Lo que uno supondría que debe despertar tristeza para un grupo de actores después de meses de trabajar en el montaje de una obra es encontrarse con un escenario dominado por la desolación e intuir que al concluir la función la distribución de ganancias no superará los $15 mil para cada uno. Pero no es así. La mayoría de quienes se dedican a esta disciplina comparten un común denominador: alimentan sueños quijotescos y ya se acostumbraron a pasar necesidades.
Un elemento en el que coinciden es la preocupación por la progresiva disminución en los recursos que asigna el Ministerio de Cultura. Entre los ganadores de la convocatoria del Programa Nacional de Salas Concertadas se entregaron este año $2.731 millones. Las beneficiarios fueron 11 salas históricas, 6 medianas, 79 pequeñas y 6 espacios no convencionales que, en su conjunto, se distribuyen de la siguiente manera: Antioquia (35 salas), Valle del Cauca (12), Caldas (5), Norte de Santander (4), Quindío (4), Boyacá (3), Atlántico (2), Risaralda (2), Nariño (2), Cesar (1), Cauca (1), Magdalena (1), Chocó (1) y la ciudad de Bogotá (29).
En los últimos 10 años los recursos que invierte el gobierno nacional para apoyar las actividades teatrales han ido disminuyendo. Lamentablemente en Colombia hay más plata para invertir en la guerra, que en la educación, la salud y —por supuesto— en la cultura.
Quizá haya quien diga: “Una buena plata”. En el papel, suena bien. Una buena cantidad si miramos el asunto de forma desprevenida. El asunto es que muchas agrupaciones que hacen teatro, más por terquedad y vocación que por ganancia, se quedaron por fuera. Tenga en cuenta que hay más de 2000, según el censo de que dispone el Ministerio de Cultura. Viven de las pocas entradas que quedan después de haber invertido plata en carteles, hojas volantes, anuncios en los medios locales, y gastar infinidad de horas enviando mensajes por las redes sociales.
“Preparar una obra puede tomar entre tres y seis meses. A veces más. Pero una vez inicia la temporada, se comprueba que más fue el esfuerzo que los resultados”, asegura Ana Rosario Grisales quien, con su esposo, Luis Eduardo Jiménez, dirigen el Teatro Vive, en Palmira. El sentimiento de la desilusión no toca a su puerta. Hace tiempo lo dejaron atrás.
Comparten la inquietud de que varias salas de teatro han cerrado en el país y otras están a las puertas de hacerlo. La falta de recursos las está ahogando. Basta recordar la crisis por la que atravesó hace poco tiempo la fundación Teatro Esquina Latina. Su director, Orlando Cajamarca, evidenció el problema, al cual no son ajenos ninguno de los teatreros del país. En Cali, por ejemplo, el Festival de Teatro tuvo un recorte de $300 millones.
Si usted es de los pocos que va a ver teatro, sin duda comprenderá por qué a la entrada de los escenarios se venden café, gaseosas, galletas, dulces y cuanta chuchería quepa en una vitrina. Es una forma de compensar lo que sus promotores saben que no entrará por boletería. Pero siguen adelante, como el Quijote de la Mancha, cabalgando contra los gigantes de la indiferencia y la escasez de recursos. Al fin y al cabo, como los faquires, su estómago se acostumbró a vivir con poco pero a alimentarse de ilusiones cada que emprenden un nuevo proyecto…