Yo no voté: este año cumplí la mayoría de edad y me perdí del dichoso diploma que otorgaban por ejercer la ciudadanía por vez primera. Tal parece que al establecimiento le simpatiza que los ciudadanos del milenio votemos. Nos invita a este civilizado acto de conciencia.
Un diploma es un reconocimiento honorífico, el célebre signo del acierto. ¿Por qué le interesa al Estado que los jóvenes del milenio participemos en su sistema democrático? La forma más patética es incentivarnos con un diploma. ¿Acaso no hemos demostrado ser lo suficientemente bárbaros, vagos y corrompidos? Lo que sí hemos demostrado es que podemos ser absolutamente manipulables.
Hay que observar con gran sospecha estos incentivos simbólicos que se le dan a una generación que actúa a punta de incentivos. Se ha dicho que es la característica de los millennials, que no podemos actuar sin interés alguno.
Me atrevo a pensar que el ser humano está en constante búsqueda de incentivos y reconocimiento. No hace falta mencionar autoridades ni revisar extensas bibliografías que discurran sobre esta condición tan humana, tanto que hasta nos constituya como tales. Pero, la verdad, no pretendo discutir en el humanismo.
En suma, el estado espera que ingresemos a su lógica política, sin alterar la acción democrática tradicional. No sugiero, entonces, la pronta abolición del sistema electoral. Es un mecanismo oficial e históricamente establecido. Pero a menudo se suele estimar como el único medio de participación ciudadana, donde uno despliega sus libertades políticas. Allí es, según mi opinión millennial (el término se impone sin más) donde hay que repensar una parte del sistema y el lugar en el que la juventud debería sospechar. En los medios de participación.
Por otra parte, además de justificar mi abstinencia, quisiera reclamar mi derecho de cuestionar los resultados electorales, ya que es común oír que quién no participa no merece quejarse. Tampoco es mi intención quejarme.
Decidí abstenerme por falta de libre y plena identificación. Es irresponsable —se le suele reprocha al que se abstiene— dejarle la decisión a otros. Más bien haría votando por el menos peor. Esto último es una estrategia típica de las elecciones. A la que me rehusé firmemente. No me parece justo, en un ejercicio de conciencia ciudadana, subyugar la decisión concienzuda a una estrategia electoral. ¿Por qué debía alienarme a una causa con la que no me identificaba plenamente? ¿No se supone el ejercicio democrático de manera libre?
Prefiero participar como ciudadano no colándome en TransMilenio, cediendo el paso y la silla, pidiendo permiso y agradeciendo: más sentido político tiene elegir así. ¿No es esta la clase de elección libre a la que se apela cuando un ciudadano vota a conciencia, sin ser manipulado? ¿No será esa estrategia política una suerte de manipulación?
Los resultados electorales de la alcaldía de Bogotá y la impresión de muchos ante estos me generan, sobre todo, mucha precaución. Por una parte quedó la menos peor, por la otra están las alabanzas que varios hacen por la orientación sexual y género de la elegida. Logro que parece plausible, pero sólo hasta ahí.
No sabemos —tal vez sí y no deseamos aceptarlo— los intereses de clase y poder que ansía la electa y su séquito. Tampoco si constituye una estrategia de élite que cala profundamente en la esperanza popular y en los jóvenes. Los símbolos son patentes y coinciden con las luchas que nos asaltan, tales como la diversidad sexual, el feminismo, la corrupción, el racismo: es el conjunto legítimo de manipulación dentro de los intereses de las nuevas generaciones. No digo que sean injustificadas las luchas (por las que, por otra parte, me siento identificado) sino que Claudia López implica un dispositivo de la verdad, propicio para movilizar a la masa. Eso, sin nombrar la tenacidad de su carácter, mera forma que a algunos simpatiza y a otros molesta. No sabemos nada, no deberíamos sospechar nada.
Puede que sea así, como que esté exagerando de sobre manera. Tenemos que imaginar lo peor para repudiarlo, aunque en Colombia se haya perdido el sentido de lo peor, aunque así sea imposible el repudio.
Ojalá no nos obnubilen los incentivos, ni los símbolos, ni las pretensiones de lucha y le hagamos frente a esta administración. No nos dejemos meter los dedos a la boca, ni nos tapemos con ellos los oídos y con las manos los ojos. Conozcamos las instituciones. Que se acabe la veneración y la pomposidad hacia la burocracia. Que le sirva al público. Que funcione lo que debería funcionar.