Alucinaciones del poder y miedo a las drogas

Alucinaciones del poder y miedo a las drogas

¿Por qué uno puede elegir morir de cáncer producto de una sobredosis de tabaco, pero no de un paro cardíaco resultado de una sobredosis de cocaína?

Por: Guillermo Solarte Lindo
octubre 29, 2019
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Alucinaciones del poder y miedo a las drogas
Foto: Pixabay

"Desapruebo lo que toma, pero defenderé hasta la muerte su derecho a tomarlo" —Voltaire citado por Thomas Szasz.

Las drogas, como el gran problema de Colombia, podrían ser una mentira. Para ser más precisos, un conjunto de mentiras sustentadas más por el afán de solucionar por la vía represiva el problema, o para esconder otros, que una política coherente sobre el uso o abuso o producción de lo que ya satanizado se denomina genéricamente de esa forma. Un inmenso despliegue mediático para causar miedo y desde allí ordenar el caos que el poder mismo ha creado en Colombia.

El fracaso de la lucha contra el narcotráfico en Colombia se puede medir en la ineficacia de todas y cada una de las medidas que se han tomado, desde hace cerca de cincuenta años que Nixon inició la llamada guerra contra las drogas, sobre todo la represión contra el consumo de heroína y marihuana y cierta condescendencia con el consumo elitista de la cocaína que aumentó el consumo de esta última.

Fumigar, reprimir, extraditar, son acciones represivas que no acaban con lo que llaman el mal, sino que, por el contrario, ha logrado mejorar la capacidad de resiliencia de aquellos que se dedican a narcotraficar. Hemos fumigado un número indeterminado de hectáreas, cerca de 1.900.000 hectáreas desde 1999 hasta el 2015, hemos establecido oleadas represivas hacia campesinos que cultivan la coca y hemos extraditado una inmensa cantidad de supuestos narcotraficantes, más de 10.000 desde 1997, llenamos las cárceles con delitos conexos con el narcotráfico y el problema sigue allí. Se han matado tantos cabecillas de la mafia, que solo el engaño, le permite decir al poder que esa es la mejor manera de acabar con el problema. Pero no es así. 

Siempre en la agenda, siempre en los medios, siempre tomado como bandera por políticos obedientes de todas las tendencias. Siempre detrás del tema ha habido académicos que explican con exceso de voluntarismo la raíz del problema. Ellos dicen haber encontrado la explicación a un asunto que escapa a la racionalidad científico técnica de la misma manera que el dolor desaparece al inyectarse una buena dosis de morfina.

Si la extradición fuera la solución es claro que es una salida muy parcial, casi que inocua por los efectos que ha tenido sobre el problema. Exportar presos sólo habla de la incapacidad de la administración de justicia nuestra o de la cooptación de esta por parte de políticos corruptos. Es una falacia decir que fumigación, extradición y represión son la salida, cuando esto lo hemos hecho de forma obediente durante décadas y allí está presente el problema, robusto, fortalecido por la impotencia de las políticas que luchan contra él, y riendo a carcajadas de la torpeza de las autoridades.

No es descubrimiento reseñar otra falacia del poder. Centrado en un conjunto de mensajes publicitarios, el asunto de las drogas, ha terminado por convertirse en un oscuro objeto para la comprensión del ciudadano normal. La política antidrogas ha creado tal confusión y enredado la madeja, de tal manera, que en el presente se pueden confundir cosas tan dispares como: el tráfico de drogas con la drogadicción, el uso de sustancias con el abuso, los pequeños productores con los narcotraficantes, las guerrillas con los narcos, las sustancias naturales con las químicas, las drogas llamadas duras con las blandas y el adicto con el consumidor. La confusión crece cuando en lo cotidiano podemos llamar drogadicto a un ciudadano que consume marihuana y delincuente a alguien que se la vende.

Aumenta esa confusión en el plano de la vida diaria cuando podemos pedir cárcel y hasta pena de muerte para un traficante y conmiseración y tratamiento para nuestro hijo que la consume, inmensa es así mismo la confusión generada al afirmar que la coca mata sabiendo a ciencia cierta que lo que puede ser peligroso, si se abusa de ella, es la cocaína. Es penoso escuchar a muchos expertos o profesores advertir sin sonrojarse que el camino a la heroína nace con el consumo de yerba. La publicidad en contra de la marihuana, por ejemplo, muchas veces promueve sutilmente la idea de que el uso del cannabis llevará a un abismo repleto de jeringas y asesinatos. Nada más falso.

Un ciudadano de a pie se puede preguntar cómo, en todo caso, es legítimo solicitar la extradición de un narcotraficante tercermundista hacia Estados Unidos, pero no la de un comerciante mayorista de los países consumidores hacia Colombia. También se podría interrogar como es mucho más delito cultivar una hectárea de amapola en Colombia o Afganistán que lavar el valor de mil hectáreas en alguno de los bancos de la cadena financiera. No deja de ser una alucinación del poder el hecho de orientar el castigo hacia los países productores y dejar como intocables aquellas mafias que, al mezclarse con el poder político, aquí y allí definen políticas y estrategias para una supuesta lucha que no tiene fin, por una razón: no lo puede tener, es un error que durará muchas décadas más, quizás siglos

Está claro que, sobre la base de los intereses de estado, de un solo estado, se entreteje una cruzada medieval contra los herejes que han sido localizados en el tercer mundo. Las drogas son objeto de las más inverosímiles leyendas: todas matan, lo cual es mentira, todas crean adicción, también mentira, el consumo de una conduce de forma irremediable al consumo de otra más fuerte, una mentira más y la última de las mentiras, de los que mienten por oficio: la legalización de la marihuana para uso medicinal traerá un aumento en el consumo de la yerba. Algo así como si la utilización de la morfina con fines terapéuticos hubiese aumentado el consumo del opio.

De igual forma los defensores de la legalización son objeto de la más absurda de las satanizaciones. Sobraría decir que sobre estos últimos es mayor el repudio si proceden de los países productores. En un país europeo o aun en EE. UU., no se podría identificar a un ciudadano pro legalización como aliado del narcotráfico cosa que es muy fácil que suceda en países como Colombia en donde la guerra de las drogas ha sido empujada por una estrategia mediática de condena de todos aquellos que por una u otra razón preferimos el camino de la legalización al de la guerra frontal con fumigación y militarización, entre otras razones por la mas importante: el fracaso.

La llamada guerra contra las drogas es, además de la fatal fumigación, y de la permanente extradición, una de las más amplias y decididas campañas de demonización de los países productores, su declaración de indeseables y el debilitamiento de su soberanía que se ha visto disminuida de la misma manera que un delincuente ve restringida su libertad por la sola declaración de sospecha.

La condena de todos los ciudadanos de los países productores se refleja en las exigencias cada vez más discriminatorias para obtener una visa y, peor aún, un permiso de trabajo en las naciones del norte. No estaría lejos de ser cierto que la condena se ha incrementado desde el llamado síndrome once de septiembre. Y esto ha sucedido en tanto país productor en el que habitan grupos calificados como terroristas y que además tienen relación con el narcotráfico. El caso colombiano ha llevado a identificar los problemas de otros países como la colombianización de México o de Venezuela. El estigma hace referencia a la relación de la violencia con las mafias, con el poder político o la existencia de poderosos carteles de la cocaína. Pero si el modelo colombiano de la mafia es muy cercano al de la mafia estadounidense, ¿por qué nunca lo llamamos la norteamericanización de Colombia?

Dejemos de lado la falacia de la guerra contra las drogas y vayamos a lo más profundo del asunto que estaría en la pregunta sobre qué es lo que incita al consumo de sustancias que sustraen temporalmente de la realidad.

Es urgente hacer una distinción de partida: una cosa es el uso de cualquier sustancia, química o natural, y otra es el abuso de esa misma. La distancia que hay entre una cosa y otra es la misma que podría encontrarse entre comer para satisfacer el hambre y comer de gula. Si se entra al asunto de las drogas, o mejor, de las sustancias psicoactivas, sin valoraciones que enturbien u opaquen el cristal con el que deben ser miradas, es muy posible que la política sobre las drogas tenga que ser una política de educación, es decir, hacer comprensible el problema para la mayoría y no de represión, es decir castigar al que las utiliza.

Sin embargo, por el sendero de la publicidad se genera un efecto contrario: el ciudadano, en este caso el consumidor, naufraga en un océano de mentiras que pretenden educar cuando lo que producen es la confusión. Confusión que nace de la misma idea de la guerra contra las drogas que, al centrar sus acciones en el castigo o penalización, vacía de contenido el problema real y lo enfrenta con armas o campañas publicitarias que nunca han logrado responder a la pregunta clave a la que me refería: ¿qué es lo que incita al consumo de sustancias que sustraen temporalmente de la realidad?

Si el individuo se abre a experiencias que suponen rupturas con la vida real, ausencias de sentido, búsquedas de caminos alternativos a lo que en principio lo agobia o rutiniza, lo haría, en todo caso, en uso de su libertad y esta, en la medida que no violente a otros, no podría ser limitada por una prohibición nacida desde una moral ajena a él o que vaya en contra de sus propios principios o deseos. Este sería el debate a promover: las sustancias definidas como drogas son antes que otra cosa un asunto cultural. Que estén legalizadas o no son aspectos que se relacionan con la política, así como es tema político el hecho de que las soluciones se busquen por el camino de la represión o por el de la educación.

Algunos, sobre todo los prohibicionistas, encontrarían en esto una apología al abuso, pero más bien podían entenderlo como una defensa de la libertad personal, por lo demás, establecida en todas las constituciones de lo que llaman mundo civilizado, sin la cual sería difícil establecer los límites en los cuales los poderes pueden o no inmiscuirse en las decisiones que afectan al individuo. Es paradójico que, en el país que ha declarado la guerra contra las drogas, la compra de armas y su uso sea legal. Y bien, todos sabemos que es más letal un balazo en la cabeza que un golpe de cocaína. El que usa las armas y las compra, tiene dos opciones, o las dispara contra el mismo o las dispara contra los demás. El mercado de armas ha crecido en Estados Unidos así también el de drogas.

La historia de las sustancias muestra que han sido transportadas de los lugares más insólitos hacia las metrópolis con fines, por supuesto, comerciales, pero diría que el interés por el consumo hunde sus raíces más profundas en lo que anotaba con anterioridad: interés de ampliar las fronteras de la percepción, pero también lucha tenaz contra la rutinización impuesta por la vida laboral, estudiantil, o por la destrucción y minimización de lo humano en las guerras. No es casual que los ejércitos hayan sido usuarios continuos de drogas para sacar adelante la tragedia de matar o la espera de ser asesinado.

Es imposible desconocer la relación entre uso de estas sustancias y la cultura. Están prendidas con el cordón umbilical de las tradiciones, no necesariamente milenarias y se podría decir que son alimento de los imaginarios de los pueblos que las usan. Su presencia ha sido permanente y es tan imposible imaginar sociedades o culturas sin sustancias psicoactivas como sociedades o comunidades sin dioses.

Se podrían encontrar otras culturas cuya tradición no solo acepta el uso de sustancias alucinógenas o embriagantes, muchísimas culturas no occidentales, sino también, aquellas sociedades que en el campo de lo que se denomina genéricamente cultura occidental han asumido otras opciones, por ejemplo, el alcohol, como medios para ausentarse o los barbitúricos para encontrar fuentes o salidas a sus propias tragedias. El número de alcohólicos es inmenso y las muertes relacionadas con su consumo es mayor que cualquier otra sustancia, pero no se le ocurriría a ningún político volver a prohibir el alcohol porque correría el riesgo de ser declarado loco u objeto indeseable de financiación de su campaña. Sucedería lo mismo con los barbitúricos que circulan con toda la libertad por el mercado de drogas y son consumidos con la complacencia de médicos y laboratorios, que los promueven muchas veces para curar enfermedades inventadas por ellos mismos.

Convertidos en inmensos negocios, alcohol, barbitúricos y tabaco son producidos bajo marcas registradas que no pocas veces son multinacionales que crean y amplían la necesidad de su consumo a través de los medios, principalmente la televisión, un espacio mágico de la publicidad para el control y la inducción a ese mundo feliz del consumo. Sobra decir que los propietarios de los medios son en muchos casos los mismos de las mismas multinacionales que producen las drogas permitidas: alcohol, tabaco, barbitúricos y publicidad.

¿Pero qué puede haber detrás de la guerra actual al tabaco o al alcohol? ¿De qué manera la guerra contra las drogas introduce en el mundo del alcohol y del tabaco dosis duras de discriminación, de hipocresía y represión? ¿De qué manera las campañas contra el tabaco, promocionado hasta hace poco en todos los medios, son parte de la doble moral del poder? ¿En qué sentido el poder empuja las campañas contra sus drogas preferidas sobre todo contra el cigarrillo con el propósito de no enturbiar su lucha contra las llamadas drogas duras? El círculo contra los fumadores de cigarrillo se ha ido cerrando, pero los cigarrillos se siguen vendiendo. Parecen estar empujando al fumador a asumir su responsabilidad sobre su posible cáncer y no a las multinacionales a asumir la suya propia. ¿No será que ese círculo que se cierra al fumador se abre poco a poco a la comercialización de la marihuana por las grandes multinacionales? ¿Han escuchado ustedes que la marihuana produzca cáncer? Aunque se ha estudiado el efecto de la yerba no hay evidencias científicas de que esté relacionada con el cáncer del pulmón. Entonces, si la lucha contra el tabaco es por su relación con el cáncer del pulmón, y la yerba no lo produce, empacada en una cajita de Marlboro ¿se podría meter con toda tranquilidad en el mercado?

Todas las actuales campañas hacen parte de una estrategia integral que reduce al individuo y plantea un paraíso donde somos libres, en la medida en que seamos sanos, sin vicios, sin cosas por las cuales sonrojarnos. En el trasfondo o en los entretelones de todo, está una fuerte corriente del higienismo que castiga por igual al que consume tabaco, acude a la prostitución, es homosexual o desea alimentarse como se le da la gana. Si cualquier ciudadano se detiene y mira pausadamente lo que sucede con el tabaco, solo la torpeza le impedirá preguntarse por qué el tabaco circula legalmente si produce muchísimas más muertes que la cocaína o la marihuana. ¿No es posible pensar en que la etiqueta de advertencia sobre las cajetillas del tabaco podrían ser un reflejo contundente de la doble moral que desde la ley dice: ¿mátese, pero es un asunto suyo? ¿Por qué en este caso el consumidor sí se puede matar y en otros no?

No estoy en contra del tabaco de la misma manera que no estoy en contra de aquellos que lo consumen. Pero entonces, ¿por qué uno puede elegir morir de cáncer producto de una sobredosis de tabaco, pero no de un paro cardíaco producto de una sobredosis de cocaína?

¿En qué medida los miles de muertos producidos en las euforias alcohólicas, en las lagunas etílicas, son más humanos que aquellos que se producen por el camino de las alucinaciones o el éxtasis? No puede existir algo más claro que la manipulación que el poder está haciendo con las drogas para legitimar una ofensiva hipócrita. La guerra de las drogas es, además, la guerra perfecta: no hay muertos en el ejército que ataca, es el uso legal de la guerra química, se hace para salvar la humanidad, es una misión humanitaria, etc.

Por otro lado, es evidente que sustancias como el cannabis son ya parte de esa cultura moderna y que el dilema de su legalización sería solo cuestión de pocos años. Visto en el tiempo el problema que hace solo 30 años era de traficantes tercermundistas ha sido desplazado y la producción y consumo de la yerba se hace en medio de márgenes amplios de permisividad en los países del norte, especialmente Estados Unidos, en donde los 40 o 50 millones de consumidores ( esporádicos o no) se autoabastecen y aplicando técnicas más depuradas logran productos de mayor calidad, es decir más eficaces para el objetivo, situarse, aunque sea por instantes, en un contexto distinto, por fuera del consumo inducido por la publicidad. No es aventurado afirmar que con lo que se denomina drogas duras pueda suceder lo mismo. El tiempo lo dirá.

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