No es una idea. No tiene una milésima de filosofía, ni una millonésima de humanismo, ni siquiera una pizca de pensamiento. El uribismo es una secta, una oscura hermandad, un estado morboso del alma, una especie de trastorno psíquico. Ahí no tiene cabida la intelectualidad, ni la academia y menos la riqueza de lo ético ni de lo espiritual. De ceguera, de mala entraña y corrupción tiene las toneladas que usted quiera.
Por eso el uribismo acoge con beneplácito a los trogloditas, a los energúmenos y a todo lo que se parezca a la mojigatería, la doble moral y la hipocresía. Y como una imagen vale más que mil palabras, así dibujaría yo a un uribista promedio: un cavernícola ojibrotao y agresivo con un garrote en la mano. Y bueno, es que esa “cosa” insustancial, pero azarosa, viene siendo algo así como una sopa tóxica capaz de envenenar con el cianuro del odio a todo un país.
El uribista promedio, con contadas excepciones, es el buen ciudadano que va a un culto cristiano, adora a su Dios y después, ni corto ni perezoso, usa las rodilleras para rendirle pleitesía a su “señor de los cielos”; es decir, el amo de estos infiernos. O es el católico desvergonzado que va a misa a negociar la salvación de su alma, y de paso nos ofrece un ridículo espectáculo a la hora de comulgar: por la misma jeta que se traga al cuerpo de Cristo escupirá después blasfemias; esto es, cuando le ponga la lápida en el pecho a un compatriota que no piensa como él; es decir, que no piensa como su oscuro patrón.
Religiosidad y uribismo: mezcla calamitosa que explica de antemano la intolerancia, la insensatez, la terquedad violenta y el germen de todas nuestras desgracias y dolores patrios.
Por todo lo anterior y mucho más, al uribista doble moral e hipócrita ya le da vergüenza reconocer su condición de alienado. Prefiere vivir en las sombras con bajo perfil, negando, pero afirmando en las urnas las hazañas siniestras de su líder político. Ya no es aquel farandulero que como cualquier gomelo de parroquia presume de su santísimo señor. No. Por suerte ya le da vergüenza. Y ese sentimiento de culpa, quiero creer, es el comienzo de algo. Como quien dice de la manifestación de la culpa, quizás de sentirse cómplice de un fanatismo dañino y perjudicial para el pueblo colombiano. Sin embargo, y me disculpa el muy amable lector el pesimismo: hay un espécimen uribista que no tiene remedio, pues se le puede aparecer Dios y la Virgen para decirle que el uribismo lo llevará a él y a toda Colombia a la perdición. Todos los coros celestiales le pueden pregonar al unísono su fatal error, y ya ustedes saben a quién le creerá: al oscuro “señor de las sombras”.