De cómo una estudiante de turismo pasó a ser la mejor cronista de Latinoamérica (Parte I)
Quería explicar la crisis financiera que reventó a la Argentina desde adentro en diciembre de 2001, pero no pude. Encontré en Google que se le llamó ‘corralito’ a la idea de un ministro de que los bancos no devolvieran los depósitos a los ciudadanos para, entre otras cosas, darle un respiro al Estado que necesitaba liquidez, más todo se fue al traste. De todo eso sé que el Presidente era Fernando de la Rúa y los colombianos nos dimos cuenta de que era el papá de Antonio de la Rúa, el novio de Shakira, y que a Shakira ya no la querían ni ver ni escucharle sus canciones. El caso es que quería explicar la crisis financiera Argentina porque por esos días Leila Guerriero era periodista del diario La Nación y empezaba, sin saberlo, en tiempos convulsos, el inicio de una de las obras narrativas con más músculo entre los cronistas latinoamericanos. Por esos días, digo, ya planeaba la reportería del primero de sus libros: Los suicidas del fin del mundo. Y por esos días, también, empezaba sus trabajos memorables, los que reuniría en la selección de Alfaguara, Frutos Extraños.
Los periódicos no tenían con qué pagar. Las revistas independientes no tenía con qué pagar. Y desde afuera se miraba con recelo lo que pasaba en la Argentina. Leila siguió en La Nación y, sobre todo, siguió escribiendo, no paró, aunque pocos la respaldaran en esos primeros años debido a la crisis.
El periodista, el periodismo, siempre se revuelve y eran tiempos convulsos.
Por esos días, me escribe Leila desde la Argentina, vivía en una apartamento de dos ambientes en Almagro, comuna cinco de Buenos Aires. Trabajaba en el suplemento de La Nación y también colaboraba con otros medios que no eran competencia directa. Buscaba en revistas independientes, en revistas del mismo grupo económico, en revistas de otros países, buscaba, hacía eso que los periodistas se supone que hacen.
—¿Y cómo en esos momentos, cuando la plata no era lo que más sobraba en la Argentina, fue que hizo Los suicidas del fin del mundo? —le pregunté.
—Tampoco hacía falta un apoyo económico muy fuerte para ir a la Patagonia, al hotel más modesto que se pueda conseguir, y fuera de temporada, y a un sitio nada turístico —respondió Leila.
Y esto suena a lugar común, pero mientras muchos se lamentaban, Leila se lanzaba a Las Heras, un pueblo venido a menos después de una bonanza petrolera, con sus propios medios, sacando vacaciones, días libres, licencias. Secretamente, sin que nadie lo supiera, se lanzaba.
En una entrevista que le hizo el escritor Ramón Lobo para la revista española Jot Down, Leila hablaba de la crisis como catapulta, como el impulso para dejarlo todo: “En América Latina vivimos esta dinámica de crisis desde que nacemos. Cada cinco o diez años hay una crisis en la que el Gobierno o el banco se queda con tu dinero, o tu dinero no vale nada. Hay que tener un plan A y diecisiete planes B. Uno crece en esa dinámica en todos los ámbitos: laboral, privado… Vives con precaución y a la vez con un espíritu kamikaze, porque si eres precavido todo el tiempo terminas no haciendo nada”.
Hablemos de lo que se sabe: existía un cuento que se llamaba —se llama, uno de tantos de esa época de antes de todo— Kilómetro cero, que terminó, en los últimos días de 1992, publicado en Página/12 gracias a que Leila dejó en la recepción del diario un sobre marcado para Jorge Lanata, el director. En el libro Domadores de historias, que publicó la Universidad Finis Terrae, Leila cuenta de esa mañana cuando su padre entró al cuarto y le dijo que su cuento estaba en la contratapa del periódico y lo que hizo luego: “Llamé de inmediato al diario y la secretaria me dijo 'ay, Jorge te estaba buscando como loco, te paso'. Yo había dejado el sobre sin un teléfono. Nada. Cuando me atendió, me dijo 'en todos los años que trabajo en este diario, es primera vez que público algo de alguien que no conozco. Quién sos. Vení que te quiero conocer'. Fui, me preguntó qué quería hacer, le dije 'escribir', y me dijo que si quería escribir no podía vivir en Junín, 'tenés que vivir acá' y le dije 'bueno, si tenés un trabajo para mí, avisame'. Yo era un kamikaze, de periodismo no sabía nada”.
Un kamikaze, un avión duro, rápido, veloz, que derrumba edificios.
Jorge Lanata diría después que él la vio, que a esa muchacha la había sacado de la caja de un supermercado, que a esa muchacha que escribía cuentos y poemas nada románticos en Junín, él le había dado el primer trabajo: fue periodista de la revista mensual de Página/12, Página/30, donde publicaba Martín Caparrós. Su primer trabajo fue una crónica sobre el caos del tráfico vehicular en Buenos Aires. Hizo entrevistas y entrevistas y entrevistas, más que cualquier periodista, un método que perdura —alguna vez me dijo que andaba apuradísima desgrabando más de cuarenta horas de entrevistas—, el editor quedó sorprendido, se publicó.
—¿De qué se trataba Kilómetro cero?
—Era un cuento de ficción, un relato escrito en primera persona por una mujer que huía después de robar un banco con su novio. Escapaban de la justicia y en ese momento se da cuenta de que se había subido al proyecto de él, sin querer. Los dos eran ladrones, pero la idea de robar el banco era de él y ella aceptó porque estaba enamorada. Era un relato muy duro, con una voz muy bestial, muy dura, muy parca, digamos. Nada ñoño ni nada romántico, yo nunca fui nada romántica.
—¿Escribías muchos cuentos?
—Era lo único que escribía, ficción. Para mi la idea de escribir siempre estuvo en mí. Difícilmente un chico escribiría por primera vez un perfil de su abuela, o una crónica de su barrio, por lo general te inventás un mundo. Leés a Bradbury y de pronto querés escribir como él, te inventás una novelita de eso. Para mí era eso, no existía el periodismo como horizonte.
—¿No volviste a escribir cuentos?
—No.
—¿Cuánto duraste en Página 12?
—De 1992 a 1995, por ahí. Tres años, pónele.
—¿Le debés algo a Lanata?
—Lanata se dio cuenta de que yo era periodista antes de que yo me diera cuenta. Me ofreció mi primer trabajo. Realmente se tiró a la pileta, supo ver, tomó un riesgo en términos de que no sabía quién era yo; le gustó como escribía, me leyó, me publicó y además me ofreció un empleo en un oficio que después encontré que era de un lugar, de una pertenencia, muy natural para mí. Nunca me sentí en algo como decir no sé cómo se va a hacer. El vio en ese relato algo muy periodístico, muy de relato.
—Pero vos estudiaste Turismo, ¿por qué?
—Quería viajar, escribir, no había ninguna carrera para aprender a escribir, para aprender a vivir de escribir. Letras me parecía una carrera que apuntaba más a la crítica y a la investigación, lo que no me interesaba en lo absoluto. Yo quería tener una vida de viajar y turismo y sus materias incluía lo que se suele llamar de mala manera cultura general: historia del arte, geografía, folclor, tecnología, arqueología, antropología, historia, y todo eso me pareció que podía darme una idea. Sin darme cuenta estaba buscando ya esta cosa medio enciclopédica de los periodistas, que somos especialistas en una cosa por mes, cada mes cambiamos de especialidad. Y también pensaba en un carrera que me iba a permitir ganarme la vida, equivocadamente, decir bueno, voy a buscar un oficio que me permita ganarme la vida y en los ratos libres hago lo que me gusta, que es la peor trampa para no estar bien, para tener una vida frustrada.
***A las redacciones de los periódicos llegan todos los días cientos de correos sin un destinatario fijo.
Alguien, una empresa, una oenegé, algún ciudadano preocupado, motivado, no sé, envía un folleto, una presentación en Power Point en la que denuncia que el pueblo tal está en la pobreza absoluta, o que en otro pueblo pastores evangélicos viven como multimillonarios y no dejan entrar mancos a sus iglesias, o que hay un proyecto de unos jóvenes... lo que sea. Todos en la redacción reciben esos mensajes. Inmediatamente aparecen en la bandeja de entrada, se mandan a la papelera. En el año 2000 Leila recibió un correo que la intrigó, todos lo recibieron en el diario La Nación pero ella se detuvo y lo leyó, así empezó todo.
El nueve de diciembre de 2006 el diario español El País publicó una reseña de Los suicidas del fin del mundo, allí se dijo: “Guerriero encuentra un género que incorpora herramientas del relato de ficción pero se atiene a las reglas de la investigación periodística. Es difícil no pensar en el antecedente de Truman Capote, desde la misma posición del autor, que parte de la gran ciudad a la localidad provinciana para escribir el crimen, moviéndose en un campo cargado de recelos y de laboriosas complicidades”. Los suicidas del fin del mundo cuenta la historia de Las Heras —en la Patagonia— y una oleada de suicidios que se sucedió entre 1997 y el 31 de diciembre de 1999. Un relato en el que, además de contar cómo fueron los suicidios, aborda la desolación más absoluta, el tedio más rancio en el que vive un pueblo en el olvido.
Es noviembre. Empezamos la entrevista sentados en una cafetería muy cerca al hotel Milla de Oro en Medellín. Leila está en la ciudad con motivo del premio Gabriel García Márquez de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. La periodista viste una blusa negra, una chaqueta negra, un bluyín y unas botas café oscuro, lleva un bolso y a veces, cuando el sol cae directo, usa unas gafas oscuras. Le pregunto primero por este libro, publicado en septiembre de 2006, luego de años de trabajo, de reportería que se sucedía entre los días de la redacción en La Nación y otras colaboraciones.
—¿Cómo llegás a la historia de Los suicidas del fin del mundo?
—Mirá, un poco como se cuenta en el libro. Yo estaba trabajando en el diario La Nación, donde trabajaba de planta en la revista del domingo, y me llegó un día por mail una gacetilla de una oenegé que se llama Poder Ciudadano y decía ahí que iban a implementar un plan de resolución de conflictos sin violencia en varios lugares de la Argentina y entre ellos en un pueblito del sur que se llamaba así y asá, que era Las Heras, porque ahí había habido, no sé, un veinticuatro por ciento de desempleo, una enorme cantidad de violencia intrafamiliar, no sé, la petrolera. Decía que se habían suicidado veintidós personas jóvenes en un lapso de un año y medio y estaba todo el combo ese de petróleo, Patagonia, interior, desempleo, etcétera, las muertes de estos chicos.
—Gracias —le dice Leila a la mujer que con voz chillona le pregunta qué quiere tomar y Leila pide un café con leche.
—perdón —vuelve—, ¿lo quieres con azúcar o con endulzante?
—Endulzante, gracias.
Y continúa:
—Me llamó mucho la atención porque cómo puede ser que esta historia esté pasando en un pueblo y que no esté toda la Argentina volteando, mirando a ese pueblo para ver qué es lo que pasa. Me pareció también como un registro, por lo menos por lo que decía esta gacetilla, como una especie de muestrario de todos los problemas sociales que atravesaba la Argentina en ese momento: el desempleo, la falta de perspectiva de los chicos. Eso era en 2000, antes de la crisis. Y, bueno, así fue que me enteré. Y esa gacetilla le llegó a todo el diario, supongo, y nadie le dio ni cinco de importancia.
—¿Pero lo que te atrae del comunicado son los suicidios?
—No, todo, todo. De los suicidios, precisamente, me parecía imposible que hubiera un lugar como el que describía esta gacetilla, es que el desempleo de jóvenes era del cien por ciento, y era una de las hipótesis de los suicidios. Me llamó la atención todo eso. Me gustaba mucho la historia, un pueblo chiquito al interior de la Argentina, petróleo, al lado de prostitución, una cosa muy tremenda, muy turbia, muy marginal en medio de la meseta patagónica que no es como el paisaje típico de la maravilla del lago, de la montaña y todo eso.
—¿Y de primerazo lo pensaste como una crónica para La Nación o como un libro?
—Lo pensé como una crónica, en ese momento colaboraba para Rolling Stone, que es una revista del grupo La Nación y lo ofrecí ahí, como una crónica. Pero después pasó lo que pasó, la crisis de 2001, y la revista se vio sin presupuesto para pagar viajes y me dijeron me encanta pero no lo podemos hacer. Y eso fue.
—¿Antes de llegar a Las Heras ya había toda una prereportería?
—Sí, muchísimo reporteo. Lo primero que hice cuando pasó esto fue correr a fotocopiar la guía telefónica de Las Heras y empecé a llamar por orden alfabético y la tercera o cuarta persona que llamé, justo, era el hermano de la primera chica que se había suicidado. Y bueno, le conté con toda sinceridad quién era yo, qué quería hacer. Todavía no había hablado ni con mi editor ni nada, la historia como que me enganchó y bueno, nada, le dije quién era yo y el tipo dijo yo soy justamente el hermano y así fue mi contacto. Le dije me gustaría que vos, si te parece que es un tema muy doloroso para que yo te pida esto me decís, pero si podés, me ayudaras con otras familias o si pudieras pasarme los apellidos de las otras familias y yo los voy llamando, y fue muy amable, muy generoso. Había una gran necesidad de hablar en alguna gente y me puso en contacto con otras familias. Bueno, yo preproduje mucho pero también había que hacer, una vez ahí, muchas entrevistas porque era un tema muy doloroso, no era un caso como el de Una historia sencilla, que es muy cándido. Además, pensé, no iba a llamar a todo el mundo por teléfono; entonces contacté a cuatro o cinco personas y al resto los dejé para cuando estuviera ahí y demostrarle a la gente que mi trabajo era serio y que no quería meter el dedo en la llaga del dolor. Y el hecho de ir y volver una y otra vez, creo, fue convenciendo un poco de eso a la gente, de que yo era alguien que estaba comprometida con mi trabajo y no quería llegar y prender el grabador y cuénteme cómo se mató su hijo y ya. Los veía muchas veces, había familias muy abiertas y otras no, yo asiduamente pasaba por sus casas todos los días, a saludar, a entrevistar, a cualquier cosa.
—¿Entonces no fue un solo viaje de reportería?—Fui y vine varias veces, no te puedo decir la cantidad. Ahora menos que me acuerdo. El primer viaje fue muy corto y el último de los viajes fue el más largo, yo no me acuerdo si fueron veinte, veinticinco, diez, quince días, ya perdí un poco la noción. Si te fijás bien, en el libro no hay ningún momento en que se diga hoy es jueves cuatro de no sé qué, precisamente el tiempo está borrado para que se pueda trabajar sin problema.
—¿En el último viaje es que te encontrás con las protestas en la carretera que mencionás en el libro y que parece que te dejaran allá encerrada? ¿Había mucha presión con esto?
—Esto de los piquetes me pasaba dos por tres cada que iba. Y sí, había esa zozobra horrible de que me quedaba ahí aislada, la desesperación por pensar eso. Además, yo no le contaba a nadie y en el diario pedía el tiempo para irme, yo no le decía a nadie, me tomaba mis vacaciones; yo no tenía porque dar explicaciones porque pedía mi tiempo como correspondía y la verdad es que me hubiera visto en un problema importante si me hubiera quedado varada en algún momento sin poder volver. Y, bueno, en un momento casi me quisieron sacar con una avioneta de YPF —la petrolera—, o sea, había todo un plan, pero no, al final se abrió el camino y pude salir sin ningún problema. Pero yo prefería mantener la distancia, porque había mucho conflicto entre la gente de YPF y el resto, y yo no quería eso, y si la gente de YPF me hubiera sacado en una avioneta, hubiera quedado como debiendo un favor grande y no quería, viste, trataba de no hacerlo.
—Y ahora que decís que nadie sabía del trabajo, siempre está el fantasma de tu hermetismo...
—Siempre ha sido así. Pero no me parece que sea hermética, hay mucha gente que trabaja así. Me parece que cuando vos empezás a hablar de alguna historia antes de que en vos mismo la historia esté contada, la exponés a opiniones que le pueden hacer mal, y te podés dejar influenciar. A lo mejor le contás la historia a alguien y te dice: ¿y qué le ves de interesante vos a eso? No sé, yo creo que uno tiene que mantener la certeza, la fe en la historia, y mi manera de mantener esa certeza es eso, manteniéndolo todo entre la historia y yo. Si ponés una historia ante cien opiniones, vas a tener cien opiniones diferentes. Yo, de todas maneras, soy una persona muy segura, no dejaría de trabajar en algo porque una persona me dice, pero sí siento que por ahí pudiera vulnerar el punto de vista que tengo. Prefiero trabajar tranquila: la historia y yo, y no mi amigo y mi amiga y el periodista y vos y el editor y qué se yo.
—¿Todos los personajes de Las Heras son como muy del margen, de una realidad al borde de lo inverosímil, del tedio más absoluto, todos tenían esa necesidad de hablar o había personajes más reticentes?
—Sí, sí. Había gente muy difícil y lo entiendo perfectamente, pero también entiendo perfectamente que yo quería hacer mi trabajo y no me podía ir de Las Heras reconstruyendo la historia de tres personas nada más a fondo, y el resto bueno, más o menos contadas. Mi compromiso con contar la historia era contar toda la historia, a nadie obligué a hablar, obviamente, pero si la mamá se negaba yo trataba de reconstruir la historia por otro lado.
—Uno se imagina Las Heras como una película del lejano oeste con las calles vacías y el viento terrible...
—Sí, es muy así. Un día, me acuerdo, creo que lo puse en el libro, me paré en una esquina y miré para un lado y para el otro, laaaaargo rato, nada. Viento, viento, viento y un viento absolutamente inverosímil. La verdad, yo no sé si soy un buen ejemplo porque yo peso cincuenta kilos, pero de verdad no te dejaba avanzar por un momento, y es un peligro. Salís a la calle con ese viento y vuelan las chapas, de hecho, a mi me voló una tapa, yo no creía en esto, de verdad me decían no salgás a la calle cuando hay tanto viento porque es peligroso, hasta que me voló una cosa de un tacho de basura de acero que me pasó así —se lleva la mano recta, paralela a la nariz— y dije oh Dios. Igual seguí saliendo, porque yo no tenía mucha posibilidad. ¿Viste? en los pueblos chicos no hay buses, no hay nada, la gente se mueve en bicicleta o en auto, y yo auto no tenía ni posibilidad de alquilar, así que bueno, iba caminando a todas partes.
—¿Cuánto tiempo tomó la investigación y la escritura del libro?
—Yo no me acuerdo de eso, porque ya pasaron añares, pero la escritura del libro me llevó un mes y medio, más o menos, de jornadas muy largas, y la investigación, no sé, el primer viaje fue en marzo de 2002, creo, y el libro lo escribí en 2004 y 2005. Así que eso.
—No es muy difícil escribir con un espacio tan largo entre la reportería y la escritura?
—Sí, lo que pasa es que no fueron tres años así. Las Heras está a miles de kilómetros, la época en la que yo iba no había internet en Las Heras y no podía mantener el contacto con ellos. El contacto era cuando iba o con algunas personas que podía hablar por teléfono, así que el trabajo fue duro. Ellos me iban contando por teléfono lo que pasaba. Ahí en el libro aparece lo de esta nena que se hundió en el charco de basura, que es un horror, que se ahogó ahí. De esas cosas me iba enterando porque me llamaban. Yo iba tomando nota de eso, y cuando iba al pueblo hacía como un recorrido, un barrido, iba reconstruyendo mi próximo viaje con eso, haciendo citas. Creo que después de ese último viaje largo que hice que fue como en noviembre de 2004, a los dos meses me puse a escribir. Pasó diciembre y enero y en febrero me puse a escribir.
—¿Y después de un tiempo seguís con algún contacto en Las Heras?
—Con Rulo, el DJ, que ahora vive en Buenos Aires. Él decidió mudarse a Buenos Aires y está viviendo de la música, así que bien.
—¿Qué te produce esa cosa de ayudar un poco?
—Creo que hace parte un poco del sentido común, si uno le puede dar la mano a una persona que le ha ayudado mucho, se la da. Sí, me pone contenta, como persona. Pero no lo veo como un necesario desprendimiento de mi trabajo periodístico. Como que siento que mi rol termina en tratar de contar la historia lo mejor posible. También con Rodolfo me imagino que su vida tendrá un cambio por la publicación del libro y yo me voy a poner muy contenta si ese cambio es bueno, pero te quiero decir que hago una escisión de roles.
***Se sabe que lo de Leila son las historias así como se vienen, a lo bruto, tan disímiles entre sí: el perfil de un mago manco; de un gigante que pasó de la NBA a la lucha libre y de la lucha libre al olvido; una encantadora asesina en serie que mató a sus amigas poniendo un poco de cianuro en el té; cómo un grupo que solo puede sonar un Do mayor y que tiene un baterista con síndrome de Down le da la vuelta al mundo del underground musical; cómo una chica asesina a su hijo segundos después del parto. La inquietud de las historias: cómo cuándo porqué cuáles quiénes qué. De esa rara amalgama nació Frutos extraños, crónicas reunidas entre 2001-2008 y que se publicó en 2009. Todas reporteadas y escritas mientras trabajaba en La Nación. No era esa imagen cándida que se tiene del periodista free lance que vive a tiempo completo para las historias que quiere contar, era la imagen de vivir, de conseguir el dinero para los días y de contar las historias que se quieren contar.
Camilo Jiménez trabajó con Leila Guerriero en la edición de Frutos Extraños y cuenta cómo fue el encargo para Alfaguara: “Cuando me llamaron de la editorial a decirme que habían llegado los textos de Frutos Extraños, Pilar Reyes, la directora de Alfaguara en esa época, me dijo que no me iba a hablar de número de páginas, sino de centímetros, y eran más de 75. Es decir, había una pila de crónicas y perfiles de casi un metro de altura. Lo primero, pues, fue leer todo ello. Ahí me encontré con dos y hasta tres versiones de una misma crónica: una más larga, otra más breve, una con un comienzo así, otra comenzando asá... Pude ver de primera mano la obsesión de un gran autor por su trabajo, y por contar de la mejor manera posible una historia. Luego de esa lectura hice una selección inicial de crónicas y perfiles, ensayos y textos sobre el oficio, y le propuse un orden. Discutimos durante una o dos semanas en correos que iban y venían varias veces al día (yo también soy un poco obsesivo con mi trabajo), y una vez definida la selección final de textos comencé a trabajar en cada uno de ellos. Son textos publicados en las mejores revistas de América Latina (El Malpensante, Paula, Gatopardo, Soho...), así que ya habían pasado por los ojos de buenos editores. Lo que hice, entonces, fue sugerirle actualizar algunos datos, eliminar o matizar referencias muy puntuales a la temporalidad o a hechos específicos que quizá los lectores no iban a entender, a darle orden a esos textos para que funcionaran de manera independiente pero también dentro del conjunto. Fue un trabajo arduo, porque cada idea o propuesta debía ir debidamente sustentada en varias razones, y Leila exponía las suyas para aceptar o no aceptar mi sugerencia. En estos trabajos, con este tipo de autores que saben lo que hacen, es cuando uno más aprende de este oficio de editar”.
Hace diez años, cuenta Camilo, se publicó en El Malpensante el primer texto de Leila Guerriero para los lectores colombianos, “y la amistad permanece. Igual la relación profesional”. Describe a la periodista como una escritora profesional que atiende las recomendaciones de un editor y propone temas, miradas, fuentes y enfoques diferentes. Camilo dice que el éxito de Leila está en que es una lectora voraz que lo ha leído todo, desde Hugo von Hoffmannsthal hasta José María Vargas Vila; el tiempo que dedica a sus textos, a la reportería, a la escritura, a la reescritura. Dice Camilo que su éxito “consiste en que se exige al máximo en cada nota que escribe. Pasa cada una de las frases que escribe por la pregunta '¿Es esta la mejor manera que encontré para decir esto que quiero decir?' y si la respuesta es no, reescribe. En esas condiciones radica el éxito de Leila, pero también en algo que, eso sí, se tiene o no se tiene: la manera de mirar, el talento. Todo lo demás se aprende, este último factor se trae de fábrica, y ella lo tiene”.
Y entonces le pregunto a Leila, teniendo en cuenta el tiempo de reportería de sus textos, lo que logra con las descripciones, con estar ahí y esperar a que suceda el milagro de la intimidad, el milagro que deja desnudo al personaje ante un ojo agudo, audaz:
—¿En ese tiempo, entre 2001 y 2008, estabas dónde, qué hacías?
—En La Nación, pero siempre hice muchas cosas, siempre tuve muchos trabajos desde que empecé. Había firmado una exclusividad, digamos, pero siempre fui muy libre en ese sentido, me busqué la libertad porque así soy yo, digamos. Siempre colaboré con otros medios de afuera y de la Argentina también. La idea era no publicar en medios que fueran la competencia directa del medio en que yo trabajaba. Por ejemplo yo publicaba en Rolling Stone, que era una revista del grupo, que no era un conflicto; o En la mujer de mi vida, que era una revista independiente; en El latido, que era una revista independiente; El País Cultural, que era el suplemento de un diario de Montevideo; digo, cosas que aceptaban, y textos diferentes; publicar en algo de El Clarín o Página 12 hubiera sido una tarada. Y después en Gatopardo. Yo no puedo estar haciendo una sola cosa, me parece eso muy perezoso también. Creo que el periodista que supone que puede trabajar como si fuera un empleado de bancos o de correos, que con todo el respeto del mundo, quiero decir gente que no se llevan el trabajo a casa, que lo hace de nueve a cinco o de nueve a seis, es un poquito equivocado, yo siempre hice muchas cosas, y siento que el multiempleo no solo es la manera en la que uno puede llegar a hacer lo que le gusta, sino la única manera de mantenerte desafiado, estimulado.
—¿Vos hiciste la selección de Frutos Extraños? ¿Fue difícil?
—Sí. No siento que haya sido una tarea complicada. Yo propuse una cantidad de notas en la que había cinco o seis más de las que se publicaron, y que tenía mis reservas, y que en efecto fueron leídas por Camilo Jiménez, que era mi editor, y que consideró lo mismo, aunque él insistió mucho en incluir Rock Down, aunque yo tenía mis reservas porque me parecía que era una nota muy vieja que usaba un registro que yo ya no usaba. Esa y también la historia de las revendedoras de Avon y todo eso —El mundo feliz: venta directa—, él decía que era bonita porque muestra también las herramientas como reportera y una enorme calidad y cantidad de reportería, qué sé yo, y bueno para eso está un editor bueno como Camilo, para que te termine dando argumentos con los que vos podés acordar o no, porque la decisión es de uno. Tuve claro que era un libro para seleccionar crónicas y perfiles varios y que la mejor seleccionadora era la memoria. Y bueno, quería que hubiera un registro variado, personajes diversos, que no fueran todos asesinos y así, y una sección de textos sobre periodismo, todo esto hablado con Pilar Reyes, la editora que me propuso el libro.
—¿La crisis económica de la Argentina cómo te afectó?
—Yo no cubro la coyuntura. Me afectó como nos afectó a todos los ciudadanos que vivíamos ahí, con esta sensación espantosa de que van a cerrar el país y a tirar la llave afuera. Que parecía real que un país quebrara como se quiebra una fábrica. Como periodista yo diría que, si me afectó en algo, fue para determinarme. Recuerdo que pensé: voy a seguir haciendo esto que quiero hacer, y no me voy a ir de acá cueste lo que cueste, eso sí lo sentí y ahí siento que empecé a buscar más espacios todavía para publicar. Ante la crisis yo siempre opero de manera inversa, en vez de bajar, doblo la apuesta.
—Siempre me parece que todas las historias te salen de un recorte de prensa, ¿cuántas salieron así?
—Puede ser —y ríe—. Tendría que ver el índice, no todas, pero hubo. De un recorte me salió Una historia sencilla y Los suicidas. Qué sé yo, el perfil de Homero Alsina no salió de ningún recorte, salió de que lo conocía, y porque Mario Jursich me propuso hacerlo y yo le dije sí; lo de Pedro Henríquez Ureña fue un encargo de una agencia literaria que ya no existe, a mí jamás se me habría ocurrido; lo del teatro Colón fue una idea mía, sí leí en los diarios un montón de cosas. Todos son temas de público conocimiento, porque no hago periodismo de investigación, yo no hago la diferencia de balance en el banco, o el político tal con el tal, y descubrí... no. Siempre hay una base, qué sé yo.
—Y Sueño de libertad, que es una historia un poco truculenta...
—Eso fue un encargo de un editora chilena. No creo que sea un tema truculento, aunque sí estaba lo de los desaparecidos. Yo siento que más que truculenta, por el horror ese de la desaparición de personas, es una historia bastante políticamente incorrecta, porque era el lado B de la restitución de la identidad de una persona. Y esta persona, que era esta nieta, no estaba contenta con la noticia, digamos, no era este mundo feliz que uno supone de alguien que recupera su identidad y le dicen mire usted ha vivido todos estos años con dos personas que se apropiaron de usted de manera ilegal y aquí tiene sus familiares biológicos que son esta señora y esta gente. Lo que yo quería contar es que el cariño no es automático, que uno tiene que entender eso, que a la chica esta, pobrecita, le pasó lo peor que le podía pasar en la vida. Tampoco es contarle a la gente que las historias tienen un solo costado, que es el costado más melifluo, más irreal, que es decir se reencontraron con su familia biológica y todos fueron felices. También es contar ese camino de ripios, de malentendidos, de resquemores de ambos lados, que es lógico. A vos vienen ahora y te dicen vos no te llamás Daniel, te llamás Alberto, no sos hijo de tal y cual, sos hijo de tala y cualo, y en realidad las personas que vos creíste que eran tus padres hasta ahora son dos asesinos. Probablemente te sientas muy impactado por la noticia pero no sé si dentro de vos se va a hacer tan fácil cancelar todos los sentimientos de afecto, a lo mejor sí te apartás de esa gente pero no todo el mundo reacciona igual. Lo más importante es conocer que la verdad tiene costados muy dolorosos.
PARTE 2
“Cada uno de estos perfiles o retratos (de Leila Guerriero) de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores, cantantes, es un objeto precioso”: Vargas Llosa
Mario Vargas Llosa publicó el 19 de mayo de 2013 en El País una columna en la que elogió el trabajo de Leila. Allí cuenta que siempre que regresa a su casa de España se encuentra con el espanto de pilas y pilas de libros que llegan durante su ausencia; cuenta que hubo un tiempo en que se sentaba y se la pasaba leyendo o revisando eso que le llegaba, hasta que un día, al darse cuenta de que no iba a tener tiempo para nada más en la vida, paró, y desde ese momento se dijo que solo se dedicaría a lo que le llamara la atención. Así fue como llegó a sus manos Plano americano, un libro de tapas azul celeste editado por la Universidad Diego Portales de Chile y en el que está la fotografía de Leila sentada cruzando las piernas, la mano derecha en la rodilla, los dedos cayendo largos y sin peso y entre ellos un anillo con una piedra oscura, la mano izquierda sosteniendo el mentón, la mirada serena, seria, la mirada de quien escucha atento. Vargas Llosa abrió el libro, miró el índice y vio allí el nombre de Pedro Henríquez Ureña —hombre que menciona en una línea de La Fiesta del Chivo—, entonces leyó y no paró.
Luego Vargas Llosa escribió y entre tantas cosas dijo: “Cada uno de estos perfiles o retratos de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores, cantantes, es un objeto precioso, armado y escrito con la persuasión, originalidad y elegancia de un cuento o un poema logrados. En nuestro mundo, el periodismo suele ser el reino de la espontaneidad y la imprecisión, pero el que practica Leila Guerriero es el de los mejores redactores de The New Yorker, para establecer un nivel de excelencia comparable: implica trabajo riguroso, investigación exhaustiva y un estilo de precisión matemática”. Por esos días de la columna entrevisté a Leila, le pregunté que si la había afectado de alguna manera, que si la bloqueaba de algún modo tener ese remoquete encima. Dijo que evita los lugares comunes y que ese es el más común de los lugares.
Plano americano, una selección de perfiles de personas que han influido, de alguna manera, en la cultura en Iberoamérica —Idea Vilariño, Sara Facio, Homero Alsina, Juan José Millás, Ricardo Piglia—, todos ellos ya publicados, algunos de ellos aparecieron en Frutos extraños, solo uno inédito, el más largo, un libro completo: noventa páginas.
—¿Por qué Roberto Arlt?
—La idea de hacer la compilación fue de Matías Rivas, el editor de la UDP, yo le dije que sí, y cuando le dije que sí, le dije pongamos algo que no esté publicado ya. Como que ya había hecho un libro de recopilaciones que era Frutos Extraños y hacer otro libro de recopilaciones, aunque este ya tenía un recorte especial de personas que tuvieran que ver con la cultura, sí era bueno poner un texto inédito. Me gustó esa idea de hacer un inédito. Yo me siento muy estimulada trabajando con Matías, me parece que es un tipo que tiene muy buenas ideas, me conoce, lee, es un buen editor y te dice hacé esto aunque vos creás que no lo podés hacer, y salió el nombre de Arlt medio entre los dos, no sé quién lo dijo primero. Como Arlt tuvo un paso por Chile parecía que era pertinente, porque el estuvo trabajando un año allá y hablaba unas cosas horribles y aparte unas crónicas aburridíiiiisimas, parecía otra persona escribiendo, una cosa rarísima.
—¿En un caso como el de Arlt, un autor periodísticamente tan prolífico y estudiado, leés todo lo que publicó y se dijo de él?
—Sí, por supuesto. Primero que nada Arlt es un tipo sobre el que se escribió muchísimo y el desafío es qué voy a contar yo de nuevo que no se haya contado. Además Arlt tiene una particularidad, toda la gente que se ha puesto a pensar sobre su obra, son unos nombres que te asustan: Alan Pauls, Ricardo Piglia, que son los grande ensayistas y escritores de la Argentina contemporánea, es realmente un autor interesantísimo y complejo. Uno como periodista tiene que leer y saber eso para no caer en la obviedad, en lo ingenuo, eso es lo básico. Pero además de eso hay que leer lo otro, cada uno sabe cuál es el grado de ignorancia que debe cubrir para sentirse seguro.
—¿Y a vos te gusta Arlt?
—Me interesa más como periodista, hay una novela de él que me gusta mucho, que es El juguete rabioso, y los cuentos. No es que lo demás me parezca malo, bueno, a quién le importa lo que a mí me parezca, pero te quiero decir que como periodista lo admiro, pensá que el tipo hizo por añares una columna diaria de lo que veía, y Borges lo despreciaba alegremente. Era un tipo con una disciplina atroz, levantarte todos los días sabiendo que debés un texto, ¿quién puede vivir con eso todos los días? Bueno, hay mucha gente.
—En el libro hay varios muertos, ¿qué tan difícil es reconstruir esas vidas?
—Es complicado por que primero tenés que hacerte un mapa, sobre todo con muertos tan añosos como Roberto Arlt y Pedro Henríquez Ureña, además tenés que estar muy seguro de todo lo que decís, porque no podés establecer una lectura completamente literal y autobiográfica de la obra, como decir bueno, el escribió esto y entonces es esto. Hay muchas dudas de si lo que escribió Arlt, por ejemplo, es autobiográfico o no, un tipo que cambió y borró tantas huellas. Entonces por qué vas a confiar que lo que se supone que ha sido tan autobiográfico lo sea. Y bueno, básicamente lo que tenés que hacer es un mapa de fuentes vivas, a mí me da muchas cosa no tener fuentes vivas, como una sensación de que me gustaría tenerlas. Estos trabajos desgastan mucho, siento que es un trabajo más fuerte que cuando se trabaja con un vivo. Por ahí se remueven otras cosas del muerto: sí, está muerto, pero hay fuentes vivas y con ellas te encontrás resquemores, inquinas, que tal habla pero tal no, es complicado eso.
—Y más como en Roberto Arlt, del que no hay entrevistas...
—De Arlt ni siquiera hay entrevistas, creo que solo una. Y en el caso de Pedro Henríquez Ureña también fue complicado, claro que con él vivía la hija, que está viva, y eso fue bastante salvador.
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Meses antes de publicar Plano americano, Leila trabajó en Los malditos, otro proyecto de la Universidad Diego Portales, idea de Matías Rivas. El libro llegó a Colombia, pero ¿qué suerte le puede esperar a un libro con tal nombre? La librería cerró y los ejemplares estuvieron de aquí para allá por un tiempo, luego aparecieron y, haciendo justicia, se vendieron, no quedó ninguno. En ellos está la vida y la obra de diecisiete escritores latinoamericanos de existencias desmesuradas, todos ya muertos, escrita por diecisiete escritores latinoamericanos que hoy avanzan, que hoy son promesa. Hay nombres conocidos como los de Porfirio Barba Jacob y Alejandra Pizarnik; hay nombres olvidados como los de Bernardo Arias Trujillo y Rafael José Muñoz, pero casi todos han caído ya en la bruma espesa del olvido, aniquilados por su propia muerte y el peso de sus obras, aunque todos ellos vivieron en el siglo XX y el último murió en 2010. Ahí el reto de revelar esos hombres, esas vidas. Leila lo dice en el prólogo: “Los hechos son fáciles. Lo difícil es entender la minucia: las inevitables contradicciones que hacen que nadie sea, del todo, un demonio o un ángel encendido”.
Lo difícil de narrar la vida de alguien que murió luego de tocar el fondo y quedarse en él: “A veces, reconstruir la historia de un hombre o una mujer muertos es entrar en un palacio en ruinas en el que todavía zozobran angustiosamente los ecos de los valses viejos”.
El escritor Andrés Felipe Solano, que hizo el perfil del escritor y diplomático manizalita Bernardo Arias Trujillo, escribe desde Seúl que cuando Leila le propuso el personaje, él no tenía ni idea, nunca había escuchado ese nombre. La periodista conocía el poema que Arias Trujillo escribió en Buenos Aires, cuando hacía su vida diplomática y recorría las calles porteñas llevado de tumbo en tumbo por la heroína y los amores prohibidos:
“Tiene catorce años y en sus hondas pupilas
cercadas por paréntesis lívidos de violeta,
ojeras prematuras del vicio, ojeras lilas
de onanista o asceta.
¿Quién eres tú?, le dije,
rozando sus cabellos ondulantes de eslavo.
¡Yo! soy un niño triste…
Roby Nelson me llamo”.
Dice Andrés Felipe Solano —autor de Los hermanos Cuervo, Alfaguara 2012— que para el trabajo partieron de cero porque lo que había del escritor manizalita era muy poco y todo disperso, huellas difusas: libros muy pocos, ediciones perdidas, fuentes vivas esquivas. Todo eso obligó a Andrés Felipe a convertirse en un detective: “Encontraba una referencia en un ensayo que me llevaba a una persona y esa persona a otra y esa otra a un libro. Sin embargo. en el trabajo de reportería todavía no tenía muy claro quién había sido ese tipo y su importancia. Su verdadero espíritu solo se reveló una vez empecé a escribir el perfil. Recuerdo que le envié varios correos a Leila a medida que encontraba cosas en Manizales. Estaba exultante y sabía que ella también se iba a alegrar mucho con mis hallazgos”. Precisamente el prólogo que escribe Leila en Los Malditos empieza con un correo de Andrés Felipe contándole que en Manizales encontró a una sobrina de Arias Trujillo, una mujer extraña que acariciaba la mascarilla mortuoria de su tío como si se tratara de un gato.
El trabajo de Leila era insistente: “Leila estuvo pendiente hasta el último momento del texto, me exigía seguir desempolvando cosas, pequeños detalles para afinarlo, para dejarlo como una maquinita. Para ese entonces yo estaba fuera de Colombia en una residencia literaria escribiendo Los hermanos Cuervo y aún así me llegaban correos de ella: 'Sabes si existe tal cosa, qué tal si ponemos una frase de tal libro que mencionas...'. Su tenacidad fue clave para ponerle hasta el punto final. La verdad no sé cómo hizo para llevar a cabo el mismo proceso con una docena de escritores en todas partes de Latinoamérica. Hay una cosa maravillosa en sus correos. Siempre, por lo menos yo, tiemblo mucho ante la respuesta de un editor después de la primera lectura. Si el correo comienza con una frase ambigua me vengo abajo rápidamente y me cuesta mucho pararme. Leila te entrega un párrafo donde habla bellezas del texto y después, con mucho tacto, te clava los afileres justos para que reacciones y te des cuenta de la cantidad de errores y caminos equivocados que elegiste. Tiene manos de acupunturista en ese sentido”.
En su entrevista, Ramón Lobo le dice que tiene fama de “editora criminal” por su trabajo para el cono sur en Gatopardo. Leila, se sorprende y le responde: “Mi experiencia es bastante grata. No he tenido gente que se haya ofendido. Creo que tiene que ver con cómo uno dice las cosas. Si pido un texto a un periodista es porque me interesa, me parece bueno y supongo que va a entregar un trabajo de calidad. Cuando me entrega el texto asumo que no me ha entregado cualquier cosa. Así que trato de que mi primera respuesta sea sumamente respetuosa, a la altura de su esfuerzo”.
—¿De dónde surge la selección de Los Malditos?
—Yo los elegí, y a los autores también.
—¿Los habías leído?
—Sí, no exhaustivamente a todos, pero sí hice un trabajo como de búsqueda con fuentes que no necesariamente son los escritores, pero sí me aseguré de que fueran tipos con una obra importante, no solo una vida maldita como llamativa, qué sé yo, porque hay gente con una gran leyenda pero no con una obra interesante. Para mí era importante el perfil de malditismo y una obra contundente, y leí algunas cosas y confié en el criterio de mis fuentes y amigos escritores de diversos países con los que contrasté información.
—¿Pero cómo saber, si algunas veces la obra es tan oculta?
—Hay distintos grados de desconocimiento de los malditos, hay malditos que son muy desconocidos en todas partes, incluso en su país de origen; malditos muy conocidos en sus países como Porfirio Barba Jacob; malditos con una proyección internacional pero no en todos lados; malditos muy conocidos en sus países e internacionalmente. No quería que fueran todos malditos muy conocidos, que hubiera una renovación del concepto, no malditos del siglo XIX, sino muertos hace poco tiempo, en el siglo XX, y en los que en esa categoría se veía ese horror de paralaje, de gente como mal acomodada a su época, de gente como autodestructiva, como de un retorcijón psíquico importante, y con algún pico de popularidad, si querés.
—¿Cómo se da el libro, cómo conocés a Matías?
—Yo conocía a Matías por amigos en común. Matías era muy amigo de Fogwill, y yo también, y Fogwill realizó un congreso de la crítica en Buenos Aires y me pidió que si yo podía ayudarlo a buscar a la gente al aeropuerto, pues teníamos muchos amigos en común que venían de Chile, y si yo podía ir a buscarlos y le dije obvio, y Fogwill fue muy eficaz, eso que nadie piensa que podría hacer, y ahí venía Matías Rivas, y ahí lo conocí. Fuimos a comer en una pizzería y fue como una complicidad instantánea, y a partir de ese minuto Fogwill unió muy sabiamente a mucha gente que no sospechaba que se iba a llevar bien entre sí. Él unía a la gente de una manera muy lateral, a la Fogwill, te empujaba contra el otro sin darte cuenta, y así terminé muy cercana a Matías. Hoy te diría que Matías y otra gente de Chile son con los que me siento en mayor complicidad. Ya cada vez que yo iba a Chile lo veía a Matías y meses después de habernos conocido vi que teníamos un universo de lecturas y de amores y odios, y Matías leyó rápidamente que yo podía hacerme cargo de esto, y yo le dije estás loco si crees eso y él me dijo yo estoy seguro de que lo podés hacer, y bueno, lo hice.
—¿Y fue muy duro?
—Fue maravilloso, fue fantástico. Fue uno de los trabajos que yo más voy a extrañar toda la vida.
—¿Cuanto duró?
—Como dos años. Mucho tiempo.
Una historia sencilla, Anagrama 2013, es la historia de un hombre común que participa, como dice el primer párrafo del libro, en un concurso de baile. El concurso de baile celebra el folclor argentino y un baile muy gaucho que se llama malambo, una especie de zapateo asesino, un movimiento de pies rapidísimo, todo eso en un pueblo argentino difícil de encontrar: Laborde. Luego de mucho tiempo de tener un recorte de prensa guardado y que decía que esos bailarines eran como atletas griegos, Leila viajó para ver, para tratar de darse cuenta, hasta que se encontró a Roldolfo González Alcantara, un Atila, uno de tantos.
—¿Qué es el malambo?
—El libro es, como dice el primer párrafo, la historia de un hombre que participó en una competencia de baile. La competencia se llama el Festival Nacional de Malambo de Laborde, que es el festival de malambo, el baile folclórico más prestigioso y más secreto y más particular de la Argentina por una cantidad de cuestiones. El malambo es un baile tradicional, quizá el baile por antonomasia, si es que aceptamos que el gaucho es el famoso cowboy de las pampas, una figura argentina, y es un baile que consiste en un zapateo muy intenso, que solo bailan los varones, y en el que se mueve el cuerpo de la cintura hacia abajo, un poco como el flamenco, aunque en el flamenco hay movimientos de manos, y en este no. En el malambo existe también esta especie de cosa como altiva, como de desafío que a veces tiene el flamenco, pero consiste básicamente en eso, en un zapateo que va subiendo en intensidad a medida que avanza. El festival nacional de malambo de Laborde es una competencia profesional en la que se estipula que los malambistas tiene que bailar al menos cinco minutos, ni más ni demasiado menos. Para que la gente tenga una idea, sostener este ritmo de zapateo durante cinco minutos tiene una exigencia aeróbica y de desgaste muscular muy parecido, pero bastante superior, a la que desarrolla un atleta que corre los cien metros llanos, un Usain Bolt, pero Usain Bolt lo hace en nueve segundos y estos tipos tienen que estar cinco minutos con ese nivel de desgaste, entonces tienen que tener una preparación además de artística, también atlética, y básicamente su origen es de una demostración de destreza y de casi un rito de cortejo, porque hay mucho de demostración de lo que un hombre podía hacer, servía casi como desafío, de una especie de duelo sin cuchillos entre los gauchos. Hay registros de malambos, por supuesto sin esta exigencia, que han durado horas, utilizado como una riña de gallos, como la figura del gaucho payador que inventa la copla a medida que rasga la guitarra.
—¿Y qué es el gaucho, esa figura tan manida, tan usada por los narradores de fútbol?
—Si yo supiera. Mirá, a mí me llama mucho la atención que a este lugar van a jóvenes muy chicos. En la categoría mayor, que es la que yo cubrí, pueden participar muchachos de hasta 29 años, ya después de eso quedás un poco afuera. Y la figura internalizada del gaucho que ellos tienen consiste en que se ponen en personaje mirando películas de gaucho, y leyendo libros de gaucho, pero lo que ellos sostienen es que hay que cuidarse mucho, no toman alcohol, tratan de ser un buen ejemplo para los niños, no trasnochan, llevan una vida como casi de atletas, digo, qué sé yo, la vida que lleva un tenista, un tipo que no puede beber, trasnochar. Y lo curioso es que la figura del gaucho en la literatura argentina ha sido siempre la figura de una persona taimada. Está el gaucho ladino, el gaucho desertor, que es un personaje muy marginal, un cuchillero, un ladrón. Lo de ellos es como una mirada, como lo que ellos querrían que fuera el gaucho. Hay como un error de paralaje entre el gaucho que ha contado toda la vida la literatura argentina y el gaucho que estos chicos tratan de recuperar en el escenario.
—¿Es como una suerte de religión lo de los bailarines?
—Totalmente. Yo fui a este festival convencida de que iba a contar la historia del baile y del festival, y en la segunda noche me encontré con esta persona —Rodolfo— encima del escenario que me atravesó como un rayo. Y de una manera muy kamikaze, loca y suicida, ese día de 2011, me dije: la historia esta no va a ser solo el festival de malambo sino la historia de este hombre en el festival. Y entonces, viene esta idea del gaucho. Rodolfo es una persona que te dice gracias a Dios queriéndote decir gracias a Dios, no ha naturalizado esta frase como yo te puedo decir Daniel, buenos días. Realmente es alguien a quien le importa. Digamos que la cosa que el tiene internalizada es del gaucho con valores, que tiene que vivir con la austeridad. Lo que ellos admiran es esta especie de hombría, de capacidad de estar solo, de resolver, de ser un hombre cabal, de lo que por ahí es la cabalidad, yo tengo mis reparos sobre eso. No porque uno escriba un libro quiere decir que está de acuerdo con un mundo en el que se está de visitante.
—¿Cómo fue el año desde que ves a Rodolfo por primera vez y hasta que se presenta por segunda vez en Laborde?
—Atroz. Fue maravilloso porque Rodolfo es una persona muy generosa, pero atroz también porque yo me preguntaba todo el tiempo, y esa es una de las razones por las que el libro está escrito en primera persona, porque a mi me interesaban todas esas preguntas relacionadas con el oficio, con las miserias que a veces uno tiene como periodista. Yo me hacía una serie de preguntas. Lo que más me llamó la atención fue cuando me enteré de una cosa insólita, y es que este festival existe desde el año 1966 y que desde ese momento todos los que se coronan campeones, que además ya me parecía raro que un festival de baile tuviera el título de campeón, es como ser campeón de ballet, o campeona de la belleza, como si fuera un toro, el susto que me dio fue enterarme de que desde que empezó el festival todos los campeones hacen un acuerdo tácito según el cual una vez se gana el campeonato nunca más se puede bailar de manera profesional en una competencia, en ningún otro festival de malambo ni de la Argentina ni del mundo, para preservar el prestigio del festival, es como para decir esto es lo máximo. El malambo que los ilumina es el malambo que los aniquila. Esa noche en que yo lo vi bailar a Rodolfo, ese hombre de dos metros que no sé qué, que después descubrí que era un señor de un metro cincuenta abajo del escenario, vi que la épica del festival se contaba mejor a través de una persona. Contar el compromiso, el esfuerzo que significa para esta gente que no puede hacer ningún esfuerzo económico, porque Rodolfo es un busca vidas, y durante todo ese tiempo que yo lo seguí fue muy generoso con los encuentros y pasamos horas charlando y me permitía ir a verlo ensayar, tuve un acceso de primera línea. Pero yo a veces volvía a casa muy frustrada porque Rodolfo es una persona con un discurso que por momentos puede parecer un poco aterrizado, y lo es en términos de que habla con generalidades, entonces era muy difícil decirle que me contara el momento en que se inundó la casa donde vivía con su familia y que tuvieron que dormir arriba de una mesa, y te contaba todo esto pero inmediatamente decía yo lo recuerdo bien, y yo me enervaba porque decía necesito que me dé detalles, hasta que me di cuenta de que Rodolfo era eso. Esto que uno se pasa diciendo en los talleres: bueno la realidad no hay que forzarla, la realidad es lo que es, y no me estaba dando cuenta de que estaba cometiendo un error, no de querer forzar la realidad, sino de dudar, o de tener el temor de que la realidad esa que yo estaba viendo no tuviera la suficiente épica como para ser contada. Y de pronto me di cuenta de que la épica de esto era la épica de un hombre común que todos los días se va a trabajar y que cuando regresa del trabajo se planta frente al espejo y se dice yo no me voy a resignar a tener una vida gris, yo voy a pelear por lo que quiero, aunque me rompa los cuernos contra la pared. Entonces era eso, la historia del sacrificio común. Una historia de un héroe que de pronto se saca la camiseta.
—¿Todo el año con esa zozobra?
—Durante ese año tuve mucho ese conflicto, yo no lo compartí jamás con Rodolfo. Y después supe que mi pregunta, a medida que nos íbamos a acercando al festival, se convertía en dos. La primera y grave era ¿qué pasa si Rodolfo no gana? ¿Será que esta historia vale igual si Rodolfo no gana este festival? ¿Me habré fumado un año de mi vida sin tener una historia al final? Porque bueno, qué pasa si Rodolfo pierde, a lo mejor la historia vale igual, pero es una pregunta que se va haciendo uno mientras se desarrolla todo, y también es esta cosa de la miseria del periodista, es como un poco la pregunta que uno se hace con Truman Capote y A sangre fría, ¿estaba o no estaba esperando a que los mataran para terminar el libro? Y la otra pregunta que era ¿hasta qué punto la mirada de una cámara al estilo de The Truman Show no ejerce sobre una persona como él, que tiene que tener toda la concentración de un animal salvaje, de un deportista de alto rendimiento a la hora de salir al escenario, una presión? ¿Hasta qué punto, saber que tiene una periodista atrás, pegada durante todo el año, con una enorme expectativa, con una enorme cantidad de presión por el festival, y si no estaba yo aún no queriéndolo interfiriendo en esa realidad, aunque uno como periodista trata de producir nada en esa realidad? Yo me preguntaba eso todo el tiempo: ¿Rodolfo va a bailar igual sabiendo que yo estoy haciendo esto? Creo que en el libro está esbozado eso, yo actué completamente sabiendo que quería contar la historia, incluso hay varios momentos en los que me hago explícitamente la pregunta: ¿Qué hago? ¿Será que lo llamo o no? Lo llamo igual, entendés, diciendo que en todo caso el límite lo ponga él.
—Incluso en los momentos en los que él está orando vos seguís ahí, en ese momento tan íntimo...
—Rodolfo es una persona muy católica, de estos de verdad, no un chupacirios, no un fanático, es realmente un tipo devoto de su fe y anda siempre con una Biblia encima, y por supuesto el momento de mayor entrega es cuando se va a jugar el todo por el todo. Yo lo vi pasar seis veces. por lo menos, por ese rito: practicar en su camerín, estirar un poco, escuchar una canción de Almafuerte, que es un grupo de heavy metal, dejar que pase eso, abrir su Biblia, bajar la cabeza, rezar en silencio y moviéndose de un lado hacia otro como para ejercitar las rodillas, y ese acto de entrega del héroe, que uno sabe que se entrenó físicamente hasta lo último, que depende enteramente de su cuerpo, pero que además tiene la humildad de entregarse a Dios. Yo quiero aclarar algo, yo no creo en Dios, pero a mí me emociona mucho la religión del que cree, me produce realmente una emoción, creer en algo a mí me parece una cosa de humildad grande, más allá de los fanatismos. Y yo viendo a Rodolfo agachando la cabeza, abriendo la Biblia, hasta su entrenador se iba, y yo me quedaba, y yo sabía que yo no tenía que estar ahí, o sea, era un momento de una intimidad absoluta, y otra vez la pregunta: ¿Si yo estoy acá este tipo no se sentirá observado, podrá hacer su eje en la concentración con su Dios, en soledad, bajar la cabeza, aceptar con humildad, Señor te entrego a vos y qué sé yo, con una periodista, que además un camerín es un espacio de un metro por un metro, no hay ninguna posibilidad de que te olvidés de que yo estoy ahí, no se sentirá intimidado, invadido, violado? Y era un momento de mucha soledad para él y yo sentía que no debía estar ahí y sin embargo me quedaba. Yo creo que en la labor de uno, cuando uno está tratando con gente adulta por supuesto, el límite lo debe poner el otro. Me parece que también está bueno, a mí me gustó poner esas preguntas en el libro como una especie de guiño a los colegas.
—¿Cómo vas a la historia? ¿te la encargaron? ¿vas desinteresadamente por tu cuenta?
—¿Desinteresadamente a contar esta historia? No, yo estaba interesadísima. Sabía que la historia tenía un grado de sutileza tal que yo veía la historia, pero hasta no estar ahí en el lugar no tenía claro qué era lo que iba a encontrar en Laborde, básicamente después de decidirme, de leer años después la noticia en diario La Nación sobre este festival, guardé el recorte y después de dos o tres años decidí ir a ver qué era. Con un trabajo de preproducción importante, o sea, yo cuando llegué a Laborde ya tenía por lo menos quince entrevistas pactadas con campeones, excampeones, aspirantes a campeones. Yo siempre preproduzco mucho y sabía que algo iba a resultar de esto, no tenía claro qué. Yo veía una crónica para Gatopardo que es un lugar como muy de mi pertinencia, pero así y todo no lo hablé, porque no quería exponer la historia. Sabía que era muy difícil explicarle a un editor cuáles eran los costados que a mí me interesaban, para que no pareciera una historia demasiado local, esto es como de unos gauchos bailando y haciendo de gauchos, a quién le importa eso. Yo sentía que había un punto de universalidad en esta historia, que para contárselo a alguien tenía que ir al lugar y encontrarme con la historia, con lo cual fui al lugar y me encontré a Rodolfo, fui como tres años, en todos estos años no le dije a nadie, el único que sabía de esta historia era mi marido —Diego—, que además me acompañó, y como pensábamos que iba a ser una crónica, hizo las fotos. Ahora cuando me senté a escribir en febrero de este año, me dije bueno esto hay que escribirlo en caliente. Me senté a escribir y me dije aquí hay algo más que una crónica, aquí hay un libro, incluso con todas esas intromisiones del autor a mí me parecía que tenía identidad de libro. Lo envié a dos personas en cuya lectura confío en España, y a las dos semanas me estaba escribiendo Jorge Herralde. El libro llegó a Herralde y me escribió para decirme que estaba emocionadísimo, me mandó un mail alucinante en el que me citaba textualmente pedazos del libro y me dijo, como un torero al final, quiero publicar tu libro y me quedé de una pieza, porque Anagrama, España, Herralde, que es un gran editor, y yo respeto y además soy muy lectora de mucho autores de la editorial.
—Y que uno siente que Anagrama no edita libro malo...
—Un poco, sí. A lo mejor este es el primero, a lo mejor con este se equivocaron. Es verdad que Anagrama tiene un grado de calidad, digo es una editorial de esas de fondo, casi que cualquier libro que uno saque, podrá gustarte o no gustarte, es bueno, la verdad es que casi todo es estupendo.
—¿Por qué es universal la historia?
—Mirá, creo que es universal porque en el fondo es la épica de un hombre común. Es universal también porque registra un poco la historia de una persona con una vocación que no es la vocación indicada para el medio en que nació. Ser bailarín para un persona nacida en un ámbito muy muy pobre no es lo que se supone. Y creo que es un historia universal porque es un tipo que se opuso a ese mandato de su clase, de su procedencia social e insistió en eso, en no tener una vida gris, en yo voy a hacer lo que quiero. En esa medida creo que la historia de Rodolfo cuenta la historia de cualquier chiquito del interior de Colombia, o de la Argentina, o de Chile, o de España, o del mundo que, nacido en un lugar muy pobre, muy humilde, quiere ser algo, escritor, bailarín, pintor o lo que fuere que se supone que no es para lo que nació. Es una historia de un esfuerzo y de una lucha muy sencilla pero también muy heroica contra el mandato social: usted nació acá, acá se muere. Rodolfo está dispuesto a darlo todo por un sueño, que es una frase muy común, y ese sueño lo pudo aniquilar. Sobre ese universal pibotea el libro. Un héroe posible.
—¿Diego, siempre supo? —le pregunto, pues la dedicatoria del libro es para él, como en Frutos extraños y en Los suicidas del fin del mundo, y dice precisamente eso, que nunca dudó.
—Jummm. Diego siempre supo que la historia de Laborde valía la pena. Diego siempre fue un apoyo súper importante. Todas estas cosas que yo te contaba, si habrá una historia, sino, si le va a interesar a alguien, qué sé yo. Yo por supuesto no hacía estas preguntas en voz alta pero cuando me las hice en algún momento él me recordó, bueno, me conoce como nadie en este mundo, entonces me recordó mi propia certeza, y para eso hace falta alguien que sepa quién sos y que nunca dude. Yo creo que él tiene completa fe en mí.
Nos levantamos de la mesa rápido, Leila tiene una cita con la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Son las cinco de la tarde y el día no reposa. Leila toma unas gafas Ray Ban de su bolso, se las pone. Se despide como si nos conociéramos de toda la vida, no como si hubieran sido solo un par de horas de entrevista. Leila se va. Leila, a la que le han alabado su ojo certero, eso de entender la minucia —"las inevitables contradicciones que hacen que nadie sea, del todo, un demonio o un ángel encendido”—, la fuerza de su prosa, un caballo desbocado, el desenfado. Detrás de todo eso estuvieron esos años en La Nación, el correr de la redacción a otros temas, a mantenerse desafiada, a doblar las apuestas imposibles, las horas interminables de entrevistas, esperar y esperar, y luego escribir de golpe, como se viene, y luego depurar y hacer versiones. El sufrimiento de intentar, el sufrimiento de volver a intentar, el sufrimiento de vivir siempre con el corazón en llamas.
Benjamín Ríos* es el seudónimo con el que el autor pidió publicar este trabajo