El 17 de junio de 2018 los colombianos ya sabíamos quién sería el próximo acólito del irrevocable y eterno Álvaro Uribe Vélez. Bueno, desde mucho antes, por aquello de “el que diga Uribe” (tendencia que quedó sepultada en los últimos comicios regionales) una noticia como esa era más que predecible. Como era predecible también lo que acontecería en los próximos cuatro años, van quince meses y nos faltan tres.
La figura presidencial en Colombia se ha vuelto inverosímil en niveles impensables. La violencia y degradación política se impone cada día con más ahínco como reflejo de la inoperancia de todo un gabinete para actuar de forma determinante cuando los hechos lo apremian.
En el afán de mostrar resultados y jactarse de los mismos, un presidente que llegó a la Casa de Nariño para aprender a desempeñar su cargo, califica una operación militar autorizada por él como “estratégica”, “meticulosa” e “impecable” por el hecho de exterminar a un grupo de guerrilleros, desconociendo en apariencia que en ese campamento había presencia de menores inocentes que murieron de la forma más infame. Su delito: nacer en Colombia, crecer y sobrevivir a la suerte de una guerra sin fin; condenados desde antes de ser concebidos.
Ese fue el éxito de la operación de las fuerzas militares dirigidas por un exministro indolente, blindado de arrogancia, que a sus 71 años le cuesta reconocer con la misma entereza que da órdenes, los desaciertos de su accionar. La renuncia de Botero ni le quita ni le pone a este gobierno que se está cayendo a pedazos y donde el que asume ahora las riendas de esta institución es el comandante general de las mismas. Vivimos en el país de los sucesos insólitos, que aun con las evidencias por delante no tiene la más mínima explicación a nada. Abanderados en justificar cualquier acontecimiento, planean en privado la coartada que más creíble parezca y así se lavan las manos, como siempre pasa.
No es difícil determinar si un niño que está en un grupo armado es víctima o guerrillero, general Navarro. Claramente es un niño que no pidió estar ahí, que seguramente fue seducido a punta de engaños porque su condición lo hace vulnerable y víctima directa de cualquier conflicto. El reclutamiento forzado infantil siempre ha estado y no solo para unir cuerpos a la guerra, sino también para prostituirlos, traficarlos y hacer de ellos un instrumento de explotación. Lo mejor sería cambiar la estrategia, sondear más el terreno cuidando los más pequeños detalles y así poder hablar de operaciones impecables.
Se habrá preguntado el presidente Duque qué soñaban con ser esos niños cuando grandes: quizás querían ser futbolistas, cantantes, médicos o presidentes, por qué no, así como lo deseó él desde sus cinco años y ahora lo es. Pero seguramente respondería a esto con una contrapregunta, cargada de cinismo, como: "¿de qué me hablas viejo?".